Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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El susurro de la caracola: краткое содержание, описание и аннотация

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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Se calentaba la leche en un cazo viejo, que el fuego había consumido hasta el extremo y que hervía enrojecido a la primera llamarada del fuego. La leche, si no se vertía del borboteo, se cuajaba de puro caliente soltando toda su nata en espuma de burbujas espesas. Hervía pero no le quemaba. Ni la leche al beberla, ni el cazo al cogerlo. Un día la vi cambiar las brasas de la estufa metálica con los dedos, sin alterarse nada al agacharse al fogón, que tenía también una portezuela metálica. Cogía las brasas que calcinaban el aliento, movía las patatas entre las llamas y sacaba la mano… fría. Yo no lo intenté nunca.

También es cierto que no lo habría intentado nunca. Soy una miedosa.

Las galletas del economato de prisión las habría bañado en café; en casa hacía un pastel de moca muy a menudo. Algunas tardes de aburrimiento y frío me metía en la cocina y me organizaba una merienda para varios días. Total, como vivo sola… Son las mismas galletas de hoy. Secas, ásperas, desabridas. Primero las mojaba en café con unas gotas de coñac; después, el café que me sobraba lo mezclaba con mantequilla y azúcar para fabricar una pasta dulzona que iba extendiendo entre capa y capa de galleta calada de licor y café, borracha. El tenedor era la única forma de trabajar esa masa que se me iba pegando en el cuenco y que giraba apelmazada subiéndose por los bordes. Luego, ya acabado, espolvoreaba nata y chocolate por encima… Me lo enseñó la abuela. Mi abuela.

– Si nos dejaran cocinar, haría un pastel de moca para todas las del pasillo-le he dicho a mi compañera, que me miraba huraña. No me ha hecho caso. Gaby estaba muy seria cuando se ha girado a preguntarme. Tan seria que se ha quitado las gafas y ha empezado a balancearlas con la mano derecha.

– ¿Por qué dices que te llamas Begoña Rojo?-me ha preguntado seca.

– Me gusta. Begoña es nombre de flor. Como Margarita, como Azucena.

– Las funcionarias te han llamado Ángeles, lo he escuchado en el pasillo más de una vez.

– Es que me llamo Ángeles Alarcón. Pero no me gusta.

– ¿Qué tontería es esa?

– Me daba miedo decir mi nombre…

– ¿Por qué?

– Porque así parecía que yo no estaba presa.

– Estás loca.

– Estoy loca. Seguramente estoy loca.

– Y… ¿cómo quieres que te llame?-ha dicho, sin mirarme.

– Begoña. Como se llamaba mi abuela.

– Vale. Eres rara. Be-go-ña.

– …-Me he callado.

Nos quedamos calladas, ella apoyada en la pared, yo sentada en la litera. Con las migas. Nadie se había preocupado de preguntarme por qué utilizaba un nombre ajeno, sé que algunas habían oído cómo en el almacén de la lavandería me habían llamado por mi nombre, pero no se distrajeron. Ella era la primera en rascar en mi embuste. Tal vez el aburrimiento de estas paredes, toscas. Resecas como las galletas.

– Eres la primera Begoña que conozco.

– Ya ves.

– … El pastel de moca podrías hacerlo para las del módulo, a lo mejor nos dejan.

En prisión somos muchas, pero no me fío de casi ninguna. Aunque me imagino sus culpas y las penas por las que están aquí, me niego a preguntarles. Lo hago con el propósito de que no me pregunten a mí. Gaby, la compañera con la que hablo, es colombiana. Es su segunda prisión, por eso se maneja segura entre el carnaval de indolencia que recorre los pasillos de este centro. Con gran desenvoltura, como si ya estuviera acostumbrada a las paredes, va y viene del patio al gimnasio, se mastica los silencios con desidia y se sienta en el banco sola. Se desprende de la chaquetilla en cuanto entra en la celda y la dobla con lentitud para que ocupe el menor espacio posible en la estantería. Entre las ropas y los objetos de limpieza apenas tenemos hueco. Es parca en palabras, mejor. Alguna vez mira de cerca mis fotos, las fotos de Marcos.

– Pongo la tele, ¿vale?

– Tanto me da.

– Echan el concurso… ¡ayer ganó el de Guadalajara!

– Si mandamos cartas, ¿podríamos ir?-dije.

– Claro, claro. -Puso la mano en su corazón con la solemnidad que requería su ironía-. Y si nos toca el viaje, nos vamos también. Nos podemos ir juntas.

– A lo mejor nos lo guardan para la salida.

– A lo mejor, Begoña. Quizá nos lo guardan.

Yo rememoraba aburrida cuando al día siguiente, después de la fiesta que hizo en su casa, Marcos me trajo una botella de vino envuelta en papel. Me dio las gracias por haberle hecho el pan de Calatrava y me pidió que le volviera a hacer otro la semana siguiente. «Vendrá el director de la película», me explicó.

«No tienes más que pedirlo», le dije. La chica de la boca gruesa entró cuando yo me iba, feliz con mi regalo en el bolso y perfumada de Vetiver. Me había rociado de colonia en su baño después de lavarme las manos. Me dio igual que entrara la fumeta, la sonrisa que le articulé de saludo era más franca que todo lo que esa lo sería en su vida. Entró peinada con flequillo liso, se lo había cortado como una geisha, en plan liso hasta las cejas, llevaba los ojos muy maquillados e iba subida sobre unos tacones que la hacían más desgarbada de lo que era. Con los ojos pintados así, con el vaquero ajustado y el escote abierto asomando vulgaridad, parecía una puta. No era una novia, era una zorra pintada de escarlata. Y, sobre todo, con aquel bolso enorme color plata con el que golpeó la planta de la entrada sin misericordia. Todo lo que me apetecía decirle se lo dije con la mirada, ¿he dicho que era franca?

Soltó el bolso y entró directa a abrazarle.

– ¡Qué guapa estás!-gritó Marcos.

– ¿Dónde me vas a llevar?-preguntó haciéndose la boba.

– No, no… Hoy nos quedamos aquí. Nos quedamos en casa. ¿Te apetece?

– … Me apetece, claro. Dame un beso.

Cerré la puerta de un portazo. Lo sé, lo sé. No debí. Me sobrepasaba su presencia de emperatriz de la China. Se movía agitada, con la gestualidad de una hiena, guiñaba el ojo para coquetear, se hacía una coleta y se soltaba el pelo después a golpe de melena, de derecha a izquierda. Nerviosa. Ridícula.

Y, probablemente, así era. Lo que me descomponía era que Marcos, a veces, le seguía el juego. La llamaba «niña».

19

Gonzalo me llamaba «niña». Igual que la Luisa y la Tere. También ellas dos me llamaban «niña» cuando me pedían hora. Incluso papá cuando entraba a darme las buenas noches me llamaba «niña». Por unas cosas y otras, todas las opciones me molestaban. Hacía bastante tiempo que no lo había escuchado con tono zalamero. «Niña…» Marcos se lo había dicho con corazón, estaba contento, esperanzado. Sin embargo, ella lo recibía como una marrullería, sin fiestas.

Cuando volví al día siguiente, retiré las sábanas de su cama con urgencia, con una sola mano di un tirón y, sin mirar, las metí en la lavadora y di al on . Olía al perfume de ella, al de la «niña». Empecé a abrir ventanas y puertas para que corriera el aire por toda la casa. Yo conocía ese olor a coito y arramblé con todo lo que encontraba a mi alcance. Fui con una bolsa de basura por el salón vaciando ceniceros, los porros, bolsas de té usadas sobre algunas revistas, tiré las viejas, papeles arrugados, bolsas de pipas que se habían quedado a mitad, unos montones de sobres de promociones y regalos, facturas caducadas… Cerré los ojos. Un presentimiento corría dentro de mí. Entonces fue cuando me metí en la habitación y decidí ordenar sus camisetas y ropa interior. «Pero qué hace esto aquí», era un pantalón desgastado hasta el extremo, lo tiré, también tiré unas camisetas que tenían el cuello desbocado en exceso y unos pares de zapatillas viejas. «Ni se va a enterar», me dije. El presentimiento no era malo.

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