Cuando, en cambio, le gustaba la charla, no dejaba de tocarse el lóbulo de la oreja. Asumí el riesgo y pasé a la barra.
– ¿Has leído lo que han publicado?
– No, cuenta.
– No poco, seguro que lo sabes.
– ¡No, coño! Cuenta.
– Dicen que te nominan por tu papel en la peli. Que estás que te sales, tío.
– ¿Dónde lo has visto? Ya me gustaría…-sonrió.
– Te lo dije, la peli está genial, tú te sales. Los dos sabíamos que te había tocado el gordo con el papel.
– Hombre, me lo curré bastante. No ha sido lotería, no jodas.
– A ver si me entiendes, no me malinterpretes. Ha sido la bomba, te toca un caramelo, te sale bien y… ahí vamos…, ahora te premian. Un año redondo.
– Mola.
– Eres lo más, tío. No te quejarás de la suerte que tienes, ¡qué más puedes pedir! ¿Cuántas ofertas tienes? Te has mamado la suerte, tío.
– Ahora estoy hecho un lío. No sabía que iba a salirme tan bien. La verdad.
– Pido cuatro cañas más-dijo ella dirigiéndose a la barra.
– Eso, pide otra ronda.-Los dos levantaron los vasos fingiendo un brindis-. Ha ido bien, ahora espero que no se tuerza, que no quiero darme un hostión después de una peli así. Cruzo los dedos.
Desde pequeño nunca he sido un tío con mucha suerte…
Me mató esa frase. Clavé los nudillos en la barra del bar Palentino hasta que el anillo se me marcó en la piel y empezó a sangrar. No me di ni cuenta. «Desde pequeño nunca he sido un tío con suerte…»
Lo único que podía hacer era escuchar. Me llevé la mano a la boca para lamerme el corte, lamiéndome la herida como los perros. Lo estaba escuchando todo de espaldas, con el reflejo de sus caras en el espejo de los precios escritos de colores. Saqué del servilletero el papel suficiente para parar la llaga y alguien se movió a mi lado. La pava se había hecho hueco entre la clientela para pedir las cañas y la sensación fue comparable a cuando sabes quién es el asesino en las películas y necesitas gritarlo al infeliz que no lo sabe. No dejaba de moverse inquieta. Estábamos brazo con brazo en una extraña intimidad momentánea, molesta. Ella se hizo hueco a brazadas y le susurró al camarero: «Ponnos cuatro cañas más», así dicho despacio, con la lentitud minuciosa que da el hachís.
– ¿Te pongo algo? ¿Cacahuetes? ¿Algo salado? ¿Patatas?
– Ponlo en la cuenta de Marcos, que paga él.-Guiñó el ojo.
Estaba deseando sacar las tijeras con las que recortaba las fotos de las revistas y volverme esquizofrénica en medio del bar. Me miró de reojo. Sonreí para evitar que leyera mis pensamientos. Allí donde mirara de su cara solo veía labios, unos labios hinchados, gruesos, artificiales, absurdos. Olía a porro. Acababa de encender otro y aspiró el humo profundamente para soltarlo mirando el techo del bar. Se me había quedado la frase de Marcos, «desde pequeño nunca he sido un tío con suerte».
Aquella tarde no pude disimular mi desánimo, me entristecía que se sintiera desafortunado. Ni siquiera podía abrazarle para llevarle la contraria o para borrarle esa sensación. Me sentí rara. Me sentí fuera de lugar en el Palentino. No podía participar ni de la conversación.
– Yo tengo unas pruebas la semana que viene-dijo Hugo o Rubén cuando se acercó ella con las cañas-. Mi agente me ha buscado un papel para una serie. Tiene confianza en mí para el rol de enfermero. A ver, no es un papel de puta madre, pero en las series si va bien te forras. Dos temporadas y subidón. Me ha puesto en contacto con el director, que resulta que fue profesor mío en la escuela, el de análisis.
– En la otra te fue de escándalo-le recordó Marcos efusivamente-. Ya me hubiera gustado estar en un curro tanto tiempo seguido.
– A ti te pueden llamar ahora para cualquier principal.
– Estoy pendiente…, es mi primera película. No cantes victoria.
– Yo no me quiero hacer ilusiones-dijo el otro resignado.
– Pues mira, mientras te haces ilusiones eso que te llevas. Así has recorrido medio camino. Luego si no sale, pues no sale. A mí me salió la peli y… buff.
– ¡Somos actores! ¿No?-soltó el amigo en tono grandilocuente.
– De vez en cuando-dijo Marcos-. De vez en cuando.
– ¿Cómo?
– Es una broma, pavo. Lo somos, claro que lo somos-aclaró Marcos para que el otro entendiera la ironía.
– ¿Queréis una calada?-llegó ella con una sonrisa de fumada.
Sentí que había llegado la hora de irme. Pagué mi café con leche y salí a la calle. Desde fuera la escena era la misma, me giré desde el quiosco para verle como si le deseara buenas noches.
«Buenas noches.»
Era consciente de que probablemente parecía una idiota. No eran horas para estar pendiente de Marcos, pero se me pasaban las horas mirándole y acariciando su cercanía. No sé cómo lo conseguía, pero me olvidaba de mí si lo sentía a pocos metros. Esa noche eran ya las dos y había bastante silencio.
Lo que sucedió entonces es una prueba de que los sentidos se comportan de otra manera cuando estás fuera de ti a cuando la serenidad te domina. Me asusté bastante andando sola camino de casa. Primero oí unos susurros, luego me pareció que me seguía un grupo de borrachos por la calle de la Madera, aceleré el paso, iba notando sus risas por detrás mucho más cerca, el destino parecía escrito a esas horas en las que debería estar en casa. Corrí más aprisa y giré la esquina, pero al salir a la bocacalle estaban de nuevo, me parecían cuatro, cinco, tal vez más, no quería girarme para que no percibieran mi miedo. Me apreté los brazos contra el pecho como si quisiera asegurarme a mí misma y empecé a rezar las cuatro cosas que me venían en ese momento a la cabeza. Les oía el eco del entusiasmo que llevaban entre ellos y me estremecía porque no me cruzaba a nadie por las calles. Aquellas voces me tenían desconcertada. Roncos, desagradables. Pensé en meterme en un portal para fingir que buscaba las llaves y que estaba ya en casa. No soy tan audaz y no estaba segura de que fuera a ser la decisión más acertada de la noche. Seguí acelerando el paso hacia arriba más temblorosa que nunca. Les podía notar el aliento en la espalda, casi escarbándome en la nuca. Como si se estuvieran riendo de mí con esas voces sucias. Tropecé en uno de los contenedores de basura y me vine abajo. Me derrumbé.
– ¡Se ha caído!-escuché cuando se acercaban.
– Irá borracha.
– No se encuentra bien-dijo otro-. No está borracha.
– No me hagáis nada, por favor-supliqué.
– Señora, no vamos a hacerle nada. Nos parecía que iba tambaleándose. ¿Quiere que la acompañemos a un taxi?
– No, no, no quiero nada.
– ¿Lo ves? Está borracha.
– Dejadme, dejadme, ¡dejadme todos!-repetía todavía nerviosa.
No estaba borracha, estaba herida de culpa. Así me dormí. Acurrucada entre los contenedores, tumbada de lado y pegada a la pared. No podía continuar así, no sabía cómo seguir. Efectivamente, me estaba comportando como una idiota y podía caer en el trastorno. Me había dejado llevar por algo que no sabía explicar y que, en realidad, necesitaba. Al día siguiente era martes, ya era martes de hecho, salí de mi pozo en dirección a la parada de metro para irme a casa. Tomé primero un café con leche en la cafetería de los churros durante un tiempo indeterminado, tal vez mucho, me dolía todo el cuerpo. Yo, claro, esta vez ni canturreé Moon River , ni la naturaleza me permitía estar centrada. Además, la noche me dejó una voz rota, desconcertada; llevaba horas aguantando las ganas de llorar y ese tipo de angustia no mejora la voz para ponerse romántica. Matilde la panadera venía caminando por la calle sin el delantal blanco (por eso no la reconocí), de verde pistacho y peinada con moño, se quitó las gafas de sol y avanzó hacia mí como un huracán.
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