– Hola-dijo.
– Hola-articulé.
La cosa nunca pasó de aquellas dos palabras repetidas como un espejo. No dijimos más ni él ni yo.
Se me ocurrió pensar que si hubiera empezado la relación aquel día que insistí en enamorarme del futbolista de la camiseta con el número tres de mi calle, ahora me encontraría con la versión pobre de aquel chaval resplandeciente que un día me tenía loca. A esa edad yo era capaz de ver príncipes en todas las ranas, incluso en todos los sapos. La verdad es que esto tarda en irse, no he sabido contenerme. Creo que incluso ni se va. Pero entonces, en aquellos días de preadolescente, vi la rareza del amor cara a cara, un ejemplo claro de que a veces en la fase de enamoramiento uno idealiza demasiado al otro y los defectos se hacen pequeños hasta el punto de desaparecer. Son los amores platónicos que nunca pasan al descaro gracias a que alguien cercano hace de arcángel san Gabriel y nos anuncia al contrario que a María que no, que no hay que tirar adelante. El pelo se lo había cortado a cero, como una bola; los dientes los tenía revueltos y capitaneados por dos palas rotundas, y la masculinidad había empezado a aflorarle por una especie de bigote difuso que todavía no había llegado el turno de afeitar. Fue la primera vez que le vi feo. No lo volví a ver guapo en la vida. La abuela había ganado la batalla. Y yo había aprendido la lección de las princesas desamparadas.
Ahora yo tenía la sensación de mi abuela. Esa chica, la pava de la boca gruesa, no me gustaba. Me sonreí, no pude evitarlo, mis genes estaban respondiendo como un ejército de rusos, uniformados y milimétricos, sin error alguno. Aun así, recorté la foto y la uní a la colección de la carpeta después de anotar la fecha por detrás de la imagen. Dediqué los días siguientes a pedir revistas viejas en la peluquería, en el bar, en casa de las vecinas…, las requisaba en busca de más fotos. Por lo que se deducía, la rubia había aparecido ahora, tras el estreno. A partir de la fecha me tropecé con otra instantánea en la que se les veía a uno más cerca del otro y señalaban que se habían conocido en el rodaje de la cinta. Los amantes, solos o en compañía de amigos, aparecían con frecuencia charlando de esto o lo otro, y siempre ella agarraba de la mano a Marcos con regocijo, igual que los perros mean para marcar el terreno.
Mientras leía y hacía recortes con las tijeras en busca de fotos, Marcos estaría con ella, tal vez a punto de ser pillados por otro fotógrafo o tal vez en su casa. En la cama. La entrega física de la chica de la boca gruesa a Marcos se me aparecía como un fantasma. En ese momento no quería avanzar más en mi imaginación, estaba fabulando demasiado (otra vez), buscaba la calma en la cocina ordenando cajones o recolocando los carretes de hilos de la máquina de coser: rojos, azules, verdes, grises, amarillos, blancos…, ninguno violeta. Separar por colores todo el cajón de costura me ayudaba a aliviarme de aquel estado de ánimo desasosegante e imprevisto. Era inexplicable cómo la veía besándole y tomándole por la cintura, diciéndole cosas al oído, susurrándole sexo, aspirándole suspiros y comiéndole a mordiscos, mezclándose los olores de ambos… El fantasma regresaba a mi cabeza sin pedirme permiso. Fabulaba la escena con horror. Me iba al baño y me ponía crema hidratante en las manos, en los brazos, en las rodillas, en los tobillos… para relajarme por fuera, para intentarlo por dentro. Nadie sabe cuánto la detestaba.
En la cárcel no me dejan tener perfume. Dicen que las presas se lo beben como si fuera alcohol y lo mezclan con zumo para hacer cubatas. Pensaba que yo era la única loca del mundo y resulta que aquí uno se trastorna tal vez mucho más. O ya venimos trastornadas de fuera. Quién sabe. Cubatas con perfume… El caso es que no me vendría mal uno, aunque fuera de Nenuco. Sería capaz de bebérmelo para conciliar el sueño aunque me calcinara la garganta… Así que me encuentro sin su perfume, me lo han requisado. Ahora me toca aferrarme al recuerdo de aquella esencia tan característica. La funcionaria me lo quitó en la entrada, junto con los cinturones y las horquillas. Sin embargo huelo su olor en la libreta en la que he ido escribiendo todo…
Encontré a Marcos en el bar Palentino, bajando por la calle del Pez. La verdad es que me sentí contenta porque poco a poco descubría que toda la información de las revistas sobre él era real. Conocía la intimidad de su presente aunque no me lo contara. La cristalera estaba llena de vaho, pero se le podía adivinar entre tanta gente. Disimulé pasando de largo, pero me quedé en la plaza vigilando la puerta. Era la cuarta vez que pasaba la tarde con sus amigos en ese bar, al menos la cuarta que yo tuviera controlada en mi libreta; lo habían elegido como lugar de moda y los dueños, unos señores de canas y respetable historia, se encontraban ahora con la modernidad de la zona a tiro de caña. Uno de los que se unían con ellos también era actor, me sonaba de verlo en alguna de las fiestas que salían en las revistas, un tal Hugo o Rubén. No lo recuerdo bien. Escuché que les gritaban desde fuera para que salieran a hacerse una foto con unas fans que estaban apostadas bajo el balcón; ellos salieron, los dos, tanto Marcos como su amigo. Volvieron a entrar lo que tardaron en hacerse la foto y regalarles dos besos. Me habría conformado con ser la de la foto, la que se pegó a su derecha, pero mi propósito era más discreto y, sin duda, mucho más firme. Esta vez iba en serio. Si hay algo que me gustaba era sentirle reír a carcajadas desde fuera, ya reconocía su sonido entre los demás y me entraba un cosquilleo de alegría cada vez que soltaba sus risotadas. Me pedí un sándwich en el ultramarinos de enfrente, uno de atún que resultó bastante seco. Las dos horas que llevaba esperando mientras les escuchaba me habían dejado hambrienta, un poco cansada, sin embargo me encantaba ver las entradas y salidas de los clientes del Palentino. Una chica chillona, dos pensionistas, un grupo de jovencitos clónicos, un estudiante solitario, ellos entre la muchedumbre, unas chicas despeinadas a propósito…, todos de cañas y bullicio. La media tarde se alargaba y acababan rondando por la zona de bar en bar, muchas veces hasta muy tarde. Hoy continuaban allí como si fueran empleados del local, unas veces en la barra y otras pegados a la mesa del espejo. Cuando me acabé el sándwich, vi que entraba una joven con prisas, la vi pasar de espaldas y en principio no reconocí su cara, parecía nerviosa. Apareció con un enorme bolso marrón de logotipos de marca dibujados, y cargada de folios en la mano, en carpetas transparentes. Se quitó el chaquetón y lo dejó amontonado junto a otros que se acumulaban encima de la máquina tragaperras. Al abrazarse a Marcos me di cuenta, pude verla bien, era la chica de la boca gruesa. La pava.
Cuando llegó es cuando empezaron a liarse un porro. Tenía un punto de patética, disimulaba para sacar la mercancía de su bolso haciendo de barrera con ella misma para que no se la viera. Me di cuenta de repente de que era la que dominaba la escena, la que con su invitación a fumar jugaba a ser la líder de los amigos. Hablaba tocándose la melena de un lado a otro, pasándose la mata de pelo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, se lo enredaba a modo de moño y volvía a soltarlo. Me dieron ganas de entrar y arrancárselo a tijeretazos. Sabía que estaba siendo observada por algunos de los clientes porque saludaba insistentemente a otros conocidos llena de amaneramientos y disfrutaba de acercarse a Marcos, colgarse de su brazo y dar dos caladas al canuto.
Intenté sentirme culpable por estar siguiendo todos los pasos de Marcos, pero no lo conseguí. Era muy extraño de explicar, me molestaba verle en esa intimidad tan personal y desconocida, sin embargo al mismo tiempo disfrutaba de mirarle, de observar sus gestos, de verle con sus amigos. Temblaba incluso de emoción al verle tan cerca, tan alto, tan guapo, tan feliz. Marcos se mordía el labio inferior muy a menudo, parecía un tic que se le activaba cuando se evadía de la conversación y pensaba en otras cosas, se quedaba ausente mirando entre las botellas de licores traspasando la mirada perdida hacia la calle.
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