– Nada de cortarlas.
– Abuela, yo quiero una.
– Te he dicho que las rosas no se cortan. Quiero que se mueran ahí, en el rosal.-Así que su cuna también era su tumba. La abuela lo notaba si lo intentaba.
«Déjalas ahí, que crezcan y se mustien en su sitio.» Eso fue lo que verdaderamente debía aprender desde entonces, que las cosas y las personas en mi pueblo crecían y morían en su sitio. A mi pesar. Fue un proceso de vida que se sostenía en la parsimonia de los días, todo viajaba lento, ¿o debería decir vivía lento? Los domingos me ponía el vestido de los domingos que llevaba los zapatos de los domingos a juego y que nunca dejaron de hacerme daño. Se me quedaron pequeños y hubo que cambiarlos por otros nuevos antes de lograr domar la piel del empeine y del talón. Desde ese momento empecé a odiar las tiritas. Del mismo modo que las coletas me las sujetaban tensas cada domingo, todo el pelo tirante hacia atrás con la fuerza de un peine mojado en agua y brillantina. ¡Qué placer era soltarse el pelo! Y qué placer la llegada del lunes para calzarme con los zapatos viejos.
Alrededor de las doce y media, después de misa, donde leía y pasaba la bandeja petitoria, llegaba el momento de hacer la ronda de visita por todas las casas de las tías, que, como centinelas organizadas, me besaban con ruido de exagerado afecto en la puerta de la calle a la vista de todos los vecinos, y yo les ofrecía la mejilla torciendo la cara con asco; ellas aceptaban mis besos que no quería dar y me brindaban a la fuerza un desayuno por casa… tres veces, uno por tía. Luego llegaba a comer con la abuela y no tenía hambre y me reñían por no tener hambre, por no querer comer, por esconder la carne masticada bajo el plato o en el bolsillo del vestido de los domingos. Crecía así por inercia absurda, sobrealimentada y expuesta en un círculo de rutinas que solo rompía en el mar. Mirando cómo se estallaban las olas rizadas en las barcas y, por las tardes, esperando la llegada de los barcos tras la pesca. En el puerto olía a carburante usado y a pescado fresco, a hielo picado que arrastraban en cajas para conservar las capturas. Me habría ido en uno de esos barcos que rompían la monotonía de mi casa, de mis zapatos y de mis coletas. Pero ni podía escapar, ni podía cortar las rosas.
Todo se vivía lento. El verano era el más pesado del calendario, las moscas se pegaban a la piel después de andar zumbando alrededor de las sillas. La abuela, después de comer, se dormía en la mecedora con alguna pegada a las faldas, pero lo curioso es que las ahuyentaba con los ojos cerrados como si las viera a través de los párpados.
«Duérmete y deja de mirarme», me decía.
Esa sensación me persiguió toda la vida, que la abuela me vigilaba siempre, incluso a través de las paredes y puertas cuando me gritaba-«¡deja de escudriñarme en las labores!»- porque yo estaba explorando curiosa entre los ovillos y las agujas de gancho. La abuela tiene hocico, pensaba. Hoy aún sigo creyendo que me vigila. Que me observa. Que me protege.
Entre las cosas de su cestillo de costura había todo un arsenal de posibles juguetes, desde botones de colores enormes de cuatro agujeros que servían de peonza, saquitos con romero y lavanda, alfileres de colores, un huevo de madera, papelitos doblados con cromos de descuento para la compra, una vieja funda metálica de un puro habano que servía para guardar agujas de ganchillo, dedales, limas de uñas, hilos, etcétera. Buscar algo nuevo era de las pocas cosas apasionantes que tenía a mi alcance en aquella casa. Siempre era distinto porque al tocar la caja y remover las cosas volvía a desordenarlo y prometía novedad. En ocasiones le robaba algo, un pequeño botón de los irregulares para llevármelo a clase cosido en mi estuche de cremallera, el abanico de agujas de colores, algún imperdible…
– ¿Has estado registrando la caja?
– No, abuela.
– No quiero que me escudriñes en mis cosas-recalcaba.
– No, abuela. Nada.
– Anda, si lo sabré yo…
Enseguida recuperaba un tono más alegre:
– Ven que te ponga un imperdible en la falda, el grande. Que sé que te gusta.
Me di cuenta, por la forma de mirarme, que sabía que ya había cogido uno. Una tarde buscando entre los ovillos empecé a desenredar uno de ellos, era de lana violeta y del tamaño de una pelota gorda.
Cogí el cabo suelto que bailaba entre los tesoros de la cesta y empecé a anudarlo en mi dedo, seguí enredándolo para deshacer la madeja formando otra madeja. Había algo en el interior que crujía, algo cavernoso y atractivo al oído. Cuando la lana empezó a coger forma de ovillo, saqué mi dedo y seguí girándola para hacerla más grande al mismo tiempo que se hacía más pequeña la bobina original de la abuela. Una crecía vuelta a vuelta y el otro rollo se iba desvistiendo de sus capas para mostrarme su interior. La abuela no sospecharía nada porque seguiría quedando una bola de lana igual a la anterior y no cabría lugar a sus sospechas, sin embargo cuando iba formando y desmontando la madeja, vigilaba la puerta que daba a las escaleras como si ella, toda de negro, fuera a entrar alertada por su hocico. Me quedaban pocas vueltas, las que me conducían al tesoro.
No es que trate de recordar lo que estoy contando, es que lo estoy viviendo ahora mismito, como si hubiera sucedido el otro día. Aunque desconfío de la memoria de la misma manera que desconfío de los gatos; la memoria es una laguna traicionera en la que puedes caerte y ahogarte en cualquier momento.
Funciona igual que las trampas para los roedores: notas un zarpazo en cuanto te acercas a oler lo añejo.
Por eso mi recuerdo se ha quedado agarrado a la piel. Aquel día de verano, siempre es verano, descubrí que mi abuela había sido mujer.
Junto al antiguo quiosco de la feria había una fuente que disparaba agua si apretabas el pie. Junto a esa fuente desapareció para siempre el hombre al que quiso. Suplantando a mi abuela leí el siguiente texto que apareció en el centro del ovillo: «Querida Begoña, si ves que no estoy el día señalado es que he tenido que marcharme urgentemente con mis padres. Yo quisiera pasear a escondidas contigo por nuestro sitio, albergar la esperanza de tenerte para siempre sin miedo a ser vistos. Tengo la sensación de que deberemos esperar a otra vida para volver a tenernos. [ilegible] Te respeto y te añoro mientras escribo estas letras que sé que leerás con resignación, tal vez te has ido hacia el final de la alameda, tal vez sigues ahí en pie junto al sonido del agua. Yo estaré a estas horas de camino a no sé dónde me llevarán mis padres. Me quedo con el eco de tu voz imaginando mil y una veces una boda feliz en la parroquia, pero ya ves cómo discurre la vida. Me apena inmensamente. Y sé que no hay opción a tenernos… [ilegible]. Piensa que seré siempre el agua de esta fuente, que vendrás a beber y pensar en mí. Te he querido, te quiero y te querré. Agustín». ¿Quién podía buscar en un ovillo de lana violeta?
¿Quién daría uso a ese color? ¿Quién buscaría en el final del recorrido? Era una carta doblada en cinco pliegues que había servido para ovillar de violeta una historia que no pudo ser. Su historia, la de mi abuela, había quedado oculta entre vueltas y vueltas de lana. Leí el texto varias veces, preocupada por entender qué ponía entre las líneas que habían quedado borradas por los pliegues del papel usado. Me parecía mentira que una historia tan conmovedora formara parte de la vida de mi abuela. En algún momento dudé que fuera la carta de otra, que no le perteneciera, que el azar la hubiera llevado a coger papel como quien coge un cartón para ovillar lana. Sin embargo, estaba su nombre, Begoña. «Querida Begoña.» Una vez leída y aprendida, la oculté entre mis cosas como si ahora el escrito fuera mío. No alcanzo a imaginar cuándo esa carta pasó de acompañarla en el bolsillo del delantal a quedar escondida entre los cajones-mil veces leída y mil veces llorada- hasta pasar a formar parte de una madeja.
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