Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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– Buenos días.

– ¿Qué desea?-me preguntaron.

– No, no, puedo esperar. Están esas dos señoras delante de mí.

– Estamos atendidas-dijeron al mismo tiempo, tan ridículamente que me entró una risa tonta primero y luego aquello se convirtió en una situación embarazosa porque fui una descarada.

– Están atendidas-repetí imitándolas.

– Son hermanas-me explicó la panadera cuando las dos teñidas salieron a la calle.

– ¿Monjas?-pregunté.

– No, mujer, hermanas hermanas, hermanas de verdad. Menos mal que usted se ha reído porque desde que vienen al horno siempre he tenido ganas.

– Es que tienen una voz…

– De pito. «Estamos atendidas»-repitió la dueña con coña.

– «… atendidas», ja ja-repetí-. Eran como dos meninas conjuntaditas. Nos va a castigar Dios.

– Dios no está para estas cosas. Quite, quite. Bueno, dígame, ¿qué desea?

La señora Matilde vio por el cristal de la puerta de entrada cómo Manuel se acercaba a por los cubos de basura y saludaba con la mano desde la calle. Yo me quedé mirando la ofrenda que le tenían dispuesta a Marcos en el escaparate. Estaba dudosa. El tiempo se alargó porque entró una pareja y me acerqué a mirar de cerca la foto con intención de besarle con los dedos. Necesitaba poner las cosas en orden en mi vida, pero sobre todo necesitaba sentirle cerca. Levanté la mano hacia el retrato, sentí mis yemas en su cara y en ese preciso instante de comunión y ausencia empezó a desmontarse el pabellón fotográfico como si la India entera estuviera sacrificando a todas las vacas sagradas en el Ganges. Me sentí morir. Peor incluso cuando toda la panadería salió al mostrador alertada por los gritos de Matilde.

No sabía si huir corriendo hacia la puerta o llamar al 091 en previsión de la somanta de palos que vi amenazante en la mirada de la dueña.

– ¡Calma!-gritó. Atendió a la pareja y vino hacia mí humillada por la escena que acababa de montarse.

– Perdone, perdone, perdone, perdone…-me doblegué abochornada. Quería postrarme a sus pies, que me pisoteara, que hiciera justo sometimiento a la destroza que acababa de causarle.

– No hace falta que se mortifique. Es solo pan.

Calma. Sentí la calma de su mano en mi espalda cuando se acercó al epicentro del terremoto panadero. Era la segunda vez que me calmaban así. La primera fue la mano de plástico de Julia, en la Gran Vía. Se me había quedado cara de boba, culpable del escenario que en segundos pasó de ofrenda turístico-nacional a zona catastrófica.

– Soy una ruina.

– Tranquila, mujer, que esto lo montamos con pan nuevo, que este debía de estar ya seco y se ha caído nada más rozarlo.

– Estaba mirando la foto…

– Si espera unos minutos lo verá entrar. Es Marcos Caballero. Marcos es el niño de mis ojos, viene cada mañana, es del barrio y acaba de hacer una película, es su primera película. Se lleva una barra de pan crujiente de cuarto, dos magdalenas integrales recién horneadas y pan de pipas.

Así era cada día. Y así sería hoy porque si esperaba diez minutos «su chico favorito» pasaría corriendo por delante de la tintorería, del bar, del garaje, de la colchonería, de la tienda de móviles, del quiosco de prensa, la peluquería, el otro bar y, en segundos, la panadería. Su panadería. Ocurrió lo que tenía que pasar, abrió la puerta, sonaron las campanillas, observó de reojo su altar venido abajo y, tras un sonoro buenos días entre exhalaciones, Matilde seleccionó el pan, cogieron las dos magdalenas integrales del interior y lo metieron todo en una bolsa de papel.

– ¿Qué ha pasado aquí?-preguntó con una sonrisa de medio lado.

– Nada, que eres un terremoto y se me ha desmoronado tu retablo.

– Eres una friki. Eso te pasa por hacerme altares de pan-añadió riéndose.

– ¡Qué dices! Toma, niño, lo tuyo. Que vaya bien el día-dijo Matilde victoriosa.

Y Matilde recibió sus dos besos y sus mejores buenos días. Yo me quedé paralizada en la esquina de las mermeladas con ganas de llorar y de decirle: «Soy yo, soy yo, soy yo, soy yo, la loca, la desquiciada, la que ha perdido la razón, la que te siguió por la noche, la del portal, la que te mira… Soy yo, Marcos, Marcos, soy la mujer del otro día».

Me quedé arrinconada sin abrir la boca. Agarrotada en la pared. Tenía el cuerpo más recio de lo que imaginaba, era más alto a la luz del día, aparentaba más espigado que aquella noche que le seguí de madrugada cuando se retiraba de la fiesta. Desde el día de la epifanía en la Gran Vía había imaginado muchas veces cómo sería el momento de verle de cerca. Pero, aun habiendo barruntado las mil y una maneras de arrimarme a él, no pude reaccionar. La visión duró los segundos que tardó en abrir la puerta, recoger su encargo, dar los dos besos-equivocados- y caminar a la puerta. Metí torpemente la mano en mi bolsillo donde tenía la foto del cine y la retorcí. Cuando emprendió la salida, volví a aturullarme.

– Espera-le dijo Matilde.

En medio de aquella atmósfera de panes y guiños sentí una punzada en el corazón que volvió a detenerme.

– Quiero que pruebes estas nuevas.

Entonces se giró de nuevo y tomó del mostrador un paquetito envuelto en papel de horno.

– Toma. Ya me dirás.

Marcos le correspondió guiñando un ojo desde la puerta. Ni cuando escapé de mi pueblo con rumbo desconocido aquella noche de Carnaval tuve tanta ilusión, algo se liberó dentro de mí provocando una euforia como no he vuelto a sentir.

La niña de Matilde, de quince o dieciséis años, rebelde sin sustancia, le miraba con fingida indiferencia, como pensando «mi madre está loca, yo paso de famosos». Pero lejos de hacerse la impasible ante Marcos para diferenciarse de su madre, gesticulaba inconscientemente igual que ella, arreglándose la bata con dos tirones, las dos a la vez, mecánicamente.

– Esta niña es una siesa-dijo delante de ella mientras le daba un codazo para animarla a pronunciarse sobre Marcos-. Ay, si yo tuviera tu edad…

– ¿Qué? Si tuvieras mi edad, ¿qué, mamá?

– Nada, nada. Esta juventud…-contestaba con aparente melancolía-. ¿Qué desea, mujer?

¿Qué le pongo? Aún no me ha pedido nada.

– Gracias por no delatarme. Qué lerda soy.

Salí a la calle en un estado lamentable, con falta de reservas de oxígeno por el shock emocional.

Ignoro qué habría sido si en ese momento hago todo lo que llevaba pensado, si en lugar de quedarme pegada a las mermeladas, me planto frente a él, le toco la cara, las manos y… le hablo. Salí a la calle, digo, transformada, y recorrí varios metros hasta que encontré un banco para sentarme. De repente, mi abuela-ya fallecida- apareció sentada a mi lado con los ojos cerrados.

«Creías que estaba muerta, ¿eh?»

Rompí a llorar. Saqué mi libreta y anoté la hora y el horno en el que Marcos compraba el pan, y aproveché para escribir también la lista de la compra para no pensar en una respuesta. No quería acabar como una demente y olvidar todo esto.

Estuve varios días o varias semanas volviendo a la panadería como una clienta nueva del barrio. A Matilde le hacía gracia recordarme que yo era la terrorista de su escaparate, así me llamaba, y a mí me emocionaba especialmente que me tratara con aparente normalidad. Yo ya le había contado que me ganaba la vida haciendo arreglos de ropa y la pedicura a las vecinas de mi barrio (bueno, a ella le dije «del barrio» porque no entendería que viviera a ocho paradas de metro de allí, en Pacífico). Un día, incluso, me ofreció trabajo de verdad, no como mero trámite de cortesía para halagarme. No. Me lo ofreció con toda franqueza.

– Buenas, Matilde. ¿Cómo estamos hoy?

– Pues ya sabes…, sobreviviendo feliz. ¿Vas de compras?

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