Maxim Huerta - El susurro de la caracola

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Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas -hasta llegar a coleccionar 450 imágenes-, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria…

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– Bueno…, dando una vuelta. Si quieres, salte a tomarnos juntas un café con leche.

– Anda ya…-masculló la panadera-, con la de trabajo que tengo.

– Pues yo regular. No te creas que me salen muchas cosas.

– Pero ¿vas mal de trabajo?

– Pues tirando, hija, tirando…

– A ver si te busco algo, que eres muy maja y se te ve muy apañada.

Se trataba de ir haciéndome con la geografía de la calle, todo lo que componía su reino, el bar, la farmacia, el otro bar, el estanco… Si unía mi deseo a mi esfuerzo, podía controlar los milímetros y las horas exactas de entrada y salida de Marcos. Y, si unía mi anhelo a mi necesidad, casi podía olerlo antes de que pisara el barrio. La cuestión era verle, sentirlo en la distancia más corta. Según mi madre, las personas que saben mirar saben querer. Solo deberíamos evitar los besos de aquellos que no nos miran.

O nos malmiran.

Exactamente, Marcos volvió a aparecer por la calle cincuenta y ocho minutos después de haber salido de casa y haber sudado su particular maratón mañanero. Pantalones muy cortos dejando al aire sus piernas fibradas, fuertes, sudadera de capucha, ceñida y arremangada hasta los codos, a veces azul, a veces verde. Guapo. Siempre guapo. La zapatera salía de su madriguera diez minutos antes de que el ocasional deportista llegara al portal, para empezar a fregotear la acera y arrojar las aguas sucias por el desagüe cercano al árbol. Pero de esto ya era incapaz de darse cuenta él porque llegaba jadeante, agotado. Ajeno a ella, estiraba las cervicales, buscaba las llaves y abría la puerta de regreso a casa.

A esas horas, ya entraba y salía gente de la sucursal del banco, el bar empezaba a gestionar almuerzos y los espectadores de la calle dejaban de ser estudiantes para convertirse en señoras con el carro hacia el mercado de Barceló, amén de los jubilados en busca de un espacio al sol en los bancos de la parada de autobuses. Desde la calle se escuchaba el portazo de la doble puerta interior y tal vez dentro Marcos abría el buzón, tiraba las hojas de publicidad, seleccionaba las cartas-decenas- y llamaba al ascensor manifiestamente cansado. Cuarto piso, derecha y centro. Tal vez Marcos, dentro de su casa, sintiera la necesidad de relajarse un rato mirando la tele. Tal vez, al desnudarse para ducharse activaba el contestador del móvil con altavoz para escuchar las llamadas desde el baño, abría el grifo dejando caer el agua-ni muy caliente ni muy fría- y tal vez visualizaba su físico frente al espejo para comprobar el avance de su deporte. Las cortinas corridas en los tres balcones impedían ver la vida privada del joven, aunque borrosamente se notaba algún movimiento de su figura tras las telas. Su silueta se difuminaba tras la opacidad del algodón.

A la mañana siguiente, se volvía a repetir exactamente la misma escena. Pantalones muy cortos dejando al aire sus piernas fibradas, fuertes, sudadera de capucha, ceñida y arremangada hasta los codos, a veces azul, a veces verde. Guapo. Siempre guapo. La zapatera que mira, las aguas sucias, los estudiantes, la persiana, los autobuses, el portazo.

Uno de aquellos días, al volver de su habitual maratón, me preguntó la hora. Le dije-sin mirar el reloj

– que eran las nueve y veinticinco minutos, y me giré rápidamente hacia la zapatería totalmente azorada.

– ¿Usted estaba aquí antes?-me preguntó.

– No, no.

– Me ha parecido verla cuando salía de casa.

Aquel día significó un tapón en mi vigilancia. Fue un relámpago de una intensidad irrepetible.

Durante unas décimas de segundo pensé que mi plan se venía abajo. Dejé de deambular por su calle y me escondí durante semanas. Volví a casa perpleja, tratando de visualizar sus palabras y su mirada dudosa cuando me preguntó «¿usted estaba aquí antes?» y «me ha parecido verla». Era cierto que descuidé un instante la discreción por cansancio, me había quedado dormida en la parada de autobuses durante toda la noche esperando que llegara de una cena con amigos que nunca se terminaba. Me habían echado de la puerta del restaurante al verme vagar maleante del número 50 al 60 con demasiada inquietud y no tuve más remedio que huir hacia su portal para quedarme a esperar su llegada. Fue un error de principianta que pagué con un alejamiento voluntario y temporal de su zona. Sin embargo, había descubierto mi punto fuerte: era una total desconocida para él. Y ese era su punto débil: que yo le era invisible.

La idea de que podía entrar en casa de Marcos no me dejaba concentrarme. Tocar sus cosas, notar su perfume en el aire o incluso el de su piel.

7

«Es necesario buscar un acercamiento», me dije mientras me acostaba. En lugar de aproximarme, estaba huyendo. Tenía la impresión de que, al quedarme plantada allí (mi maldita suerte), Dios me castigaba. La vida entre dos exige que uno decida y yo estaba al ralentí, con el motor parado, segura de ver que podría caminar pero sin poder hacerlo. Así que asumí que estaríamos separados durante quince días.

Pasé las primeras mañanas haciendo todo a otro ritmo; me levantaba más tarde, me quedaba acurrucada en la cama procurando continuar mis sueños ya despierta. Daba la vuelta a la manzana en dirección contraria a la habitual para verlo todo distinto (no me había dado cuenta de que los carteles por detrás no son carteles, no son nada). Canturreaba: «Te tengo cerca…, te tengo cerca…, te siento cerca…».

De momento no iba a mover un dedo para retenerlo.

En ese estado de gracia estuve tres días. En soledad, uno descansa. Porque esta soledad era ya una soledad compartida. Intuí que salir a la calle por su zona podría tener consecuencias, pero debía mantenerme fría. Marcos Caballero era, evidentemente, un chico maduro para su edad, pero no podía dejarme llevar por la emoción. Recuerdo que bajé a comprar al mercado, y en la frutería Mercedes reparó en mi palidez y me preguntó si me iba a desmayar.

– Estoy bien, yo creo que estoy mejor que nunca.

– Pues, hija, no lo parece. Llevas una cara que si fuera tú me iría directita al ambulatorio.

– Es que… ¿Son de hoy los melocotones?

– ¡Pues no van a ser de hoy si te los llevaste ayer!

– Yo me llevaría sandía, están saliendo todas buenísimas. Si quieres te abro una y te la llevas-apuntó su marido.

– Bien.

– Estás bien pálida. Estás pálida… como la sandía. ¡Abre otra, Julián!-dijo Mercedes riéndose.

Seguía teniendo atravesada en la garganta la intensidad de nuestro cruce de palabras. Comprendí que, aun estando el uno al lado del otro, nos encontrábamos todavía en estadios diferentes. A él le faltaba la…, no sé decirlo, toda esa carga emocional que yo depositaba en cada milímetro de su cartografía. La realidad había hecho que nos cruzáramos, además me había hablado, incluso debió de mirarme a los ojos. Entre aquellas personas, en el mercado, flotaba como una aparición mariana, de hecho no tenía la certeza de que estuviera pisando el suelo adoquinado. Tuve que apuntarlo en mi libreta para no olvidarlo.

Esa misma tarde salí a la calle y bajé hasta el centro de salud a mirarme. Compré de camino gominolas (moras negras) y me las comí en la puerta de la consulta. Era una costumbre de aquellas tardes de cine con mi marido, ahora también estaba viviendo una película y cargué con una bolsa.

Mientras saludaba a los que llegaban a la sala de espera fingía que les escuchaba cómo me contaban sus dolores, pero estaba pensando qué hacer con mi nuevo propósito. Me imaginaba invadiendo el piso de Marcos. De proponérmelo, habría sido una gran fabuladora. Tenía una imaginación espumosa. Bette Davis era la portera del edificio de Marcos, me daba varios montones de cartas para el actor y yo me subía por las escaleras agitada. Irma la dulce subía acompañada de su perro y un hombre fibroso. La del segundo era Lauren Bacall, salía en bata para dejar pasar a Humphrey Bogart, que llegaba fumando. La niña de El piano bajaba corriendo con una pelota roja que se iba inflando al dar botes en los escalones, vestida extraña como sacada de otra película. Yo me vi clarísimamente entrando en casa de Marcos, con mis llaves, como si fuera la asistenta. Todo lo imaginaba en blanco y negro. Puse sábanas blancas limpias en su cama y abrí las ventanas de su habitación para que se ventilara la estancia, recogí la ropa sucia del suelo y puse una lavadora, dos; ordené los geles y champús del baño y tiré los que estaban casi agotados. Dejé el acondicionador, la espuma de afeitar, las cremas, el colirio y el cepillo con la pasta de dientes en el mismo hueco de la repisa, bajo la lamparita. Perfumé la cama con su colonia y me puse a ordenar el armario replanchando las camisas arrugadas por el desorden y cosiendo alguno de los botones. El cuarto de Marcos se me aparecía algo descuidado y en la mesilla oriental había notas que no quise leer y libros y revistas de moda de meses anteriores. Las llevé al salón y las dejé repartidas en varios montones del revistero; pasé la aspiradora por toda la casa después de ordenar las sillas, ahuecar los cojines del sofá y limpiar los ceniceros. Eché más colonia. Solía criticar a las personas que se dejan los ceniceros llenos de colillas y ceniza reseca, pero a Marcos no. Cuando queremos, tenemos que aprender a aceptar al de enfrente. Seguramente en esa casa había invitados cada dos por tres y poco tiempo para organizar su vida. Tan joven. Me probé una de sus camisas al volver a su habitación y sentí, entre el humo de mi fantasía, que lo tenía abrazándome y diciéndome «te quiero mucho» al oído. Al colocarme la camisa sentí la sutil ternura de su juventud envolviéndome como el humo. Me probé también una de sus camisetas y acaricié alguno de sus zapatos de piel, todos negros, y aproveché para limpiarlos a fondo. Al acabar, di una vuelta por la casa y me gustó el resultado. Me senté en su cama y esperé.

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