Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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– No tiene ningún nombre.

– Venga, tía, no puedes estar hablando en serio, ése es un color específico.

– No, no lo es, es parduzco. Y si tiene un nombre, yo no lo conozco. -Ana estaba dispuesta a recoger el guante.

– Mira, tía… en español es granate. Todo el mundo lo sabe. No hay ni siquiera una puñetera persona a lo largo y ancho de toda España que no sepa qué color es ése.

Jaime estaba empezando a agitarse y, justo en ese momento, se oyó un «miiip» procedente de la chumbera y apareció Manolo con Porca en el hombro. Porca le tiene cariño a Manolo.

– Mira, ahora vas a ver. Voy a preguntarle a Manolo de qué color es… -y comenzó a dar voces-. Eh, Manolo, ¿de qué color es la caseta del perro?

Manolo dirigió la vista con aire vacilante a Jaime, a la caseta del perro y de nuevo a Jaime.

– Venga, dínoslo. ¿De qué color es?

– Bueno, pues es como una especie de marrón rojillo… ¿no?

– ¡No, hombre, no! ¡Sabes de sobras del color que es! Venga, tío, no me vengas con ésas.

– Entonces, será marrón.

– ¡Hombre, por Dios! Tú sabes qué color es ése. Es granate, ¿no?

– Granate -murmuró Manolo dándole vueltas a la palabra.

– ¿Ves, Ana? Ahí lo tienes, él lo ha dicho. Todo el mundo conoce la palabra…

Jaime está orgulloso de su forma de ser disciplinada, por lo que siempre resulta divertido tratar de irritarle y de hacerle bajar de las alturas de su karma. Trabaja mucho para lograr ese estado -con taichi y meditación fundamentalmente- y hay que admitir que consigue alcanzar un grado aceptable de autocontrol.

Por las noches, mientras los demás nos recostábamos en el sofá con un vaso de vino o una taza de chocolate en la mano para hablar lánguidamente, leer o escuchar música junto a la chimenea, Jaime llegaba tarde, después de haber finalizado sus agotadoras sesiones de ejercicios, nos daba cortésmente a todos las buenas tardes y, cogiendo su ladrillo (siempre se lleva a todas partes un ladrillo de madera), lo plantaba en el suelo en mitad de la habitación. Entonces, sentándose en él, adoptaba una posición de medio loto con la espalda tiesa como un palo. Rechazaba las ofertas de un vaso de vino pero aceptaba un vaso de agua para más tarde, y se quedaba ahí sentado, contestando cuando se le hablaba pero por lo demás mirando fijamente las llamas de la chimenea, recitando mantras en voz baja, para no molestar a nadie. Ni que decir tiene que nos sacaba a todos de quicio.

El sexo era una cosa de la que Jaime también afirmaba estar en control. Tenía treinta y tres años y era un joven muy bien parecido, con un físico como de Adonis -resultado, según me dijo, de rigurosas sesiones de ejercicio físico en su juventud-, y adoptaba un punto de vista filosófico ante las tentaciones de la carne. «Bueno, por supuesto solo soy humano como el resto de la gente, y de vez en cuando necesito una mujer -me confió-. ¿Y quién no? Pero, ¿sabes?, lío, cuando necesitas una cosa, muchas veces se te presenta. El resto del tiempo aprendo a vivir sin ello. Si no lo haces… bueno, el sexo es una fuerza destructiva y puede desviarte completamente del camino que has elegido.»Una noche llevé en el coche a Jaime y a Gudrun a una velada de música celta en un bar de las montañas. Encontré un sitio confortable para colocarme en el bar, mientras Jaime cogía su ladrillo y se sentaba directamente delante de la banda rechazando las ofertas de cerveza. Gudrun, entretanto, se movía entre la gente al fondo del bar, bailando al ritmo de la música. Se ignoraron completamente el uno al otro hasta que, en el camino de regreso a casa, mediante diversos magreos en el asiento trasero del coche, Gudrun dejó bien claro cuáles eran sus intenciones.

A la mañana siguiente, mientras Gudrun se fumaba un cigarrillo en la terraza después del desayuno, Jaime se sentó a desayunar con nosotros. «¡Dios, es un auténtico tigre en la cama, tío!», observó. Miré a Ana levantando las cejas. Ya habíamos notado el aire de Gudrun, y a menudo nos habíamos entregado a un placentero debate en voz baja acerca de cuáles eran los signos de pasión absolutamente claros y cuáles eran los fortuitos. Por ejemplo, ¿era frotarse el cuello un signo más claro que mirar con complicidad a tu muesli?

Pero Jaime no era dado a tales sutilezas. «Voy a necesitar un montón de preservativos, tío -anunció-. Ana, cuando vayas al pueblo ¿puedes traerme unos preservativos? Me bastaría con cinco cajas.» Y después añadía con petulancia, reflexionando en voz alta: «¡Dios, qué cuerpo! Es la perfección, tío… ¡eh!, mejor tráeme diez cajas, anda».

Ana y yo fuimos al pueblo al día siguiente. Me acordé de los preservativos, y la relación de nuestros wwoofers floreció, regalándonos Jaime con frecuentes y explícitas descripciones de sus actividades. El arreglo no era lo que se dice romántico. De hecho, Jaime parecía considerarlo fundamentalmente como un recurso práctico para almacenar un poco de sexo, a la manera de los camellos, para el siguiente período de vacas flacas: «Ella sabe, tío, porque yo se lo he dicho, que esto es definitivamente una relación con fecha de caducidad».

Por supuesto resultaba bastante difícil sacar en claro de Gudrun qué es lo que pensaba ella, pero yo en cierto modo me resentía con la frialdad de Jaime. No creía ni por un momento que Gudrun fuese una pobre ingenua que estuviera sufriendo; para empezar, era ella la que había iniciado la relación, y había conseguido hacer comprender a Ana que solo la consideraba como una aventura de vacaciones. Pero me gusta ver un poco de cariño y vulnerabilidad entre los amantes jóvenes y, aparte del hecho de que siempre estábamos tropezándonos con ellos besuqueándose o magreándose, ninguno de los dos parecía evidenciar mucha ternura. Yo quería ver a Jaime atormentado por la pasión. Era por su bien.

Durante la época que conocí a Jaime, me pareció como un zapatero de agua, revoloteando por la superficie del profundo estanque de la vida. Pensaba que necesitaba ser más como esos seres plateados que se alimentan deslizándose por las profundidades del fondo. Desde la superficie del agua no se ve el fondo, sólo el reflejo del cielo. Y ésa es una impresión bastante falsa de la que depender.

Fueran cuales fuesen mis recelos sobre la vida sentimental de Jaime y de Gudrun, entre los dos formaban un magnífico equipo horticultor. Gudrun parecía comprender perfectamente las aspiraciones hortícolas de Ana y solo con intercambiar unos cuantos sonidos vocálicos durante el desayuno Gudrun sabía exactamente lo que hacer. Jaime, entretanto, estaba ocupado en la construcción de un nuevo camino que bajaría serpenteando desde la casa al huerto a través de un delgadísimo hilo de agua que de vez en cuando se convertía en un riachuelo.

En manos de Gudrun las plantas estaban a salvo, mientras que Jaime diseñó un camino y un pequeño puente de troncos atados de una belleza propia de la religión zen. Jaime era un artista imaginativo; cualquier tarea que emprendía la transformaba en una obra maestra creativa, aunque bien es cierto que no siempre resultaba esto totalmente práctico. Una vez se rompió el pestillo de la puerta de la calle y él se ofreció a cambiarlo. Después de pasarnos tres días con la casa abierta y vulnerable a los elementos y a los voraces animales, fuimos obsequiados con uno de los pestillos de forma más hermosa y de mejor ingeniería que jamás han adornado una puerta principal. Incluso ahora me da remordimiento usarlo con demasiada brusquedad, como si en cualquier momento fuera a ser reclamado al lugar que se merece en un museo.

Algunas veces Jaime comía con nosotros, pero normalmente se hacía él la comida. No era un cocinero extraordinario pero, insistía, sabía exactamente la ingesta diaria de calorías que necesitaba para mantenerse en buena forma. A principios de semana preparaba una gran olla de una bazofia de verduras que confeccionaba con prácticamente todo aquello a lo que podía echar mano. Todos los días la recalentaba y se servía dos cucharones para cenar. Calculaba la cantidad para que le durara toda la semana, y de esta forma solo tenía que guisar un día.

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