Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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– Bueno, ciertamente no soy un principiante -le aseguré-. Dese cuenta de que llevo casi treinta años tocando.

– Entonces, ¿qué es lo que es usted…? -preguntó Nacho.

Una especie de modestia, casi seguramente fuera de lugar, me hizo dudar sobre si apuntarme a la clase avanzada.

– Supongo que lo mejor es que vaya a la clase intermedia -dije con falsa modestia.

– Muy bien -dijo Nacho-. Mañana a las diez. Estará arriba con Emilio.

Me fui algo vacilante al piso que se me había asignado y, sentado en una silla en la gélida cocina, empecé a practicar para mi primer encuentro con Emilio. En la otra habitación se oía al payaso alemán, Horst, que se había apuntado a la clase de principiantes. Horst estaba logrando un agradable y fluido sonido con su guitarra, y su trémolo era exquisitamente suave.

Comencé haciendo unos ejercicios de pulgar que llevaba años sin practicar, y pronto me di cuenta de lo perezoso que se había hecho este dedo. A continuación me puse a hacer unos cuantos rasgueados agotadores, lanzando con fuerza cada uno de mis cuatro dedos por todas las cuerdas, asegurándome de que el dedo meñique y el anular las pulsaran con la misma fuerza que sus hermanos mayores.

Hacía cada vez más frío. Después de una hora empecé a sentir un desagradable dolor en los pequeños músculos de la parte superior de mi dedo anular, un dolor persistente.

– Horst -llamé-. Vámonos de aquí, a ver si encontramos algo para comer…

Horst, que por momentos iba congelándose y tocando de modo más aletargado, salió entumecido de su habitación. Intercambiamos cumplidos sobre nuestra manera de tocar y salimos a la noche helada para recorrer el barrio del Albaizín en busca de sustento.

Horst era lo que los españoles llaman un pesado, y se parecía bastante a los payasos que yo había conocido en el circo. Aun así, una vez que encontramos un restaurante y tuvimos una botella de vino tinto en la mesa, ambos nos relajamos y pronto me encontraba riendo a carcajadas de sus chistes escatológicos de estilo teutónico.

Sin embargo aquella noche me asaltaron extraños sueños en los que aparecían Emilio y los estudiantes de la clase intermedia. En el camino de vuelta a casa después de cenar nos habíamos encontrado con un grupo de ellos. Eran norteamericanos, aparte de un tipo jovial procedente de algún lugar de las ciénagas de los Países Bajos con el curioso nombre de Ale-Jan van Donk. Entre los americanos había una pareja de californianos llamados Brent y Kirk, y un hombre muy alto llamado Elin, con aspecto un poco como de brujo con su largo abrigo de estilo capa y su melena de brillante cabello negro. En mi sueño su aspecto era aún más extraño, con largos dedos blancos coronados por uñas de plástico y un pulgar curvado hacia atrás -de hecho, una deformidad no del todo inusual en los guitarristas de flamenco. Lleno de fanática energía, el Elin de mi sueño golpeteaba sus rasgueados con aquellas poderosas uñas de plástico, produciendo un sonido como de ametralladora.

En el sueño mi propia manera de tocar era extrañamente triste. Me temo que el término técnico utilizado para describirla podría ser «geriátrica».

Abrí la puerta de la clase con un cierto recelo. Los californianos ya estaban tocando, y cuando entré y les pregunté si era ésa la clase de Emilio adoptaron una expresión afectadamente impasible. «Sí», dijeron al unísono, y volvieron a su práctica de la guitarra, tocando de modo nítido y elegante y marcando perfectamente el compás, con el ritmo y los acentos en todos los momentos adecuados.

Ale-Jan entró unos minutos después, me sonrió, miró algo desconcertado a los californianos y levantó una ceja. Y entonces, lleno de energía, entró por fin Emilio, el gran maestro. Un gitano fibroso con gafas de concha, largo cabello ralo, ojos como dardos y lo que parecía una sonrisa cruel, tras mirarnos brevemente, dio una palmada para hacer callar las guitarras. «¡Venga! Alegrías. Todos las sabéis tocar. ¡Andando!»Y se lanzaron a tocar, o al menos eso hicieron Brent y Kirk, entregándose a una vertiginosa pieza en s taccato. Alelan y yo rasgueamos torpemente nuestros instrumentos. Yo no tenía ni idea de cómo tocar Alegrías, e incluso si la hubiera tenido habría sido totalmente incapaz de tocarlas así.

Discretamente, volví a meter mi guitarra en su estuche y me escabullí cobardemente por la puerta antes de que hubiera finalizado la pieza. Bajé despacio las escaleras y entré sigilosamente en la cueva donde Nacho estaba sometiendo a los principiantes a un ejercicio de alzapúa -una técnica consistente en la pulsación de la cuerda hacia arriba y hacia abajo con el pulgar. Levantó los ojos para mirar al alumno con treinta años de experiencia de guitarra flamenca y, con una sonrisa de sorna pero amigable, detuvo la clase. «¡Bienvenido, maestro!», me dijo a modo de saludo.

Yo quería hacerme invisible en algún rincón, pero eso resultaba imposible. La cueva donde practicaban los principiantes se utilizaba para clases de baile, y las paredes estaban recubiertas de espejos. Esto hizo que mi entrada humillante lo fuera más aún: no solo veía yo cómo me miraban todos esos humildes principiantes, sino que también me veía a mí mismo viéndoles cómo me veían a mí, como si fuera una repetición simultánea.

Sin embargo, me senté en mi sitio y unos minutos más larde me consolé al ver entrar a hurtadillas a Ale-Jan. Yo no era el único con pretensiones.

Los días de prácticas fueron transcurriendo mientras los principiantes nos esforzábamos por seguir las instrucciones de Nacho y tratar de distinguir el sonido de su guitarra entre el que producían las nuestras. Esto no resultaba fácil, puesto que todos parecíamos tocar con una ligera falta de sincronización y, mientras Nacho explicaba algún matiz más sutil, siempre parecía haber algún imbécil practicando a todo volumen el trozo que acabábamos de aprender.

En cualquier caso, cuando tocábamos al unísono de modo un tanto descuidado la totalidad de una pieza que estábamos aprendiendo, parecíamos ser en realidad bastante buenos -ilusión que se hacía añicos cada vez que Nacho nos señalaba a uno de nosotros para que tocáramos solos y resultaba que en realidad la mayoría no teníamos ni idea.

El principiante con aspecto más seguro de sí era un francés llamado Jean-Paul, que se presentaba a sí mismo como músico profesional. Sin embargo, se negaba en redondo a tocar solo. «Soy una pej-so-ná muy ti-mi-dá -explicó-. Lo sé tocaj pejo nesesito pjacticar antes de poder tocaj con estas personas.» En lugar de depender de su memoria o de la observación, decidió grabar las lecciones en un aparato de muy alta tecnología, para luego estudiarlas con detenimiento a su regreso a Francia. Yo había escuchado su grabación de la primera lección -la de mi entrada en la clase- y era algo horroroso, con la cacofonía multiplicada de tal manera que no podía distinguirse ni una sola frase útil.

Por extraño que parezca, Jean-Paul parecía sentir desprecio por el método flamenco, y detenía la lección una vez tras otra: «Pejo, Nacho, esa es una manera ji-di-cu-lá de produsir ese sonido. Es muy más fa-síl le haser así, ¿non?». Y entonces proponía su inapropiada versión. Y así continuó toda la semana. «¡¿Con cuatjo dedos?! Pejo eso es absolument imposible, nadie puede haser eso con cuatjo dedos - pas du tout. Es mejoj con tres, comme ga…» Nacho demostraba una paciencia admirable, explicando las técnicas una y otra vez, mientras Jean-Paul soltaba un juramento y, encogiendo los hombros a la manera gala, miraba al resto de la clase en busca de apoyo. Pero todos estábamos con Nacho y, en el transcurso de los quince días, la mayor parte de nosotros comenzamos a hacer auténticos progresos.

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