Yo ciertamente pensaba que había mejorado, a pesar de que al tocar superaba el umbral del dolor, ya que el trabajo desacostumbrado me producía un dolor atroz en los pequeños músculos de la parte superior del dedo, y mis uñas, gastadas por un incesante tocar, comenzaron a romperse.
Al final del curso, de hecho tuve que utilizar pegamento rápido para sujetarme las uñas. Pero había conseguido mi propósito. Era hora de regresar a El Valero para impresionar a las mujeres.
Las siglas WWOOF corresponden a la organización Working Weekends on Organic Farms -Fines de Semana de Trabajo en Granjas Ecológicas. Esta idea comenzó hace alrededor de treinta años con la finalidad de ayudar a abrirse camino a los agricultores ecológicos, necesitados de mucha mano de obra, permitiendo al mismo tiempo que las familias urbanas interesadas por el campo salieran de la ciudad para trabajar al aire libre, cavando y escardando en el barro. La organización se ha expandido y, en la actualidad con el nombre de Willing Workers On Organic Farms (Trabajadores Voluntarios en Granjas Ecológicas), ofrece una red de domicilios poco comunes que visitar casi en cualquier parte del globo. Ésos son los anfitriones wwooj. Los trabajadores voluntarios, llamados wwoofers, son un conjunto de jóvenes y no tan jóvenes peripatéticos dispuestos a cambiar de buena gana un poco de trabajo por alojamiento y comida en un hermoso entorno.
Parte de la finalidad de la organización WWOOF es que los agricultores enseñen a los wwoofers agricultura ecológica, pero la realidad es que a menudo los agricultores aprenden tanto como enseñan. Viajando de granja en granja los wwoofers son un valioso conducto de información para unos granjeros aislados y a menudo poco comunicativos.
El Valero tenía un evidente potencial wwoof: un hermoso cortijo cuyos propietarios no disponían de dinero sobrante para mano de obra. Por eso, en el transcurso de los años hemos dado trabajo a toda una serie de wwoofers, la mayoría de ellos estupendos aunque haya habido de vez en cuando algún holgazán.
Gudrun y Jaime, nuestros wwoofers más recientes, quizá sean los más memorables de todos.
Gudrun era una joven campesina procedente de algún lugar de la zona de cultivo del nabo del noroeste de Berlín, y nos había escrito una agradable y elocuente carta preguntando si podía venir a trabajar como voluntaria a nuestro cortijo durante dos o tres semanas. Entonces, unos días después de recibir nuestra invitación, nos llamó para decir que venía de camino, por lo que fui enviado a recogerla a la parada del autobús.
Se bajaron del autobús aquella tarde alrededor de una docena de personas que pronto se dispersaron por las calles oscuras, pero ninguna de ellas parecía ser Gudrun (aunque no puede decirse que yo tuviera mucha idea del aspecto que tenía).
Y entonces divisé a una mujer larguirucha y rubia con una mochila subiendo despacio por la calle. Fui tras ella a grandes zancadas.
– ¿Eres por casualidad Gudrun? -le pregunté. La chica se volvió un poco y me miró boquiabierta y desconcertada. Nos quedamos mirándonos el uno al otro en la oscuridad creciente. Pasaron unos segundos que se convirtieron casi en un minuto. Dios mío, pensé. Es un tío y no le ha gustado que le confunda con una tal Gudrun.
– ¿Gudrun? -dije otra vez débilmente.
Me siguió mirando unos instantes más.
– Oh -dijo.
– Hola, soy Chris, encantado de conocerte, ¿qué tal el viaje? -dije, dando por supuesto que el «oh» significaba que era de hecho Gudrun.
– Oooh -dijo otra vez con una inflexión ligeramente diferente.
Tal vez sea sorda, pensé, aunque no había mencionado eso en la carta. Le cogí la mochila y me siguió dócilmente hasta el coche.
Durante el camino de vuelta a casa traté por todos los medios de entablar conversación con Gudrun, enunciando todas las palabras con la más precisa de las dicciones. Pero pronto quedó claro que la sordera no era en absoluto el problema. Gudrun no hablaba ni una palabra de español y casi nada de inglés -y yo tenía la leve sospecha de que tal vez ni siquiera en alemán fuese una persona muy comunicativa. Aunque no es que yo pudiera juzgarlo, dado que mi alemán de colegial apenas contaba como forma de comunicación humana. Heute machen wir einen Ausflug, nach Boppard -«Hoy vamos a ir de excursión a Boppard» era todo lo que sabía decir, y no nos servía de mucho.
Al llegar a casa, Gudrun le dirigió una cálida sonrisa a Ana y desapareció en su habitación sin siquiera comer ni beber nada. Ana y yo nos quedamos mirándonos pensativos el uno al otro.
– Puede que mejore -sugirió Ana.
– Pues desde luego eso espero. ¡No va a resultar muy divertido tenerla aquí a menos que lo haga! -dije.
Al día siguiente, después de un desayuno comunal un tanto taciturno, Ana consiguió hacer entender de algún modo a Gudrun que quería que quitara las malas hierbas del huerto. Efectivamente, Gudrun desapareció durante el resto de la mañana y escardó el huerto como un torbellino. Decididamente era una escardadora sensacional. Ana le hizo café y juntas se tomaron una taza mientras fumaban, y de algún modo no verbal indefinible empezaron a establecer un vínculo afectivo.
Tal vez como consecuencia de las insinuaciones de Ana, Gudrun parecía encontrar que yo era un ejemplar gracioso, y se reía disimuladamente cada vez que me acercaba a ella. Yo le sonreía sin comprender y, poco a poco, se estableció algún tipo de relación, con la ayuda de los «Ohs» de Gudrun y gracias a que yo de vez en cuando desempolvaba los planes de viaje a Boppard.
Puede que fuera el lenguaje infantil a que nos veíamos reducidos, pero Gudrun parecía mucho más joven que sus veinticinco años. Era alta y de aspecto demacrado, como el de los adolescentes después de haber dado un estirón rápido, y tenía una espesa melena rubia que le caía a ambos lados de la cara enmarcando una sonrisa sorprendentemente amplia. Poco a poco le fuimos tomando cariño a Gudrun y, a medida que empezó a sentirse más cómoda con nosotros, fue cambiando y animándose un poco, y dirigiéndonos más sonrisas. Así es que Gudrun se quedó, durmiendo en un almacén que había sido convertido en dormitorio, y escardando día tras día.
Jaime era un tipo muy diferente de wwoofe r: un joven español urbano de Madrid. El primer día de su estancia con nosotros se acercó a grandes zancadas a Manolo, que todavía dista mucho de ser moderno y urbano, le estrechó la mano con firmeza y, mirándole directamente a los ojos, le dijo: «Hola, soy Jaime». Manolo miró abatido a Ana en busca de ayuda.
Jaime era igualmente directo con el resto de nosotros, dirigiéndose coloquialmente a cualquiera con quien se encontraba en su propio idioma. Hablaba inglés perfectamente y con un acento trasatlántico que había adquirido de una sucesión de novias angloparlantes procedentes de una larga serie de lugares, desde Goa hasta el Condado de Marin en California. Siempre estaba ampliando su vocabulario, haciéndonos preguntas que ponían seriamente a prueba nuestros conocimientos de nuestro propio idioma. Su principal defecto era que no soportaba equivocarse -y muy especialmente el que alguien demostrara que se había equivocado, sobre todo si este alguien era una mujer.
Un día Ana y Jaime estaban mirando la caseta del perro, que es de una especie de color rojo parduzco indefinido.
– Dime, Ana -comenzó a decir Jaime-. ¿Qué color es ése en inglés? En español es granate.
– Bueno, pues es una especie de marrón rojizo, en realidad no es ningún color en especial -respondió.
– Sí, sí, pero ¿cuál es el nombre del color?
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