– Buenas, Juan, súbete, te libraré de un trecho.
– Gracias, Cristóbal. Órgiva lejos. Juan viejo. Piernas mal.
– ¿Y qué te lleva a ir al pueblo una mañana tan bonita, Juan?
– Llevarme tú, Cristóbal, en tu coche. Mú grande, mú rápido.
– No, quiero decir que por qué vas.
– Ver médico. Juan estar malo.
– ¿Qué te pasa?
– Doler manos. No trabajar bien -dijo mostrándome sus enormes manos agrietadas-. Demasiao trabajo, agua fría. Piernas también mal.
Y así continuamos. Aunque siga viviendo cerca de Juan durante el resto de mi vida, nunca se dirigirá a mí de ningún otro modo. Pero lo hace con buena intención: es un lenguaje ideado para ser lo más considerado posible con un simplón en lingüística. Juan se las arregla para hablar casi sin recurrir en absoluto a los verbos y, en las raras ocasiones en que no queda más remedio, utiliza solo el infinitivo. Los sustantivos siempre son sencillos y nunca utiliza el artículo, ya sea determinado o indeterminado.
Esta manera de hablar puede que exija poco esfuerzo, pero a la vez resulta seriamente restrictiva. No se puede profundizar mucho en temas abstractos sin utilizar verbos.
Una noche de otoño entró un tejón en el huerto y nos lo arrasó. Me fui al otro lado del río a contarle mis desgracias a Joop.
– El hombre a quien tienes que preguntar -me dijo inmediatamente- es Juan Díaz. Sabe todo lo necesario sobre los tejones.
Así pues, me fui a hablar con Juan sobre el problema del tejón. Chloë, que va al colegio con una nieta de Juan, se vino conmigo por hacer algo.
Nos encontramos a Juan arrancando los pequeños nogales que habían nacido de semilla por todos sus bancales. Se enderezó, se sacudió un poco la suciedad de las manos y le dio a Chloë una cariñosa palmadita.
– ¡Hola, guapísima! -le dijo a modo de saludo.
A continuación se volvió hacia mí con una sonrisa de concentración en los labios.
– Arbol grande. Hijos chiquitillos. Árboles un día también grandes -dijo señalando los árboles jóvenes-. Tú plantar en El Valero. Ahora chicos, un día bosque de nogales.
Y, en un aparte, le preguntó a Chloë: «¿Tú crees que tu madre querría alguno? A ella se le dan muy bien los árboles».
Al igual que muchos de nuestros vecinos, Juan hace una distinción entre Chloë, nacida y criada en Las Alpujarras, y unos absolutos extraños como nosotros. Por supuesto el acento de Chloë contribuye a ello -habla español con el leve ceceo y las pocas consonantes que son propios de estos lugares, salpicándolo de modismos juveniles. Ana y yo nunca podríamos esperar ponernos a su altura.
– Eres muy amable -interrumpí a pesar de todo-. A Ana le encantan los nogales. Pero, Juan, hemos venido a verte esta tarde tan magnífica porque tenemos un problema con un tejón, bueno, al menos creo que eso es lo que es. Se nos está comiendo las hortalizas. Joop dice que entiendes mucho de tejones. Así es que, ¿tienes alguna idea de lo que podemos hacer para que éste no se nos meta en el huerto?
– Tejón mú malo. Cable de embrague moto… -dijo Juan dibujando un círculo en el aire y haciendo como que lo apretaba.
– ¿Cómo?
– Cable de embrague moto. Mú bueno. Con embrague moto matarlo bien muerto.
– Tiene que hacer falta algo más que eso, ¿no? ¿No te habrás olvidado de explicar algo? -le pregunté con un poco de pedantería.
– Es un cepo, papá -dijo Chloë entre dientes-. El tejón se mete corriendo y se queda atrapado, a veces incluso muere estrangulado.
Y mientras decía esto me clavó los ojos con la más severa de sus expresiones. Chloë y Ana comparten las mismas opiniones estrictas sobre la moralidad de los cepos, aunque en deferencia a Juan mi hija estaba intentando callárselas.
– Chloë tener razón -añadió Juan sonriendo sin darse cuenta de esto. Luego, como si se hubieran confirmado todos sus temores en cuanto a tener que comunicarse con la escoria intelectual de Europa, continuó con su explicación mediante gestos y articulando para que yo pudiera leerle los labios-. Averiguar de dónde venir tejón. Mismo sitio siempre. Cable embrague en mita del camino, venir tejón, meter pescuezo por lazo… ¡pillao! ¡Zas! ¡Muerto! Fácil, ¿no?
– Sí -respondí-. ¿Pero por qué necesitas un cable de embrague?
Juan me miró con la expresión que utiliza la gente cuando decide volver a empezar a explicar laboriosamente algo desde el principio.
– Papá quiere saber por qué eliges un cable de embrague en vez de cualquier otra cosa -ceceó Chloë lanzándose a mi rescate.
– Porque hay un montón de ellos por la carretera muertos de risa junto al taller de motos de Daniel y sirven igual que cualquier otra cosa -le confió Juan.
Así es que ése era el modo de afrontar el problema del tejón, clara y escuetamente explicado. Sin embargo, aún quedaba un asunto insignificante por resolver.
– ¿Chloë? -le pregunté mientras atravesábamos a saltos el vado del río de regreso a casa-. ¿Sabes cómo se dice «snare » en español?
Chloë hizo una mueca.
– No, no lo sé, ni creo que quiera saberlo tampoco. Son unas cosas horrendas, papá, y hacen daño de verdad a los animales. No deberíamos utilizar nada así en El Valero -anunció, tras lo cual siguió chupando pensativamente el caramelo que Juan se había sacado clandestinamente del bolsillo del mono.
Aunque quiero pensar que mi vocabulario español ya ha aumentado lo suficiente para ajustarse a la mayor parte de las necesidades de la vida en Las Alpujarras, he descubierto que a cada momento me topo con… bien, con una snare -una trampa.
Los animales, en particular, suponen un mar de incertidumbres. «Comadreja», «garduña», «jineta», «gato clavo», «hurón», son todos ellos nombres de animales que existen en un ámbito de identidades inciertas, y que a menudo se distinguen solo por el tamaño del agujero por el que pueden pasar para llevársete las gallinas. Estoy seguro de que existen confusiones parecidas con sus equivalentes en inglés.
Después, si bajas otro escalón en la escala de animales amenazadores llegas al todavía más interesante territorio lingüístico de los «bichos». Pues bien, «bicho» es una de mis palabras españolas favoritas. En general se refiere a una categoría de animales aproximadamente del tamaño de los insectos (como cuando se dice, por ejemplo, «en esta cama hay bichos y me están comiendo vivo»), pero su significado a veces abarca también otros seres pequeños que no son insectos, como por ejemplo los roedores y, en circunstancias excepcionales, sus fronteras semánticas pueden incluso abarcar un gato o hasta un perro. A pesar de mi categoría de extranjero y de tener un terriblemente imperfecto dominio del idioma, hasta he conseguido incluir en este campo semántico animales del tamaño de una vaca y un caballo, y añadiendo el sufijo -acó he logrado que la palabra suene a algo temible e incluso amenazador. «¡Vaya bicharraco!», exclamo en algunas ocasiones.
Sin embargo, todo esto son unos inconvenientes lingüísticos de poca importancia comparados con el campo de minas que constituye el escribir una carta o una nota.
Cuando vives durante toda tu vida en el mismo país donde has nacido, no es probable que el problema de escribir notas a los conductores de autobuses escolares te ponga demasiado a prueba. Naturalmente, es posible que tengas que hacerlo, pero seguramente las podrás escribir de corrido y sin tener que pensarlo mucho:
A quien corresponda:
Mi hija Chloë no volverá en el autobús esta tarde porque va a quedarse en el pueblo para llevar a cabo actividades extraescolares. Gracias por su colaboración.
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