– Hola -dijo Ana, que no es una persona a quien pille por sorpresa un acontecimiento de este tipo-. ¿Así que quieres venir a casa conmigo?
El loro se colocó más cerca de su cabeza y le picoteó la oreja de un modo que ella consideró amistoso.
– Bien, pues no sería mala cosa tener nuestro propio loro, pero vamos a ver primero si Antonia sabe algo sobre ti -sugirió Ana.
Antonia era la persona más indicada a quien preguntar sobre loros porque durante los dos últimos años había estado cuidando de Yacko, el loro gris africano de su familia holandesa. Yacko es viejísimo y, como consecuencia de haber adquirido el vicio de picotearse las plumas, tiene el aspecto de un pequeño pavo desplumado, con un pico enorme y una pluma de color escarlata saliéndole del trasero. Desde que se vino al sur se ha pasado la mayor parte del tiempo escondido detrás de la nevera, desde donde contempla con resentimiento una delgada franja de paisaje alpujarreño, añorando sin duda los pólderes, los tulipanes y los cielos grises de su tierra.
Cuando llegó Ana con un loro extraviado en el hombro, Yacko no pudo evitar asomar un poco el pico desde su rincón de detrás de la nevera para echar una ojeada. Tras emitir un graznido de mil demonios se escabulló hacia atrás, quedándose atascado entre las tuberías. Yacko también hace esto con las personas, aunque de modo menos dramático, como si fuera una ancianita chismosa retirándose tras los visillos de su casa. Sin embargo, más tarde me pregunté si es que Yacko no habría notado entonces algún defecto de personalidad profundo e irremediable en el loro que le había llovido del cielo a Ana.
Antonia no había oído nada sobre un animal de compañía perdido, pero prometió hacer correr la voz por el valle y en el pueblo. Entretanto, llenó a Ana de semillas y consejos útiles para la alimentación y cuidado general del ave. Al loro pareció gustarle la idea de irse a casa con Ana, aferrándose a su hombro mientras ésta subía al asiento delantero y ponía en marcha el motor. Entonces, mientras el coche avanzaba dando tumbos por el valle hacia El Valero, se colocó con delicadeza en el respaldo del asiento del pasajero como para pasar revista a su nuevo hogar.
Durante los quince días siguientes nos dedicamos a preguntar si alguien había perdido un loro. Nadie sabía nada y la opinión general en la comarca era que lo había enviado la providencia. A nosotros eso nos venía bien, pues siempre habíamos querido un loro pero no estábamos dispuestos a apoyar un comercio cuestionable comprando uno en una pajarería.
Domingo, siempre al tanto de todo, sugirió que nuestro loro podía haberse escapado del parque ornitológico Loro Sexi (nombrado, por extraño que parezca, en honor de un almirante fenicio) de la costa. Otra atractiva teoría provenía de Rachel, que se dedica a confeccionar exquisitas joyas en su cortijo de las cercanías de Órgiva.
– Entonces fuisteis vosotros los que os quedasteis con el loro -dijo con un inconfundible tono acusador.
– ¿Qué diantres quieres decir con eso? -le pregunté.
– Pues que si deseas con fuerza suficiente tener un loro y tu energía es la correcta, te llegará un loro. Yo quería uno, ¿comprendes? Sentía que era el momento adecuado para tener un loro, por lo que construí una gran jaula y le dejé la puerta abierta, y entonces comencé a tratar de reunir la energía necesaria para que viniera un loro…
– Rachel, me parece que estás completamente chiflada.
– No, espera, el viernes pasado estaba dando un paseo, el mismo día que encontrasteis vuestro loro, ¿vale? Bueno, pues estaba caminando por el cauce del río, concentrándome en el tipo específico de loro que quería que apareciese. De repente sopló una ráfaga de viento y apareció una nube de polvo a mis pies. Por supuesto, pensé que era mi loro, pero cuando me agaché para cogerlo era un pájaro muerto, tan pequeño como un guijarro. De modo que, ¿lo ves?, parece ser que vosotros conseguisteis el loro y yo el pájaro muerto… siempre me pasa lo mismo…
– Mira, Rachel, lo siento, no fue nuestra intención quitarte el loro, pero no creo que haya ya ninguna posibilidad de trasladarlo. Se ha pegado a Ana de una manera tremenda.
– No, no, por supuesto. Disfrutad de vuestro loro. Yo seguiré trabajando con la energía y, quién sabe, tal vez la próxima vez tendré mejor suerte.
En realidad nuestro loro resultó no ser en absoluto un loro, sino un perico monje y, en la opinión de todo el mundo, un macho. Establecer el sexo de un loro no es un asunto fácil, a menos que dé la casualidad de que seas un loro, o tengas acceso a la prueba del ADN, o descubras a tu loro empollando un huevo. En cambio, establecer las diferencias entre un perico y un loro es fácil. Los pericos son de tamaño bastante más pequeño, a medio camino entre un periquito y un guacamayo. Nuestro ejemplar es de color verde luminiscente con panza gris, un gran pico anaranjado y las puntas de las alas y de la cola de un precioso color azul.
Al principio le llamamos Lorca, pero el nombre del gran poeta le venía grande y pesado -simplemente parecía demasiado noble para nuestro pequeño intruso plumoso. Después, un día a la hora de comer, Ana se encontraba mirando al perico picotear un trozo de jamón del plato de Chloë. Ana sujetó en el aire otro pedazo. «Aquí, Porca», le llamó. A esto sucedió un aleteo mientras nuestro loro hacía suyos su golosina y su nombre.
Porca se sintió en su casa desde el mismo momento en que llegó. Inspeccionó a todos los perros y gatos desde la eminencia del hombro de Ana o lo alto de su cabeza, e hizo balance de su nuevo reino y sus súbditos. En cuestión de unos días había conseguido someter los elementos más revoltosos y establecer una jerarquía, en cuya cúspide se encontraba él, como una especie de segundo de a bordo de Ana. Por debajo de ellos venía un orden amorfo de diferentes perros y gatos, así como Chloë y, por último, aproximadamente en el puesto número once o doce, yo.
Resulta de lo más humillante, pero cualquier intento que hago por ser ascendido se ve firmemente rebatido. Si trato de mimarlo, por ejemplo ofreciéndole un pedazo de cáscara de plátano (que Porca parece preferir a la fruta), lo picotea durante unos momentos y después muestra su desprecio por mi intento de congraciarme con él propinándome un fuerte picotazo en el dedo.
Porca vive en libertad, y el territorio que ha elegido es el cuarto de baño, donde se pasa toda la noche posado en los grifos de la ducha, que Ana ha cubierto indulgentemente con unos cartones de rollos de papel higiénico gastados para que el loro se encuentre más cómodo. Desde allí el animal lanza feroces ataques sobre cualquiera que entre por alguna razón en el cuarto de baño.
Porca es muy especial con la presencia, no solo de huéspedes, sino también de objetos en su cuarto de baño. Más que nada, detesta la presencia del vaso de dientes de plástico azul sobre la funda de la lavadora, por lo que yo a veces, para resarcirme, lo coloco cuidadosamente en ese mismo sitio. Nunca deja de enrabiarle. Enfurecido, se lanza desde su grifo sobre el vaso culpable, tratando de empujarlo hacia el retrete abierto para marcarse el anhelado tanto y ver flotar el odiado objeto en las aguas de su interior. Se le puede atormentar aún más llenando el vaso de agua para que no pueda moverlo, o cerrando la tapa del retrete. Éstas son mis pequeñas venganzas contra mi rival.
Durante el día Porca se mueve por todos lados, revoloteando por la parte superior de los postigos, las encimeras, los hombros y las cabezas de las personas y, cuando hace buen tiempo, por todo el cortijo. Su habilidad en el vuelo es algo digno de ser visto, especialmente en la casa, donde se ve obligado a tomar curvas cerradas, ascender de improviso y cambiar rápidamente de dirección para esquivar los obstáculos que encuentra en su camino -puertas inesperadamente cerradas, o perros y gatos con intenciones no del todo favorables para su bienestar.
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