Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Finalmente se le escapó a Xernon de los labios la sonrisa de superioridad que le había estado rondando por ellos, extendiéndose por toda su cara como un sarpullido.

– No exactamente flamenco -comentó.

El amor en el Monreal estaba bien y era algo que imprimía carácter, pero de lo que realmente me había enamorado yo era de España. Y habiéndolo hecho, lo que de verdad quería ser era español, o lo que entonces imaginaba que suponía serlo: tener la piel morena y los ojos negros, una mano diestra con una navaja afilada y una naranja, ser un guitarrista natural y un donjuán.

A medida que fueron pasando los meses, me di cuenta de que no iba a dar la talla. La nariz se me puso de color rojo cangrejo; tendía más a la reflexión que a la excitabilidad; era -reconozcámoslo- un pésimo guitarrista; y mis aptitudes como seductor se veían entorpecidas por una tendencia a la parálisis mental cuando me encontraba frente a frente con el objeto de mis sentimientos. Aparte de eso, me había gastado todo el dinero. Sevilla estaba tocando a su fin para mí.

A medida que fue intensificándose el calor del verano, lomé un coche de caballos para ir a la estación y subí a un tren nocturno lleno de soldados. El tren me llevó a Barcelona y desde allí fui haciendo autostop hasta París, donde toqué la guitarra en el metro para reponer fondos. En la estación de Étoile había un largo corredor alicatado y allí me coloqué. La acústica era excepcional, haciendo que el suave rasgueado de una guitarra española sonara como la música de toda una orquesta y, entre otras cosas, toqué «Romanza». Era una manera de borrar mi humillación, y quería creer que la parte central estaba empezando a quedarme bastante bien. La gente se paraba a puñados para escuchar, pareciendo quedarse pensativa y algo melancólica antes de echar una moneda de alto valor en mi sombrero.

Resultó que estaban poniendo Los Juegos prohibidos en el cine Étoile, con la sala abarrotada todos los días. Estaba de suerte. En poco tiempo reuní el dinero suficiente para sacarme un billete de vuelta a Inglaterra.

De nuevo bajo los cielos boreales, mis ambiciones guitarrísticas fueron poco a poco siendo sustituidas por unas pasiones nuevas y bastante contradictorias: la agricultura y los viajes. Mi temporada en Sevilla había hecho que me aficionara a la idea de lanzarme a mares desconocidos, mientras que una breve estancia en una granja de ovejas en las Montañas Negras de Gales y un trabajo en una granja de Sussex me hicieron entrever una trayectoria profesional sin traje ni corbata. Durante los veinte años siguientes me dediqué más que nada a la ganadería, pasando algún que otro período ayudando a documentar guías de viajes. La guitarra reaparecería solo de manera ocasional en mi vida -un invierno tuve un trabajo los sábados por la noche en un restaurante ruso de Fulham tocando la guitarra- pero tuvieron que pasar casi veinte años antes de que me encontrara de vuelta en España con tiempo suficiente para probar suerte de nuevo con el flamenco.

Vida literaria

Un par de días después de que Ley volviera a atravesar cautelosamente nuestro puente de regreso a Inglaterra, recibí otra llamada telefónica de Londres. Esta vez era mi editora, Nat, que me llamaba para decirme que me habían invitado a participar en el Festival Literario de Hay. Luego pasó a enumerar las ventajas que suponía para un escritor aparecer en este encuentro de gentes del libro en Gales, lo que hizo que mi mente comenzara a divagar, recordando la vez que me había quedado en aquella granja de las Montañas Negras y había aprendido a esquilar ovejas.

«Claro que iré si ellos quieren -dije enseguida con entusiasmo-. El paisaje de los alrededores de Hay es de lo más bonito, y podría ir a ver a unos viejos amigos.» Nat pareció aliviada y siguió hablando como si tal cosa sobre lo agradable que sería pasar unos días en aquel lugar; ella y Mark, su media naranja y otra mitad de mi editorial, irían en coche y me encontrarían allí. Luego, a modo de despedida, añadió que no debía preocuparme en absoluto por tener que leer o discutir mi libro: «Sé simplemente tú mismo -dijo- y todo irá bien».

Fue entonces cuando se evaporaron las imágenes nostálgicas de la esquila y me di cuenta de que iba a tener que dirigirme a un público literario. Me volví hacia Ana y Chloë; ¿tal vez ellas podrían venir también? Pero no, faltaba demasiado poco tiempo y los animales y el colegio se lo impedían. De este modo, dos semanas más tarde, arrastrando un extraño surtido de libros en una bolsa de cuero (al menos tenía que aparentar ser un lector), entré con aprensión en el área de recepción de la oficina del Festival de Flay-on-Wye.

Una fina llovizna rellenaba los charcos que se habían formado en el centro del patio del festival, mientras los aficionados a las letras se dirigían por unos tablones de madera resbaladizos a las diferentes carpas que hacían las veces de auditorio. Fue fácil localizar a Nat y a Mark, chapoteando en los charcos con su niño cerca de la puerta del aula de una escuela primaria transformada durante una semana en una sala de recepción para los autores. Me uní a ellos justo al mismo tiempo que se nos cruzaba un pequeño grupo de personas, algunas de las cuales volvieron la cabeza.

– Creo que ése es Vikram Seth -dijo Nat-. Va a hablar en la carpa de al lado de la tuya, al mismo tiempo desgraciadamente, así es que todos nos lo vamos a perder. Me volví para ver desaparecer a uno de mis autores favoritos por la entrada de otra carpa, al mismo tiempo que dos mujeres envueltas en chubasqueros señalaban en mi dirección mientras decían en un fuerte y emocionado cuchicheo: «¡Es él, estoy segura!». Esto era realmente emocionante. Me enderecé y les devolví la sonrisa mientras alguien me tomaba ligeramente del brazo para que me apartara un poco. «Gracias», murmuró Bill Bryson al pasar… ¡Bill Bryson!

No creo que necesite tratar de esclarecer la imagen borrosa que tengo de lo que sucedió luego, excepto decir que un compasivo organizador del festival me hizo pasar por la puerta del aula de la escuela primaria, me sirvió un poco de vino y me presentó a los demás miembros del panel, Monty Don, el autor de libros de jardinería, y Adam Nicolson, escritor y columnista de periódico. Recuerdo no haber hecho mucho más que sonreír y tragar saliva, con los ojos fijos en una araña de cartón que se balanceaba a un lado de la cabeza de Adam, pintada, al parecer, por «Megan, edad 6 años». Antes de que pudiera pedir otro vaso, el amable organizador nos hizo salir a todos de nuevo a la lluvia del patio para conducirnos a un estrado. Mis editores y su niño me sonrieron lánguidamente desde sus asientos junto a la puerta de la carpa. Era el tipo de sonrisa que utilizarías para animar a un familiar que se encontrara en el banquillo de los acusados.

Adam comenzó a hablar y a leer fragmentos de su libro. No creo haber deseado nunca antes que alguien fuera prolijo -y el escritor no me hizo ese favor. Fue conciso y divertido y, todo hay que decirlo, literario. Me limpié la suciedad de las uñas y me puse a esperar a ser denunciado vergonzosamente, a que alguien se pusiera de pie por la parte de atrás y dijera: «Ese hombre no es un autor, es un esquilador de ovejas». En lugar de ello Monty Don dio comienzo a la más delicada de las presentaciones y me pidió que leyera un fragmento que había señalado previamente. Era una descripción de mi primera expedición de esquila en Las Alpujarras, en la que había tenido que enfrentarme al escepticismo de los pastores locales ante la utilización de unas tijeras eléctricas y hacerlos callar.

Dirigí la vista a la página y de pronto me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo leerla. No era que mis habilidades literarias me hubiesen abandonado, sino que simplemente no tenía la menor idea de cómo debían sonar en inglés las voces de los diferentes pastores bromeando unos con otros. En aquella ocasión todos habíamos hablado en andaluz alpujarreño, y en el libro yo había soslayado el problema de los acentos regionales reflejando su gramática peculiar y dejando sus acentos a la imaginación. Monty me miró, Adam me miró. La lluvia golpeaba pacientemente el techo de la carpa como si también estuviera esperando. Elegí un acento, más o menos al azar, y me puse en manos del público de la sala.

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