Y así transcurrió un feliz verano. Me imagino que si hubiera seguido allí y hubiera practicado mucho aquellos redobles, podría haberme convertido en un tambor de circo bastante bueno y tal vez me habría labrado con ello un futuro. Pero había llegado el momento de marcharse y probar algo diferente. En Carlisle nos instalamos en un parque entre el castillo y el río, y el sol lució durante toda la semana. Una mañana me fui de compras al centro con mi sueldo semanal de veinte libras esterlinas agujereándome el bolsillo, y entré en una tienda de discos para echar una ojeada a los estantes. Finalmente me decidí por un álbum de flamenco.
No recuerdo qué fue lo que empujó suavemente mi destino de esta manera tan curiosa; yo nunca había oído música de flamenco ni sabía nada de España. Pero aquella tarde, de vuelta a mi cuchitril en el remolque destinado a alojamiento, saqué mi pequeño tocadiscos de pilas, me tumbé en mi colchón de goma-espuma y comencé a escuchar mi nuevo disco. La guitarra era sencillamente cautivadora. No tenía ni idea de que se pudiesen hacer cosas así con una guitarra, ni por supuesto que los dedos pudieran moverse tan aprisa. No estaba totalmente seguro acerca de la música, pero la técnica -esos rápidos punteados, los profundos acordes oscuros y los golpeteos y rasgueados semejantes a un ruido de ametralladora- me dejó sin respiración.
De repente mi pequeño repertorio de canciones de Dylan y Donovan me pareció lastimoso. Iba a tener que ir a Sevilla para convertirme en un guitarrista de verdad.
No sabía nada sobre España más allá de aquel disco de flamenco. Por supuesto no hablaba español, pero la idea de aprender a tocar la guitarra española se convirtió en una obsesión, casi tanto como mi primer affaire con el instrumento cuando estaba en el colegio. Así, tras despedirme de la gente del circo, me fui a Francia para trabajar en la vendimia y reunir dinero para una estancia en Andalucía. Desde Burdeos me dirigí a Valencia para recoger naranjas, en donde por fin cogí el autobús de Sevilla que por aquel entonces tardaba doce horas en llegar.
Coloqué mi guitarra en la rejilla y me acomodé en el asiento con una bolsa de bandolera llena de naranjas. Cuando el autobús tomó rumbo hacia el oeste, los últimos rayos del sol poniente se tiñeron de rojo, convirtiendo en siluetas al conductor y los pasajeros. Miré maravillado las palmeras y las alineaciones de secas colinas. Nunca antes había estado tan al sur. Pero a medida que oscurecía y que mi reflejo en la ventanilla iba haciendo desaparecer el paisaje, me sumí en el nebuloso estupor que provoca un largo viaje en autobús, soñando en lo que me esperaba en Sevilla.
Por aquellos días los autobuses españoles eran diferentes: traqueteaban y escupían humo y podías abrir las ventanillas, aunque esto no es algo que hubieras querido hacer en una noche como aquella. Hacía frío fuera del autobús, y el paisaje a lo lejos parecía un tanto amenazador a medida que subíamos hacia el interior en dirección a Granada. El autobús se convirtió en mi mundo, y empezó a aterrarme la idea de salir de él. Pero el viejo y decrépito autobús siguió avanzando ruidosamente a través de la oscuridad de la noche, hasta que por fin giramos para seguir el valle del Guadalquivir y apareció en el horizonte una constelación de luces. «Sevilla», gruñó el viejo sentado a mi lado mientras se abría ante nosotros una vista de la gran ciudad de talleres industriales y suburbios.
Había deseado durante meses llegar a esta ciudad, pero ahora que se encontraba ante mí habría dado mucho por estar en alguna otra parte. Sin embargo, por fin dejamos atrás los barrios del extrarradio y, avanzando cansinamente por una ancha avenida alineada de palmeras y jardines con fuentes de piedra adornando las intersecciones, atravesamos finalmente el arco de piedra de la estación de autobuses de Sevilla. Salí precipitadamente del autobús y mientras me quedaba de pie junto a éste preguntándome qué hacer y adonde ir, un viejo se me aproximó tímidamente y me susurró de modo conspirador: «Hotel, muy barato». Le seguí, sobre todo porque me había cogido la bolsa.
Resollando, mi guía atravesó a toda prisa un parque, antes de introducirse por un estrecho callejón adoquinado. El aire era una mezcla embriagadora de olor a jazmín y a orines, y una nube de polillas blancas revoloteaba alrededor de una farola. El eco de nuestras pisadas resonaba por las callejuelas mientras dábamos vueltas y vueltas por un laberinto, hasta que llegamos a una pequeñísima plaza en una de cuyas esquinas se levantaba una estrecha casa de tres plantas.
Entramos a oscuras. Un hombre gordo con gafas de sol y traje gris surgió de pronto de la penumbra: «125 pesetas la noche, o 175 en pensión completa, con agua fría solamente».
El precio me pareció más o menos apropiado por lo que, agarrando mis maletas, con mi viejo guía resollando y el gordo jadeando detrás, subí las escaleras hasta la azotea, donde se encontraba mi habitación, que consistía en una caja enjalbegada de ladrillos con dos camas, una silla y un par de alcayatas en la puerta.
Me dejé caer en la cama, que crujió bajo mi peso, y me puse a mirar feliz la bombilla desnuda. Por fin estaba aquí, instalado en Sevilla. Mañana por la mañana saldría a ver la ciudad.
Estaba demasiado excitado para dormir mucho, pero en algún momento debí quedarme dormido ya que por la mañana penetró en mis sueños el ruido de unos pesados postes de acero cayendo sobre un suelo de piedra. Un ventanuco enrejado daba luz a mi habitación, proyectando una pequeña mancha de sol en lo alto de la pared. Los postes de acero empezaron a caer cada vez con más frecuencia e intensidad hasta que todo el aire a mi alrededor resonaba con el estruendo. Mientras salía con gran esfuerzo del umbral del sueño me pregunté, de esa manera vaga como se hace antes de que la mente empiece a funcionar, en dónde diantres podía encontrarme y qué era aquel ruido infernal.
Cuando me vestí y salí al exterior, casi quedé cegado por el brillo de la luz matutina. Por todo alrededor había azoteas, torres y paredes de un blanco brillante; el cielo era de color azul pastel y mi propia azotea era un laberinto de cuerdas de fragante ropa tendida. Y entonces los postes de acero también se me revelaron -como las campanas de una iglesia; aquí arriba, a la altura de los campanarios, sonaban próximas y ásperas.
Después de desayunarme un café y una tostada untada con ajo crudo, aceite de oliva y sobrasada -esa especie de mantequilla anaranjada hecha con grasa de cerdo que tan apreciada es en Andalucía- salí con paso vacilante a la plazuela, seguí por un callejón adoquinado con geranios colgando de los balcones y fui en busca de Sevilla. Llegué a una plaza ligeramente más grande con cuatro naranjos y una fuente coronada por tres cruces de hierro. Era perfecta. A medida que avanzaba por otro callejón perfumado de jazmín y penetraba en otra plaza, iban entrando en juego más elementos: algo de ocre en las blancas fachadas, un patio lleno de flores y un estanque alargado bajo los naranjos.
Deambulé a mi antojo entre multitud de callejuelas. Tenían nombres como «Agua», «Aire», «Jazmín», «Vida», y todas ellas daban a una plazuela a cuál más exquisita y encantadora que la anterior. Medio mareado por este exceso de belleza, me encontré de pronto ante el coloso de la Catedral y la Giralda, el gran minarete árabe al que los cristianos colgaron unas campanas.
Este magnífico paisaje urbano estaba poblado por unas mujeres y unos hombres más bellos de lo que nunca había osado imaginar, y por todas partes se oía música: el sonido de una guitarra o un piano detrás de un balcón abierto, retazos de coplas y palmas en la cálida atmósfera de la ciudad. Los olores también eran fuertes: café, humo de tabaco negro, ajo, los escapes de las motos, «Heno de Pravia», la fragante colonia que tantos españoles usan, y por todas partes el aroma de los miles de naranjos.
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