Chris Stewart - El loro en el limonero

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Y esto habría sido todo, de no ser porque el emprendedor Gabriel no hubiera enviado una cinta a Jonathan King -un espabilado que había estado en nuestro colegio algunos años antes y que había conseguido el número uno en las listas con una horrorosa canción titulada «Everyone's gone to the moon». Dándose cuenta sagazmente de que no era ninguna estrella del pop, King había comenzado a forjarse una reputación como productor musical. Oyó la cinta de Genesis y, por alguna razón que hasta la fecha nadie ha logrado comprender, decidió que había algo de extravagancia adolescente en nuestras canciones que quizá podría conseguir lanzarnos a la lista de éxitos.

King organizó una sesión de grabación en un estudio in- sonorizado a base de cartones de huevos por la zona de Tottenham Court Road, y todos los del grupo nos dirigimos en tropel a Londres en estado de incredulidad para grabar tres o cuatro de nuestros números. No eran los éxitos de pop más evidentes -ni tampoco eran muy buenos, para ser sinceros- pero se sacó a la venta un single de la canción más memorable, «Silent sun», que vendió unas cien copias. Parecía que íbamos a tardar algún tiempo en poder competir con Cliff Richard.

Sin embargo Genesis era un grupo con gran dedicación, y seguimos adelante con aquello de la música. Pero mi propio papel en su historia casi había finalizado. Posé con aire seductor para unas cuantas fotos publicitarias y más tarde, ante la insistencia de mis padres, regresé al colegio. Los demás, cuyos padres tenían una opinión más liberal de la música pop como opción de carrera, lo dejaron y se pusieron a hacer un álbum. Necesitaban un batería de más sustancia, por lo que me pusieron de patitas en la calle.

Fue una buena decisión por su parte -yo no era un buen batería- y no iba a convertirme nunca en Phil Collins. Pero en aquel momento me quedé destrozado. Me parecía casi tan malo como perder a Eva. Pero entonces Peter Gabriel se presentó con un cheque por la extraordinaria suma de 300 libras esterlinas. Al parecer Jonathan King quería dejarlo todo bien arreglado, y el firmar un papel resolvía la cuestión de los posibles derechos futuros sobre las grabaciones.

Apenas daba crédito a mi buena suerte. Eso era mucho dinero.

Al año siguiente dejé el colegio -sólo con un examen aprobado, el de Arte. Como ninguna carrera me atraía especialmente, decidí que por qué no volver a intentar hacerme batería profesional. Tomé algunas lecciones de música de tambor y puse un anuncio en Melody Maker, el periódico de los músicos, que rezaba de la manera siguiente: «Caballero de 18 años busca colocación como batería».

Tal como esperaba de un anuncio con estilo tan excéntrico, recibí unas excéntricas respuestas. Una de ellas era de una tal Gran Banda de Glen M iller que tocaba en el bar Haré and Hounds de Brighton los jueves por la noche -la llamaban una «banda de ensayo y bebida». Me senté con ellos unas pocas veces y acabé totalmente borracho. La otra respuesta (solo hubo dos) era del «Circo de Sir Robert Fossett», que se ganaba la vida recorriendo la región de las Midlands y el norte de Gran Bretaña.

Henry Harris, un payaso bastante viejo y de aspecto clásicamente triste que, cuando no se encontraba de gira, vivía en un camping para caravanas en las afueras de Brighton, fue quien me hizo la entrevista y me dio el puesto. Parte del número de Henry consistía en dar vueltas alrededor de la pista con la gracia de un elefante, tocando «My Blue Heaven» con la trompeta mientras le salía humo de todos los orificios no directamente relacionados con la operación de tocar el instrumento.

El otro miembro de la orquesta del circo era un hombre meticuloso y pulcramente ataviado llamado Ken Baker. Medio polaco y bastante afeminado, tenía las manos delicadas que me habría gustado tener para tocar la guitarra, y tocaba esa abominación entre los instrumentos musicales, el órgano eléctrico.

– Me alegro muchísimo de conocerte, Chris -me dijo con entusiasmo cuando nos encontramos por primera vez-. Estoy seguro de que vamos a formar un equipo absolutamente maravilloso.

Inauguramos la temporada de verano de 1972 en el Queens Hall de Leeds. Ataviados con chaquetas rojas de lentejuelas y corbatas de pajarita, Ken y yo nos sentamos en una plataforma montada sobre unas grandes ruedas. Habíamos hecho un par de ensayos antes del show, Ken tocando las melodías y yo aporreando al compás.

– Añade simplemente unos cuantos redobles para aumentar el suspense -dijo Henry el payaso- y todo irá perfectamente.

Pero Henry había olvidado mencionar que Ken tenía un problema, grave para un organista de circo: no podía improvisar ni una nota y tenía que leer todo lo que tocaba. Ahora bien, en un circo no se suele tocar una canción completa. Lo que se hace es tocar algo emocionante y animado mientras el artista entra en la pista, que luego se convierte en algo atmosférico mientras éste va iniciando su actuación; después, a medida que van sucediéndose los números, se van mezclando las canciones con algún que otro silencio cargado de emoción, antes de llegar al momento culminante con un vigorizante redoble de tambores y un estruendo de címbalos cuando el artista cae en la red de seguridad o lanza el último cuchillo. A continuación se toca un final mientras el artista abandona la pista pavoneándose.

No es tan fácil como parece, al menos para el organista. En un número largo puede haber retazos de hasta una docena de canciones -el público se aburriría con la música ininterrumpida de «Nellie el elefante» no solo mientras Nellie se pasea desconsolada por la pista, sino también cuando se pone de rodillas, se sube a un cubo, etc.- y cada retazo tiene que ir sincronizado con las acciones. Ken no podía ver al artista porque tenía la cabeza hundida en las partituras. Había un gran fajo de papeles colocados sobre el órgano y para cada nuevo retazo de canción tenía que sacar la pieza, ponerla en el atril, subirse las mangas y comenzar a tocar. Por lo tanto una parte esencial de mi papel consistía en pasarle información a Ken acerca de lo que sucedía en la pista. Y con el estruendo de la batería, el bramido del órgano, el clamor de la muchedumbre y los chillidos de André, el director del circo, a menudo le resultaba imposible oírme.

En aquella primera actuación nuestro número musical comenzó a desbaratarse de mala manera durante el fastuoso espectáculo de trapecio de Serena Barontoni. Serena era un miembro lejano del clan Fossett y, junto con su hermano Rocco, ejecutaban un número de malabarismo un tanto deslucido que consistía fundamentalmente en dar vueltas malhumorados a la pista, tropezándose con los montones de bolos, batutas y teas caídos. Pero a Serena le iba mejor sola en el trapecio. Su número no era algo por lo que estarías dispuesto a viajar grandes distancias, pero estaba moderadamente bien realizado -y para dar brincos en las cuerdas y barras en la cúspide de una gran carpa debe hacer falta mucho más valor cuando eres un acróbata mediocre que cuando eres un virtuoso.

Serena venía después de Zelda, una belleza circense de pelo negro como el azabache recogido en una cola de caballo, que ejecutaba pasos de ballet montada en la grupa de uno o varios caballos mientras éstos trotaban alrededor de la pista. Todas las niñas se quedaban embelesadas, a la vez que tomaban a toda prisa firmes decisiones acerca de sus profesiones futuras mientras la artista daba vueltas a la pista a gran velocidad levantando y bajando sus perfectamente esculpidas piernas. Si bien recuerdo, salía de la pista con la música de Los siete magníficos.

– Bien, Ken -susurré-. Zelda ya se ha ido; ahora es André. Luego viene Serena: música de «Brasil».

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