Cuando descolgábamos el auricular lo primero que oíamos era la música y el griterío de un bar, tal vez junto al parloteo de las máquinas tragaperras. A esto sucedía un largo silencio al otro extremo de la línea.
– Es un trabajo de esquila -decía Ana pasándome el teléfono.
Podía imaginarme al tipo al otro extremo sujetando el aparato con el brazo estirado, mirándolo con repugnancia y dándole después gritos a voz en cuello. Por supuesto, cuando yo les hablaba no había posibilidad alguna de que me oyeran dada la gran distancia entre el diafragma y el oído, aparte de la algarabía que se escuchaba a su alrededor en el bar. Así pues, el pastor le daba gritos furiosos al teléfono para que hablara más fuerte.
– ¡CRISTÓBAL! -oía como en un apagado y ronco bramido.
– Sí, dime…
– ¡CRISTOÓBAAL!
– Sí, sí, te oigo. Dime ya…
– ¡CRIISTOOÓBAAAL-¡SIIÍ! ¿QUÉ QUIERES?
Silencio al otro extremo de la línea, como si el pastor estuviera digiriendo la idea de que el objeto de plástico con cable al que estaba gritando le hubiera gritado a su vez a él.
– CRISTÓBAL, ¿CUÁNDO VAS A VENIR A ESQUILARME LAS OVEJAS?
– ¿QUIÉN ERES?
– ¡CRISTOÓBAAL!
– SÍ, TE OIGO, PERO NECESITO SABER QUIÉN ERES.
Esto creaba un silencio al otro extremo, al que seguía un murmullo cuando los demás residentes del bar eran consultados y éstos a su vez ofrecían su consejo.
– CRISTÓBAL…
– Mira, necesito saber… -pero no servía para nada, mi interlocutor ya se había hartado y colgaba el teléfono de un porrazo.
Así sucedía con los pastores y el teléfono, aunque a medida que se fueron haciendo más expertos en su uso y aprendieron algunas de las dotes sociales necesarias, las cosas comenzaron a mejorar poco a poco, hasta que por fin llegó un momento en que incluso podíamos intercambiar por teléfono información de carácter rudimentario.
Sin embargo, inevitablemente seguían produciéndose malentendidos. Una noche, a una hora bastante tardía, Chloë contestó el teléfono. Noté cómo se apartaba bruscamente del oído el teléfono para evitar que el ronco grito procedente del otro extremo la hiciera ensordecer.
– NO -respondió a gritos al auricular-, NO SE PUEDE PONER MI MARIDO PORQUE NO TENGO NINGÚN MARIDO. ¡SOLO TENGO SIETE AÑOS! -Y colgó de un porrazo.
No pude evitar sentirme orgulloso de que mi hija mostrara un poco de carácter.
Y entonces una noche sonó de nuevo el teléfono a una hora tardía. Lo descolgué preparándome para escuchar el ensordecedor grito.
– Chris -dijo una voz suave-. ¿Eres tú?
Se trataba de una persona que conocía el teléfono, una auténtica bendición del cielo.
– Jefa! -grité-. Dime, ¿qué noticias hay del ancho mundo?
– Bueno -dijo Nat, mi editora de Londres, pues de ella se trataba-. ¿Estás sentado? Porque tengo noticias para ti.
– No, no puedo sentarme; el teléfono me obliga a quedarme encajado en un rincón. Así están las cosas aquí. Pero me apoyaré en algo.
– Lo que voy a decirte -prosiguió Nat en tono suave- es que no te hagas demasiadas ilusiones, pero se va a leer Entre Limones en la radio, y estamos recibiendo pedidos de todas partes.
Me quedé mirando el teléfono. Ninguno de nosotros había esperado nada semejante. Era un poco como presentarse a un concurso local de horticultura y descubrir que has ganado una escarapela en la Muestra Floral de Chelsea.
– Hay un hombre al teléfono -dijo Ana-. Creo que se llama Ley del Mal. Dice que quiere hablar contigo.
– Qué nombre tan raro -murmuré, y ambos miramos el teléfono como si éste pudiera ofrecernos algún tipo de pista. Pero cuando cogí el auricular la línea se había cortado. Y entonces caí en la cuenta. Se trataba por supuesto del periodista Leith, del M ail on Sunday. Mi libro acababa de publicarse en Inglaterra y, ante la particular incredulidad de Ana, no había desaparecido sin dejar rastro. De hecho, a raíz de un par de buenas reseñas y de su lectura en Radio Four, había ido ascendiendo meteóricamente en las listas de libros de no ficción.
Había sido entonces cuando Leith había telefoneado diciendo que quería escribir un artículo y que iba a venir a hablar con nosotros a nuestra casa de España.
– Alquilaré un coche en Málaga -nos dijo, desechando despreocupadamente mis intentos de advertirle de los peligros que le esperaban-. Y os veré muy pronto.
– Probablemente cree saber dónde vivimos por ese mapa que hay al principio del libro -dijo Ana-. Ya sabes, ése que dibujaste.
Comencé a sentirme algo culpable por mi obra artística: esos dibujos de bosquecillos de eucaliptos y olivares en los que tal vez un camino o un cruce hubieran resultado más descriptivos. En realidad no había considerado la posibilidad de que alguien fuera a utilizar el mapa del libro. Había sido más bien una cosa tipo mapa del tesoro de un cuento infantil.
Resultó que primero llegaron Eugene, el fotógrafo, y su ayudante. Venían bien informados, y con gran desenvoltura habían alquilado a cuenta del periódico un Volvo plateado del mejor modelo de la gama para transportarles a ellos junto con su equipo hasta El Valero. Primero aparecieron a toda velocidad por la accidentada pista en medio de una nube de polvo. A continuación se precipitaron por la atroz cuesta que desciende hasta el río y atravesaron a gran velocidad el vado salpicando agua con las ruedas -una hazaña que solamente intentan los conductores de todo-terrenos más fornidos y machotes.
– No es más que un puñetero coche de alquiler -dijo Eugene arrastrando las palabras-. Vamos, tío, no esperarán que te pases la semana sacándole brillo al cacharro a la puerta de tu chalé, ¿no?
Al parecer Eugene era un tipo guay.
Me quedé rondando el coche mientras los fotógrafos sacaban sus enormes bolsas y cajas, sus paraguas plateados y pantallas coloreadas, las lámparas solares, los cargadores y los trípodes. Me parecían de otro planeta.
– La semana pasada fue Oasis y la próxima las Spice Girls -comentó Eugene.
– Qué bien -dije mientras arrastraba los pies en el polvo.
– Jo, tío, esto es un festín de alucine -dijo Eugene atacando el chorizo, el jamón y las aceitunas que habíamos sacado para agasajarles-. ¿No tenía que venir también un periodista? -preguntó.
– Sí, será Ley del Mal, pero aún no ha llegado. Se ha debido perder.
– No me extrañaría nada. -Eugene miró hacia el sol con los ojos entrecerrados-. Bien, tomémonos un par de cervezas y después podéis sentaros todos en esa terraza.
Sonó el teléfono. Era Ley, que se había perdido. Ana habló con él y le explicó detalladamente cómo encontrar la carretera que se dirige al valle.
Era un calurosísimo día de julio y, como siempre ocurre en julio, el sol ardía con furia en medio de un cielo raso. Andrew, el ayudante de Eugene, estaba colocando una enorme hilera de focos bajo la terraza.
– ¿Para qué queréis todo eso un día como hoy? -le pregunté.
– Estas fotos tienen que ser buenas, tío -afirmó Eugene mientras añadía a su cámara unas probóscides cada vez más invasivas-. No me gusta la luz natural; no puedes fiarte de ella. En cualquier caso al lector medio del M ail no le mola ver las cosas en una luz natural. ¿Puedes hacer algo con esos pelos, Chris?
– Pues en realidad, no. Creo que es lo que suele llamarse «cabello encrespado», o al menos eso se llama lo que me queda de él…
Me lo aplasté un poco con los dedos.
– Así, ¿qué tal ahora?
– Tendremos que conformarnos, supongo. Ahora mira a un punto justo por encima de la cámara y trata de sonreír de algún modo…
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