Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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El modo más rápido de llegar al locutorio por aquel entonces era mediante una caminata río abajo por un camino particularmente malo, y de este modo una llamada telefónica se convertía en toda una operación. Primero estaba el tonificante paseo de una hora, que incluía una estrepitosa travesía de los cañaverales y un chapotear hasta el muslo en la fuerte corriente. Y después estaba el problema de introducirse en el hogar de un extraño tratando de no llenar de agua del río el suelo recién fregado.

El método habitual era anunciar tu llegada dando una voz -o al menos eso era lo que hacían los lugareños. Yo solía mostrarme un poco vacilante, preguntando en un lenguaje excesivamente formal «si sería tal vez posible utilizar el teléfono durante unos breves momentos». La mujer del teléfono me miraba entonces de arriba abajo con desaprobación, clavando los ojos con especial disgusto en mis zapatos empapados, antes de indicar con gesto imperioso que debía seguirla al otro lado de la cortina de flecos. Una vez dentro de la oscura sala de estar, ponía el contador a cero y se quedaba de pie junto a él con los brazos cruzados mirándome iracunda. Los días verdaderamente malos, otros miembros de la familia se congregaban y también me miraban iracundos.

Mientras marcaba el exótico número extranjero, me quedaba pegado a la pared sonriendo con vacuidad a los espectadores mientras el teléfono sonaba al otro extremo de la línea. Sonaba una y otra vez -Telefónica te da un minuto- hasta que finalmente se paraba. Durante todo ese minuto todos me miraban fijamente.

– No contestan -le decía a la mujer del teléfono.

– No le han contestao -traducía ella en atención a los otros, quienes recibían la noticia con un gruñido y se alejaban arrastrando los pies.

Y entonces yo regresaba río arriba, trotando y saltando entre las rocas para intentar llegar a casa antes de que se hiciera de noche.

Ana y yo nos las arreglamos con cartas y con el locutorio de Tíjola durante nuestros primeros seis años en España, incluido el momento del nacimiento de Chloë, lo cual en retrospectiva quizá fuera un poco imprudente. Pero estábamos satisfechos con la situación y coincidíamos en que probablemente la vida era mejor sin teléfono -incluso si hubiéramos podido tener uno, lo cual no era el caso. Porque Telefónica, una entidad con poco entusiasmo por la filantropía, no iba a tender una línea hasta el valle, a lo largo de toda esa distancia, y pasarla luego al otro lado del río solo para nosotros.

Pero un día de principios de verano pasamos por delante de una tienda en Granada que anunciaba un nuevo tipo de radioteléfono. Entramos a echarle un vistazo y, como una pareja de palurdos, antes de que nos diéramos cuenta estábamos firmando el contrato. Casi parecía demasiado bueno para ser verdad. Podíamos comprar un flamante auricular junto con su base a un precio especial, subvencionado cuando las viviendas se encontraban en zonas rurales alejadas, y en el plazo de una semana vendría un técnico a encargarse de su instalación.

Y así sucedió, llegando poco después nuestro técnico, sudoroso y sofocado por la caminata desde el puente y quejándose de que la pila de su receptor estaba descargada. Se pasó otra media hora deambulando por los alrededores y rezongando, haciendo todo lo posible por que nos sintiéramos culpables de la molestia que le estábamos causando con nuestra decisión de instalar un teléfono en un remoto cortijo. Su mal humor parecía aumentar por momentos, hasta que finalmente declaró, como si de una terrible sentencia se tratase:

– No, no va a funcionar. No hay señal en ningún lugar de la casa. Están demasiado lejos de todas partes.

– Pero acaba de decir que la pila estaba descargada -le indiqué.

– Claro, pero eso no tiene nada que ver -respondió con un gruñido-. Espere, en ese sitio de ahí hay una ligera señal; es casi demasiado débil para poder oír, pero es lo mejor que van a poder conseguir en este lugar de mala muerte. Ahí mismo es donde tienen que poner el teléfono.

Y nos dirigió una mirada triunfal.

– No podemos poner un teléfono ahí -dijimos con voz entrecortada-. Está justo en mitad de la chumbera.

Pues bien, la chumbera es una planta que adorna prácticamente todos los cortijos de la Península. En el siglo XXI, cuando fue traída de América junto con las pitas y el oro y la plata, se descubrió no solo que daba unos sabrosos frutos, sino que tenía la extraordinaria propiedad de absorber la mierda. La chumbera se convirtió en un componente esencial de cualquier vivienda del campo, y para la gente del campo es una comodidad a la que le resulta difícil renunciar. El año pasado un pastor de Torvizcón, aguas arriba del Cádiar, me enseñó las dependencias de su recién modernizado cortijo. Fue abriendo con orgullo cada una de las puertas para mostrarme todas las innovaciones: el televisor, la lámpara de araña, la cocina amueblada; finalmente, con un ademán triunfal, abrió de par en par la puerta del cuarto de baño:

– Y aquí -dijo- está el váter, con agua corriente y tó. Lo pusimos el año pasao -añadió, mirándome para comprobar que le estaba prestando atención- pero gracias a Dios todavía no hemos tenío que usarlo.

Así pues, aunque se pueden decir muchas cosas a favor de la chumbera, no es el lugar más indicado para poner un teléfono. Me había imaginado, tal vez tontamente, que íbamos a poder tener teléfono en casa, pero evidentemente no iba a ser así.

– Lo que tienen que hacer -dijo el técnico- es hacer obra y construir una especie de cabina para el aparato receptor.

Una cabina telefónica en el jardín. Bien, la verdad es que eso tenía un cierto atractivo, y tan pronto como se marchó el técnico nos pusimos a hablar de su construcción. Ana se mostraba particularmente entusiasmada.

– Si se va a construir una cabina telefónica en la chumbera -sugirió-, ¿por qué no combinarla con algo más útil, como por ejemplo una caseta para el perro?

– Tienes razón, ¿por qué no? Podría ser una caseta con cúpula, ¿no te parece? -Yo siempre había querido construir una cúpula.

– Puede ser de la forma que tú quieras -dijo Ana, contenta de tener una caseta para el perro del tipo que fuese-, hasta con arbotantes si fuera necesario.

Así pues, comencé a construir la caseta con cúpula. Pero, por supuesto, a partir de una cierta altura los ladrillos empezaron a caerse hacia adentro y, a pesar de que busqué inspiración en un libro sobre Estambul con imágenes de la gran mezquita de Santa Sofía, me desanimé y aplané la cúpula. El resultado final parecía más bien una seta de cuento o la planta inferior de una pagoda truncada.

Dos semanas más tarde se presentó un nuevo técnico de Telefónica. Se trataba de otro hombre distinto, un aficionado a la cría de palomas que llevaba un receptor con la pila completamente cargada, lo cual le granjeó inmediatamente mi afecto.

– ¿Qué diantres es eso? -preguntó al llegar, mirando aquella especie de caseta para el perro.

– Es lo que hemos construido para alojar el aparato receptor del teléfono -dije con orgullo.

– ¡Bendito sea Dios, hombre, ahí no puede poner un teléfono! -dijo mirándome lleno de asombro-. ¡Está en medio de la chumbera!

Le conté lo de su predecesor con su pila descargada.

– Pues, de acuerdo con mi contador, pueden ponerlo aquí mismo donde estamos hablando, justamente en la cocina… sí, esta señal será más que suficiente -dijo señalando la viga de madera de encima de la ventana, el lugar ideal para un teléfono. Dio unas cuantas vueltas más por la casa por si acaso encontraba una señal mejor en algún otro lugar, pero afortunadamente no fue así.

– Esas palomas que tienen ahí son preciosas -dijo mirando unas cuantas que se habían posado en nuestro tejado.

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