– Voy a dejarle, Chris. Ya no aguanto más sus malos humores ni su violencia. Y él no puede aceptar que me vaya tal cual, y no hace más que agarrarme, sacudirme y tratar de hacerme decir que me quedo. Y ahora está diciendo que va a matarme. Hemos llamado a la policía pero, por favor, no me dejes sola con él. Quédate hasta que llegue la policía.
Petra estaba ahora llorando y frotándose los brazos llenos de moretones.
– De acuerdo -dije-. Me quedaré hasta que me digas que ya puedo irme.
Todo esto lo habíamos dicho en inglés. De alguna manera no parecía ser necesario traducirlo en atención a Juan.
– ¿Qué estáis diciendo? Hablar en español -gritó.
– Petra me está diciendo lo que pasa y yo voy a quedarme aquí hasta que me diga que puedo marcharme -le contesté a Juan.
– Puedes irte ya. Yo no te quiero aquí.
– No, aquí me quedo hasta que Petra me diga que puedo irme -repetí.
Juan se erizó -un hombre corpulento, con la mayoría de los dientes saltados, la nariz bien rota y un bigote de tres días- y vino hacia mí con los músculos tensados. Me mantuve firme.
– Cristóbal, un hombre no se mete entre otro hombre y su hembra -bramó.
– Sí se mete cuando hay violencia, Juan, así que aquí me quedo.
Poco a poco, a medida que nuestro grupo se movía hacia adelante y hacia atrás entre la casa, de la cual Petra estaba sacando sus posesiones, y la furgoneta, en donde las estaba colocando, Juan comenzó a volverse agresivo conmigo. No me pegaba, pero se sucedieron todos esos empujones con el pecho inflado que los hombres se dan uno a otro como preludio a estamparse los puños en la cara.
– Antes éramos amigos, Cristóbal -masculló Juan-. Pero ahora tienes en mí a un enemigo de verdad.
En cualquier caso, hice lo que me correspondía y me pegué a Petra como una lapa, y después de como media hora apareció un coche-patrulla de la Guardia Civil del que se bajaron dos guardias. Uno de ellos era un hombre joven de aspecto agradable que evidentemente estaba en período de pruebas, y el otro un hombrecillo de grueso bigote gris que se pavoneaba como un gallito.
– Enséñeme los papeles, el pasaporte… -le espetó a Petra-. Y usted -dijo volviéndose hacia mí-, ¿qué está haciendo aquí?
– Estoy aquí para asegurarme de que mi amiga no sufra ningún daño.
– Pues ya se puede largar-me dijo lanzándome una mirada de desprecio.
– Me quedaré hasta que esta mujer me diga que puedo marcharme -le repliqué con lo que confiaba fuera un tono desdeñoso. Saltaba a la vista que este pequeño y noble guardián de la ley pensaba que, si Juan quería darle una paliza a su novia, era asunto suyo y ninguno de nosotros tenía que entrometerse.
El gallito desapareció en el interior de la casa con Petra para comprobar sus papeles, y Juan y yo nos quedamos fuera a oscuras con el joven aprendiz. Juan todavía se mostraba agresivo conmigo.
– No vas a llegar vivo esta noche a tu casa, Cristóbal -dijo.
– Juan -le advertí-, bien está amenazar a un hombre, pero hacerlo delante de este señor guardia no puede ser más que una imprudencia, ¿no?
La porra y la pistola del policía, así como su absurda gorra verde, hacían que me sintiera algo envalentonado.
Al final la Guardia Civil escoltó a Petra al cuartelillo, y al irse esta última me aseguró que tenía unos amigos que la recogerían y que con ellos estaría bien.
– Gracias, Chris -me dijo-. Ya no me pasará nada.
Subí al coche y regresé a casa. Ana y yo nos sentamos fuera a cenar, como se suele hacer las noches calurosas de verano, mientras Chloë dormitaba en el sofá. A mitad de la comida sonó el teléfono y Ana lo cogió.
– Quiero hablar con Cristóbal -se oyó que decía una voz airada.
– Diga -respondí, solo para oír como colgaban el teléfono de un porrazo-. Sería Juan -aventuré-, comprobando si estoy en casa para así poder venir a matarme.
La llamada ensombreció un tanto el resto de la cena. Nos sumimos en el silencio y hasta se oía el tintineo de los cubiertos y el borboteo del vino al ser vertido en los vasos. A las doce, Ana se levantó de la mesa.
– Estoy segura de que estarás bien, Chris, pero dame una voz si oyes algo que te preocupa -dijo, haciendo todo lo posible por aparentar que no le daba importancia al asunto, tras lo cual me dio las buenas noches con un beso sorprendentemente tierno y se fue a la cama con Chloë. Yo me fui al tejado, donde a menudo dormía las noches de verano, y coloqué una azada debajo de la cama.
Pues bien, una azada es una herramienta bastante contundente. Un buen golpe en la cabeza probablemente acabaría en una grave herida o en la muerte. Pero por otro lado calculaba que si Juan hacía el esfuerzo de llegar hasta aquí en plena noche no iba a ser para traerme un ramo de flores. Vendría a acabar conmigo, pues parecía tan irritado por mi papel en el episodio de la tarde como por la pérdida de Petra. Estaba en juego su orgullo.
Una de las cosas extrañas sobre este suceso era que me había dejado una especie de sentimiento de culpabilidad, como si hubiera ofendido algún instinto animal básico y Juan tuviera razón al pretender darme una paliza o algo peor. Me preguntaba cómo me habría sentido si la situación hubiera sido al revés. Seguro que me habría alegrado de tener a alguien ahí que me impidiera seguir dando puñetazos, es decir, una vez que me hubiera calmado, ¿no? Habría dado mucho en aquel momento por saber si Juan compartía esta opinión.
El tejado que había elegido como dormitorio para el verano cuenta con una vista panorámica en todas direcciones y está un poco más en alto que el resto de la casa. Juan no podría verme en la cama a menos que hubiera decidido acercarse arrastrándose por detrás, pero esto le supondría dar deliberadamente un rodeo muy largo por las montañas. Había una luna casi llena, por lo que yo vería a mi enemigo mucho antes de que él me viera a mí -suponiendo, claro está, que no me quedara dormido.
¿Qué ropa se supone que debes ponerte en la cama cuando estás esperando a que alguien venga a matarte? Era una noche calurosa y lo que suelo ponerme las noches calurosas es absolutamente nada. Sin embargo no estaría bien tener que echarme algo por encima antes de empezar a defenderme aunque, por otro lado, un hombre desnudo blandiendo una azada dista mucho de parecer un temible oponente. Decidí utilizar como traje de batalla una camiseta y unos calzoncillos, con unas sandalias que coloqué bajo la cama junto a mi arma, dispuestas para poder ponérmelas en un instante.
Me acosté de espaldas y me puse a mirar el luminoso cielo. Había demasiada luz para dormir así, por lo que me di la vuelta y empecé a mirar por encima de la almohada los ríos y valles iluminados por la luna. Intenté respirar sin hacer ruido para así poder oír las posibles pisadas furtivas por encima del suave susurro del río. Entonces me cansé de esa postura y me di de nuevo la vuelta, palpando rápidamente la azada para cerciorarme de su presencia.
Todo esto era un feo asunto. Me parecía una mala suerte tan injustificada el encontrarme en un tejado iluminado por la luna preparándome para luchar por mi vida en calzoncillos con una azada. La vida, que hasta ahora me había parecido bastante buena, de pronto se me antojaba todavía más deleitosa. Palpé de nuevo mi azada y me di otra vuelta. Un coche penetraba lentamente por el valle. Podía ver la luz de los faros en las oscuras rocas por encima de La Herradura. Ahí estaba Juan. Era muy tarde: ¿quién más iba a venir a estas horas de la noche? Disponía de un buen cuarto de hora antes de que llegara hasta aquí, suponiendo que dejara el coche al otro lado del río -y tendría que hacerlo, porque no iba a venir en coche hasta el mismo cortijo y perder lo que él consideraba la ventaja de la sorpresa.
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