Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Un gallo cantó a lo lejos y después otro, y el mochuelo cesó de ulular. La luz del sol fue aumentando poco a poco, se me posó una mosca en la nariz y supe que había llegado la mañana. Juan ya no vendría. Tampoco vino a la noche siguiente.

Cuando le conté a Manolo este asunto me miró con gravedad.

– ¿Juan? -dijo-. ¡No te metas con Juan! Está loco. Juan mata pa' divertirse! Ya sabes que mató al Pepe Díaz, ¿no? Tiene fama de peleón, hasta la Guardia Civil le tiene miedo; bueno, ésos le tienen miedo a el mundo, pero sobre todo a Juan. Lleva siempre un navajón metió en la bota. Es un tipo de cuidao. Cristóbal, ahora sí que te has metió en una buena.

– Gracias -le repliqué-. Eso me tranquiliza mucho. ¿Pero cómo sabes tú todo eso?

Manolo puso los ojos en blanco.

– Trabajé pa' Juan el año pasao, sacando el estiércol del establo de sus ovejas. Ese cabrón tiene muchas fuerzas. Es capaz de levantar una muía con una mano. Y tiene un genio de mil demonios… antes me metería con un jabalí que con Juan.

– Por lo menos -repliqué manteniendo una fachada de optimismo- no vino a pillarme anoche ni anteanoche. Ya no creo que vaya a molestarse en venir a matarme. A lo mejor me he escapado…

– Pues yo no contaría con eso. Seguramente te agarrará en la Feria, que es cuando se hacen esas cosas aquí. Estará borracho y con ganas de pelea, y furioso por haber perdió a su rubia. Sí, será en la Feria cuando te pille.

Manolo me sonrió feliz.

La Feria de Órgiva era a la semana siguiente. El asunto de Juan podría hacerla algo más interesante que de costumbre. La Feria supone unos días de increíble cacofonía en los que la gente del pueblo se vuelve loca entregándose a su pasión por el ruido. En la Feria todas y cada una de las atracciones tienen su propio sistema de sonido, a cual más ensordecedor. Por las calles se alinean puestos de dulces vivamente iluminados y tómbolas donde puedes ganar peluches fosforescentes de poliéster, los cuales a su vez tienen su propia música emitida a aproximadamente diez veces el nivel de decibelios necesario para dejarte sordo como una tapia. Mientras tanto, los bares de la plaza tienen unos sistemas de sonido del tamaño de pequeñas casas que retumban y golpetean día y noche, haciendo imposible el mantener el menor asomo de conversación. Sin embargo los lugareños se quedan ahí sentados charlando como si tal cosa. Creo firmemente que los españoles tienen unos oídos más evolucionados que el resto de nosotros.

Por si fuera poco el ruido, la Feria es también la época del año en que se levanta el viento. Llega poco a poco desde lo alto de la Contraviesa, ganando velocidad a medida que se precipita por los barrancos y gargantas, y rugiendo luego al subir desde el puente de los Siete Ojos hasta entrar a ráfagas huracanadas en el pueblo llevando por delante bolsas de plástico y latas de cerveza. Gime y aúlla al dar la vuelta a las esquinas, lleno de tierra y gravilla que se te mete por los ojos y la nariz y te produce dentera cuando estás en la plaza comiéndote la paella comunal.

Lo único que salva a la Feria de Órgiva es el puesto de los pinchitos, donde puedes pasar hora tras hora apoyado en la barra de chapa zampándote unas bien sazonadas brochetas de cerdo y bebiendo jerez seco caliente en un vaso de papel. Es el recuerdo de esto -junto con el hecho de que a Chloë le gusta pasearse por la Feria con sus amigas del colegio- lo que me hace volver cada año. Pero, además, en esta Feria tenía que dejarme ver. No iba a permitir que un pastor homicida me intimidara y me hiciera perderme los placeres de las fiestas… aun cuando fuera capaz de levantar una muía con una mano y aun cuando llevara un navajón de diez pulgadas.

Casi tan pronto como llegamos al pueblo Ana, Chloë y yo, descubrí a Juan charlando con un par de amigos en la calle. Estuve a punto de acercarme a él en seguida para airear mi masculinidad, pero Ana me lo imposibilitó yéndose y dejándome solo con Chloë. Una jugada inteligente, pues ella sabía que yo no consideraría una pelea el más edificante de los espectáculos para mi hija de seis años.

Después que se hubo ido Chloë con sus amigas, me instalé un rato en el puesto de los pinchitos y me puse a esperar a encontrarme con Juan. Manolo y Domingo estaban en el bar, y para consolarme Domingo me aseguró que Juan pensaba que yo había sido amante de Petra -¿por qué otra razón iba a intervenir?- y que su ira no se había apaciguado.

Pero Juan no volvió a aparecer.

Algunas semanas después de la Feria me encontré con Petra en el pueblo por primera vez desde la noche de la violencia. Me dio un caluroso abrazo.

– ¡Por el amor de Dios, Petra, déjame! -dije echándome hacia atrás-. ¿Acaso quieres hacer otra vez que me maten?

– No, no te preocupes, Chris. Solo quería darte las gracias por haber estado tan fenomenal aquella noche.

– Bien está decir «no te preocupes», pero hay por ahí un loco peligroso con un cuchillo bien grande y, si ve a su rubia echándoseme encima en la calle principal, me hace picadillo.

– Oh, Juan no es malo. No es para nada un loco peligroso. De hecho, tengo que darme prisa porque ahora voy a recogerle para llevarle al hospital…

– ¿¡Que vas a hacer qué!?

– Tiene piedras en el riñón y el dolor le vuelve loco. Por eso en parte se mostraba tan agresivo aquella noche; estaba loco de dolor y yo me había negado a llevarle al hospital.

– Petra, ¿por qué diantres no me dijiste nada de eso entonces? -pregunté consternado.

– Tal vez yo estaba equivocada aquella noche. Juan es normalmente tan manso como un corderito. Pero tengo que irme corriendo. ¡Hasta luego!

Le conté a Manolo lo que me había dicho Petra.

– Ah, Juan no es malo -dijo-. No es capaz de matar una mosca. En realidá tampoco mató a Pepe Díaz, fue un infarto. No, estoy completamente seguro, Juan no te habría hecho daño.

Le miré de reojo.

– ¿Y entonces el navajón que lleva en las botas?

– Yo de eso no sé -respondió con una sonrisa-. Nunca he tenío que mirárselas por dentro.

Telefonía

Hasta ahora en El Valero nos hemos resistido al reclamo del teléfono móvil. Es cierto que su atractivo es limitado en cuanto que un móvil no funcionaría en el lugar donde vivimos, ya que estamos rodeados de montañas. Pero en cualquier caso me siento un poco incómodo con la tecnología telefónica; una vez perdí toda una mañana en casa de unos amigos tratando de hacer una llamada con el mando a distancia del televisor. También Ana es un poco ludita y, por ejemplo, no quiere saber nada de ordenadores. No hace mucho tiempo alguien le regaló una vieja máquina de escribir a bola IBM que es tan grande y tan pesada como una pequeña locomotora de tracción. Se quedó encantada con ella, a pesar de que salpica con pegotes de aceite de máquina de coser cualquier papel que se le ponga. «Éste es el futuro», anunció mientras metía trabajosamente el armatoste por la puerta.

Durante muchos años no tuvimos ningún tipo de teléfono en El Valero. Escribíamos cartas a nuestros amigos y recibíamos cartas de ellos y, en las raras ocasiones en que había algo urgente, íbamos al locutorio de Tíjola. Una emprendedora familia del pueblo había invertido en un contador de llamadas. Esto les permitía ofrecer un servicio público y, con una multiplicación astronómica del precio ya de por sí ruinoso de Telefónica, obtener unos buenos beneficios. Sin embargo, por mucho que cobraran, el locutorio no era el lugar más indicado para hacer una llamada relajada. El teléfono y el contador estaban montados en la pared de la sala de estar familiar, entre un cuadro del Sagrado Corazón y un ramo de flores de plástico desteñidas. Estaba claro que cuando alguien venía a hacer una llamada estaba invadiendo la intimidad familiar.

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