Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Las apilamos en un edificio anexo, oscuro y bastante fresco, y nos pusimos a preparar platos a base de patatas para celebrar nuestra producción propia: patatas al romero, asadas en un horno muy caliente con aceite, una mata entera de romero, ajo y aceitunas; «aligot», un puré ligerísimo a base de patatas cocidas con queso, nata y ajo, batido hasta un punto en que hay que sujetarlo en la sartén para que no se vaya flotando; y hasta probamos una receta para un postre, fundamentalmente puré de patatas con chocolate líquido, que no fue ningún éxito.

Y entonces les dio la roya. Por el suelo junto a los sacos aparecieron unos charcos mugrientos y mefíticos de un líquido negro, y cuando volcamos los sacos retrocedimos horrorizados. Una patata con roya se convierte en un lodo maloliente. Cuando se le hunde un dedo en la piel te encuentras con una sustancia parecida a las aguas residuales, y esto te hace pensar en el sufrimiento que tuvo que suponer la hambruna de la patata en Irlanda: las multitudes de indigentes muertos de hambre asistiendo desesperados a la apertura de los ensilados, solo para encontrarse con un fango blanquecino maloliente; y los miles de personas muriéndose con la boca verde a causa de la hierba que intentaban comer mientras por el Liffey bajaban grandes barcos repletos hasta los topes de cajones de alimentos para exportar a Inglaterra. Las fuerzas del mercado salvarían la situación. Una patata con roya me recuerda a eso…

Como para compensarnos por nuestra mala suerte con las patatas, Manolo aumentó sus obsequios de alimentos y frutas procedentes de su parcela de Tíjola. Tras atravesar el puente, llegaba cargado de bolsas de plástico llenas de queso fresco de oveja, tomates, cebollas, berenjenas y los correosos pimientos verdes locales.

Pensándolo bien, Manolo se había convertido en parte de la familia. Además de su trabajo en el cortijo, también nos ayudaba a llevar y traer a Chloë del colegio. Yo solía encargarme de hacer el viaje de la mañana, que combinaba de vez en cuando con una visita a la oficina de correos para mandar la siguiente entrega del libro, y muchas veces Manolo iba a esperarla al autobús al final de la jornada. Para ello utilizaba una vieja moto de motocross que un amigo había dejado en el cortijo, y la manejaba como si se tratara de un caballo, haciéndola pasar con habilidad entre las rocas y las pozas del río. Mi propia técnica era un poco temeraria, y en más de una ocasión Chloë y yo habíamos acabado en el río. No había lugar a dudas: cuando se trataba de las cosas auténticamente de hombres -aparte de la esquila de sus ovejas y las mías, la única tarea en la que aún me defiendo bien- yo no estaba a la misma altura que Manolo del Molinillo.

Esperando a Juan

Cuando sube hasta la casa a media mañana para hacer una pausa en su trabajo, Manolo tiene la costumbre, unos tres segundos antes de aparecer por entre la cortina de flecos de nuestra cocina, de ponerse a silbar desafinando terriblemente. Se trata de un considerado aviso de su llegada, pero no es suficiente para evitar que me pille en el acto - in flagrante fregantis, como lo llama Ana -, es decir, fregando los platos sumergido hasta los codos. Manolo se detiene, y su cara enrojece de vergüenza al mirar primero a Ana leyendo el periódico en el sofá y luego a mí cubierto de espuma en el fregadero.

– ¿Tás fregando? -dice tentativamente.

– Eso -asiento-. Fregando…

Como para indicar esta anomalía, asiente con la cabeza.

Después, a la hora de comer, Manolo suele silbar de nuevo al llegar y generalmente me encuentra junto a la cocina.

– ¿Tás cocinando?

– Eso, cocinando -le respondo.

Ahora bien, a mí me encanta cocinar. Lo considero uno de los grandes placeres de la vida que solo puede ser mejorado mediante su práctica constante, y no me importa demasiado fregar después unos cuantos platos y cacharros. Sucede que Ana detesta ambas tareas pero demuestra una peculiar tolerancia, que yo exploto al máximo, hacia la limpieza, la compra y el lavado de la ropa. Y así nos repartimos las tareas cotidianas de un modo razonablemente equitativo.

Sin embargo esto no es lo normal entre los hombres alpujarreños. Cuando trabajan, lo hacen como muías durante todo el día, pero cuando terminan, se acabó: descansan, echan un trago y extienden sus extremidades doloridas mientras sus mujeres les sirven, descansadas tras toda una ronda de quehaceres domésticos y trabajo en el huerto y en los campos. Por supuesto que hay algunos hombres que a veces ayudan en el huerto, con el cuidado de los niños o que hasta ponen en práctica algunas ideas culinarias -véase la confección de mermelada de Domingo. Pero se trata de algo bastante inusual. Tendría que ser muy valiente el hombre que interrumpiera una charla sobre temas de caza o derechos de agua en un bar del pueblo con una nueva receta de soufflé de castañas.

A decir verdad, una parte de mí se encoge cada vez que Manolo me descubre en la cocina. Su «Tás fregando» tiene un cierto tono que me hace cuestionarme a mí mismo y preguntarme si todo está como es debido con el tema de la hombría. No es que Manolo diga nada en particular, la verdad, pero su tono y su mirada levemente avergonzada tienen un efecto peculiarmente turbador. Me recuerda, me temo, a mis propias reacciones ante Eduardo, un frugívoro fundamentalista okupa de una casa a medio construir en la vega de Tíjola. Eduardo es un fundamentalista en cuanto que no solo se alimenta exclusivamente de fruta, sino que solo come la fruta caída; «el árbol debe dar sus frutas sin que se le coaccione arrancándolas», explica. Como puede uno imaginar, ésta no es una dieta muy fortalecedora y, cuando los árboles resultan más generosos de lo normal, tiene que acarrear su recolecta a casa en pequeños sacos, como si fuera una hormiga transportando los pedacitos de una hoja.

Nada de esto debería importar, salvo que a veces hay momentos en la vida en que resulta útil tener fama de macho. Por ejemplo, el verano de después de mi vuelta de Suecia, en que corrió la voz de que Juan Gallego, un pastor de los alrededores, andaba empeñado en asesinar primero a su ex amante y después a mí.

El episodio había comenzado una tarde de julio en la carretera a las afueras de Órgiva. Me encontraba de pie junto a mi coche, hablando con un primo de Manolo, cuando de pronto se oyeron unos gritos y unas voces, y apareció dando trompicones por la curva una mujer en estado de histeria.

– Ayúdela, por favor -farfulló-. ¡Va a matarla, se ha vuelto loco de remate, vaya para allá, por Dios…!

– Espere -le dije-. Dígame lo que quiere que haga y qué es lo que está pasando y dónde…

– ¡Vaya usté para allá nada más, por favor, por ahí! -imploró.

Así pues, subí al coche y fui en la dirección que me había indicado la mujer, preguntándome en qué demonios me estaba metiendo pero sabiendo que en cualquier caso tenía que ir. Tras recorrer aproximadamente un kilómetro me encontré con dos personas que estaban de pie al lado de la carretera. Una de ellas era Petra, una menuda danesa de pelo largo color castaño claro con el que se cubría la cara en un vano intento de ocultarse tras él. La otra era su amante Juan, un hombre a quien yo conocía un poco por haber esquilado sus ovejas unas cuantas veces. Aunque apenas más alto que Petra, de algún modo su fiera mirada amenazadora le hacía parecer mucho más alto que ella.

Petra recibió mi llegada con una mirada aterrorizada.

– Por favor, no me dejes sola con él, Chris, va a matarme.

– Cristóbal, ¿qué haces tú aquí? -preguntó Juan con una mirada de furia.

Salí del coche y Petra me explicó lo mejor que pudo lo que pasaba.

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