Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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El teléfono sonó de nuevo. Ley… todavía perdido.

Eugene y Andrew nos zarandearon a empellones a Ana, a Chloë y a mí, forzándonos a adoptar toda suerte de posturas y poses diferentes, y nos empujaron de un lado para otro como si fuéramos una familia de osos de peluche. Después volvieron a hacerlo todo otra vez pero utilizando diferentes objetivos y filtros y paraguas y pantallas, haciéndonos sujetar diferentes accesorios y apoyarnos en diferentes objetos, hasta que finalmente nos hicieron quedarnos en pie de la mano dando saltos en el río:

– Intentar simplemente parecer naturales, porfa, os quiero en unas poses así como comunes y corrientes, tío.

Nos sentíamos como una familia de imbéciles y, cuando salió después la foto, eso era exactamente lo que parecíamos -unos cabeza de chorlitos soltados por un día de algún tipo de institución. Aún así, Eugene y Andrew eran divertidos y todos nos reímos mucho del asunto -a excepción, por supuesto, de los momentos en que debíamos reír para la cámara, en que simplemente parecíamos anormales.

En el transcurso de la mañana Ley llamó varias veces más, cada una de ellas un poco más perdido que la anterior. Todos nos reímos del pobre Ley, que al parecer era una especie de reportero estrella.

– ¿Por qué habrá querido el Mail enviarnos a un periodista estrella? No creo que seamos gran noticia, ¿no? -me pregunté.

– Te tratan como si lo fueras -nos tranquilizó Eugene-. Quizá no tanto como las Spice Girls, pero importante en cualquier caso. Por eso te envían a Ley.

William Leith se presentó justo antes del almuerzo. Llegó todo acalorado y más sofocado de lo que nunca he visto estar a nadie. También él tenía el cabello encrespado, empapado de sudor por la caminata cuesta arriba, sus gafas estaban pringosas de polvo y suciedad, y temblaba como una hoja. Entró en la casa tambaleándose y se dejó caer en una butaca.

– Soy William -dijo con voz ronca, chupándose a continuación los labios resecos-. ¿Tenéis cerveza?

Saqué un botellín -una de esas pequeñas botellas que hay en España cuyo contenido apenas si sería detectado si lo vertieras en un vaso de una pinta [2]. William se recostó en su butaca. Eugene y Andrew se miraron el uno al otro y después nos miraron a nosotros, quienes a nuestra vez les dirigimos una mirada socarrona. Ana me miró con intención. William se bebió toda la cerveza de un trago y, al levantar después la vista, observó que algunos de nosotros -los que no estábamos mirándonos unos a otros- le estábamos mirando a él.

– ¡Dios! -dijo-. ¿Hay alguna otra por ahí?

Permaneció desplomado en su butaca con su segundo botellín, semejante a algún extraño organismo que de alguna manera hubiese ido a parar al elemento equivocado -un animal de las profundidades marinas en una sala de bingo, por ejemplo. Nos lo quedamos mirando todos, preguntándonos qué iba a decir a continuación. Pero solo después de haberse bebido tres cervezas le fue posible comunicarse.

– ¡Dios santo, qué carretera! Jamás en mi vida he sentido tanto miedo! ¡Y luego ese puente de fabricación casera, como de carrera de obstáculos! Pensé que iba a morirme, os lo juro…, mirarme: aún estoy temblando. ¿Dónde está el cuarto de baño?

Supusimos que los horrores de su experiencia con la carretera y el puente habían tenido un efecto laxante para Ley, por lo que le condujimos a toda prisa hasta el cuarto de baño. Sin embargo el reportero no cerró la puerta y, cuando todos miramos en esa dirección, le vimos pasando revista a los potingues que había en los estantes y los armarios, levantándolos uno por uno, dándoles la vuelta y leyendo sus instrucciones de uso.

– Es un periodista -explicó Andrew-. Eso es lo que hacen, no pueden evitarlo.

– ¡Ahora se os meterá en el cajón de la ropa interior! -dijo Eugene con una risita.

Efectivamente, cuando William terminó de hacer lo que tenía que hacer en el cuarto de baño, salió y se metió en el dormitorio.

– Querías ser un escritor famoso -dijo Andrew-. Pues bien, ¡en esto es en lo que consiste!

Yo no estaba totalmente seguro de haber querido ser alguna vez un escritor famoso pero, cuando nos sentamos a comer, William se recuperó de los traumas de su viaje y resultó ser muy agradable. Bebimos algo más de vino de lo conveniente, y después William sacó su bloc de notas y dio comienzo a la entrevista.

Nos hizo todo tipo de preguntas -unas preguntas buenas e incisivas que nos hicieron pensar un poco a Ana y a mí- y poco a poco fue cayéndome simpático, haciéndome empezar a ver nuestra vida como un posible artículo de dominical bastante divertido. Le hablé a William de todo lo que me preguntaba, interrumpiéndome solo una vez cuando Ana me dirigió una mirada de advertencia, con lo cual cambié de tema de buena gana y me puse a soltar todo un tratado sobre las ventajas de la agricultura ecológica frente a la agroindustria, que William escuchó cortésmente. Después, el periodista se volvió hacia mí mientras pasaba la página de su bloc de notas.

– En la contraportada de tu libro dice -anunció- que fuiste uno de los miembros fundadores de Genesis. ¿Es cierto eso?

– Bueno, pues sí -dije un tanto tímidamente-. Pero fue hace una barbaridad de tiempo y duró menos de un año, y para serte sincero no es mucho lo que recuerdo de ello.

– Entonces, dime exactamente lo que recuerdas -insistió William…

De Genesis a la gran carpa

Lo extraño es -me encontré contándole a William- que todo había comenzado con Cliff Richard. A los trece años yo tenía una única gran ambición en la vida: iba a ser Cliff. Esto no quería decir que fuera simplemente a imitar a ese hombre (quien entonces todavía era, debo insistir, un roquero pagano), sino que de hecho iba a ser él mismo. Me parecía que el ser Cliff Richard me daría todo lo que la vida puede dar. Ahora, aproximadamente treinta y cinco años más tarde, me doy cuenta de que tal vez estaba equivocado, pero este razonamiento habría dejado frío a mi yo adolescente, totalmente fascinado con el estrellato. En cualquier caso, quiso la suerte que pronto se impusiera la realidad. Yo no sabía cantar, y evidentemente mis sueños no iban a realizarse. Así pues, me conformé con un futuro consistente en ser el guitarrista de Cliff, Hank Marvin.

Por supuesto, el ser Hank Marvin tampoco era ningún chollo. Dios, en su infinita sabiduría, había interpuesto algunos obstáculos en mi camino disponiendo que naciera sin oído musical y dándome las peores uñas que un guitarrista podía tener. Y no solo eso. Esas uñas eran prolongaciones, no de los finos dedos de un esteta, sino de las torpes manazas de un ayudante de mecánico.

Estos factores podrían haber dado al traste con mi carrera musical en una fase temprana de no haber sido por mi mejor amigo Duncan. Éste era un tipo fabuloso para tenerlo como amigo -animado, alocado y un poco furtivo- que sobresalía entre todos los demás en el internado adonde me habían enviado mis padres. Mientras el resto de nosotros, jóvenes degenerados, nos escapábamos en bicicleta a algún bar para beber y fumar, Duncan se quedaba en el colegio haciendo sus tres horas diarias de práctica de guitarra. Era un prodigio, y en las vacaciones tomaba clases del famoso guitarrista John Williams.

Un verano, mientras experimentábamos juntos los quince años de edad, Duncan y yo conocimos a dos chicas cuya persecución nos mantuvo ocupados durante todas las vacaciones. Una de ellas -una rubia alta y esbelta que podía dejarte sin aliento con una mirada y un movimiento de cabeza para echarse hacia atrás su larga melena- se llamaba realmente Eva. Su amiga era, por contraste, de aspecto poco agraciado, con un lacio flequillo moreno cuyas puntas abiertas se inspeccionaba constantemente. No recuerdo su nombre, aunque sí recuerdo una sonrisa bastante dulce en los raros momentos en que yo miraba en su dirección. Pero mi atención estaba enteramente ocupada en pelearme con Duncan por conseguir el asiento de al lado de Eva, echarle poco a poco de la pista de baile, o devanarme los sesos buscando algún comentario ingenioso que indujera a Eva a mirar en mi dirección.

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