Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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Caminé aturdido por la ciudad durante todo el día, me salté el almuerzo y hasta me olvidé de que me dolían los pies. Entonces, cuando empezó a caer el fresco de la tarde, regresé a la plaza del hotel -Mezquita, se llamaba- a tiempo para la cena: pedazos de grasa de cerdo flotando en un lago de habichuelas y dientes de ajo hervidos, con vino, pan y, para terminar, una naranja. Me supo a néctar y ambrosía.

A la mañana siguiente me puse a lavarme la ropa en un lavadero de piedra que había en la azotea. Resultaba agrá- dable chapotear con el agua al sol de mañana de diciembre. Mientras frotaba con bastante ineptitud silbando para mis adentros una canción, surgió una figura del hueco de la escalera que conectaba la azotea con el resto del hotel. Era una mujer cuarentona corpulenta, con zapatos de tacón, falda estrecha y camiseta blanca de hombre, que se me quedó mirando perpleja.

– ¿Pero qué demonios estás haciendo? -preguntó.

– Lavando. Estoy lavándome la ropa -respondí, bastante satisfecho de mí mismo. Durante mi viaje hacia el sur había descubierto que ésta era una pregunta inevitable y que bastaba sumergir una grisácea prenda interior en agua jabonosa para que alguien en alguna parte apareciera y te preguntara. Muy previsoramente, había descubierto la respuesta con ayuda del diccionario. Mi español era bastante rudimentario, pero aún así mi compañera consiguió hacerme comprender la idea de que tenía que abandonar inmediatamente mi labor porque no era apropiado que un hombre se lavara la ropa, y que de ahora en adelante ella lo haría por mí. Inmediatamente tomó el relevo y mientras la mujer chapoteaba con el agua, yo intenté corresponder dándole una serenata de guitarra. Incluso estando como estaba yo trastornado por la guitarra, no acababa de convencerme del lodo de que el trato fuese totalmente justo.

Mi nueva amiga se llamaba Isa. Trabajaba en el hotel y al parecer me había tomado algo de cariño. A veces por las tardes me llevaba a un bar con su joven amiga Viki, una chica regordeta y bastante bonita que se reía mucho. Ponían un gran esfuerzo en ataviarse para aquellas ocasiones, y salían de sus respectivas habitaciones con zapatos de un tacón increíblemente alto, medias de malla, amplios escotes y unos cuantos botes de maquillaje generosamente aplicados. Entre las dos me pasaban revista, quitándome los pelos, migajas y quién sabe qué de la camisa arrugada y arreglándome el pelo antes de dictaminar que ya estábamos listos. Entonces, taconeando y con paso tambaleante, nos dirigíamos por las calles adoquinadas a una especie de barezucho.

Siempre pensaba que Isa y Viki eran muy amables por llevarme consigo en esas expediciones, puesto que yo no podía haber sido muy divertido para ellas. Solíamos apoyarnos los tres en la barra del bar, donde mis compañeras conseguían causar máxima impresión con sus medias y sus minifaldas con abertura. Parloteaban la una con la otra, volviéndose de vez en cuando para dirigirme una sonrisa amigable. Yo les devolvía cortésmente la sonrisa y me ponía de nuevo a batallar con el idioma.

Quería con todas mis fuerzas participar en su conversación, y todo el tiempo trataba de idear cosas que decirles con ayuda de papel y lápiz y de un diccionario de español. Pero, por supuesto, para cuando había encontrado la manera de entablar conversación, el momento ya había pasado y no me quedaba más remedio que recurrir a una sonrisa tímida.

De todos modos disfruté mucho de aquellas tardes y del Mezquita en general. Era un lugar ruidoso pero agradable, el resto de cuyos residentes eran fundamentalmente hombres jóvenes del campo que trabajaban en una fábrica justo al otro lado del río. Durante la cena nos dedicábamos a intercambiar artificiosas medias frases, sonrisas desconcertadas y arqueamientos de cejas. Pero, por extraño que parezca, yo debía resultarles socialmente valioso, ya que también ellos me llevaban a los bares.

En una de aquellas salidas, mientras me encontraba en un lóbrego bar lleno de estudiantes, humo y animada charla, entró una mujer enorme con una presencia tan fuerte que el parloteo cesó de golpe. Pegado a sus talones venía un chico pequeñísimo con un estuche de guitarra más grande que él. Uno de mis compañeros me dio un codazo y sonrió con suficiencia. -Lola la Gorda -dijo, indicando con las manos (de modo bastante innecesario) su figura.

Lola la Gorda se sentó contra la pared y le fue despejado un espacio por delante. Sacó la ligera guitarra amarillenta de su estuche y, sujetándola con los brazos casi totalmente extendidos entre los pliegues de su gran corpachón, se lanzó a recorrer las cuerdas con los dedos con gran fuerza y soltura. Tras un ligero ajuste de las clavijas, comenzó a tocar. Se hizo un silencio reverencial mientras iba arrancando de las cuerdas unos agudos arpegios. Su improvisación ascendía para descender luego en picado, como un lamento y un gemido, y después iba subiendo de nuevo hasta llegar a un estruendo mientras golpeteaba el instrumento con la muñeca más rápida y flexible que jamás he visto. Yo nunca había escuchado el sonido de la guitarra flamenca en vivo y estaba hipnotizado. Su desconocido timbre oriental llenaba la música de misterio y angustia, y la facilidad y fuerza con que esta mujer tocaba hacía que pareciese como si la guitarra estuviese tocando sola.

La intensidad fue poco a poco descendiendo hasta convertirse en un bajo quejido repetitivo, semejante a un reiterado desafío. Uno de los trabajadores de la fábrica salió al espacio despejado y se arrodilló en el suelo delante de Lola. Se oyeron gritos de «¡Olé!» y «¡Anda!» procedentes del público. Persuasiva, la guitarra le engatusaba tratando de sacarle una copla, hasta que de pronto el hombre lanzó un grito como si sintiera un gran dolor. El grito se convirtió en un lamento y un profundo quejido, culminando en una larga y tensa ululación. Mientras iba cantando copla tras copla, lloraba lágrimas de verdad. Yo estaba absolutamente petrificado.

Al día siguiente me lancé en busca de un profesor de guitarra. No tuve que ir muy lejos. Mientras desayunaba café y rosquillas en un bar, me encontré a Xernon sentado a mi lado, un chico rubio de cara regordeta mitad mejicano, mitad norteamericano. Parecía tener como doce años de edad, pero tenía un estuche de guitarra y nos pusimos a hablar.

– Si deseas aprender flamenco -me dijo- tienes que alojarte en el Hostal Monreal; ahí es donde está todo el mundo. Si quieres, puedo llevarte.

Así pues, dejé a mis amigos del Mezquita -Xernon se había quedado sorprendido al descubrir que me alojaba en una casa de citas (tal como hasta yo había empezado a sospechar tras salir unas cuantas noches con Isa y Viki)- y, echándome al hombro la guitarra, caminé hasta la Catedral, junto a la que se encontraba el Hostal Monreal en una esquina. Di mis datos en recepción a una mujer llamada Mary, una bonita irlandesa de voz suave que llevaba la contabilidad, se encargaba de que el personal estuviera a gusto y actuaba como mediadora con la heterogénea colección de huéspedes, la mayoría de ellos estudiantes de guitarra o de baile flamenco.

El amante de Mary, José, era el propietario del establecimiento. A cualquier hora del día o de la noche se le veía deambulando con una llave de fontanería y cara de profunda preocupación. Le gustaba arreglar las cañerías, y su sueño era deshacerse de la zarrapastrosa clientela del hotel y llenarlo de ricos turistas americanos. Si hubiera arreglado mejor la fontanería, probablemente habría podido subir las 175 miserables pesetas que cobraba por la «pensión completa, con agua fría solamente».

Pero la fontanería era algo absolutamente único. Para disfrutar al máximo de la ducha de agua fría tenías que apoyarte en los azulejos por debajo del agujero donde goteaba agua de la pared y, torciendo el cuello y los hombros, podías guiar el hilillo de agua hacia la parte del cuerpo que lo necesitara. No era lo más indicado para despertar el entusiasmo de unos americanos derrochadores.

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