Chris Stewart - El loro en el limonero

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El loro en el limonero: краткое содержание, описание и аннотация

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Las vidas de Chris, Ana y su hija Chloë continúan en su cortijo El Valero. Un loro algo misántropo se colará en la familia, la chica lleva adelante su vida escolar en el pueblo, montan el teléfono, los vecinos siguen con sus algo locas historias de amor y pendencias, y de golpe descubren que su amado valle quizás esté una vez más bajo la amenaza de ser sumergido por la construcción de una presa.
Al mismo tiempo comienza la vida literaria de Chris y, tras el éxito de su primer libro Entre limones, los periodistas hacen el sendero del aislado cortijo hasta golpear inesperadamente su puerta y él hace recuento de su anterior vida: los duros tiempos en que iba a esquilar ovejas a Suecia (cruzando mares helados para llegar a remotas granjas); su primera toma de contacto con España para aprender a tocar la guitarra flamenca a los 20 años; o su ilustrísima carrera musical, primero como batería de un grupo escolar llamado Genesis (expulsado a los 17 años, nunca hubiera podido ser un Phil Collins) y con su paso por el circo de Sir Robert Fossett. Nuevos e irresistibles episodios de una historia entre limones.

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El primer pastor anunció sus serias dudas sobre la seguridad de su rebaño con la voz de un pirata de comedia para niños, una especie de acento de Cornualles de Ben Gunn [3]. Carraspeé y probé de nuevo. Le contestó un chico de la región inglesa de Somerset que por lo visto había pasado mucho tiempo en el Transvaal. Volví a detenerme. Con el rabillo del ojo vi levantarse a Nat y salir medio agachada y de puntillas con el niño debajo del brazo. Mark miraba fijamente el techo de la carpa, asombrado al parecer de descubrir que estaba hecho de lona.

Proseguí. El primer pastor se había decidido por un acento mucho más suave y razonable de campesino de Sus- sex. Eso no estaba mal, pero yo -el narrador- de algún modo me había convertido en el Príncipe Felipe. Me detuve horrorizado.

– Lo siento -empecé a decir-, en realidad no sé de dónde han venido todos esos extraños acentos. -Pero mis palabras fueron completamente ahogadas por el feroz repiqueteo de la lluvia en el techo de la carpa. Al parecer Dios, en respuesta a mi ferviente plegaria para que la tierra se abriera y me tragara, había dispuesto que fueran los cielos los que se abrieran en su lugar. Tal vez no se había acostumbrado del todo a mi acento.

Me eché hacia atrás, salvado por los elementos, y vi cómo Nat regresaba a la carpa con el niño dormido en brazos. Me dirigió una amplia sonrisa. Mientras continuaba lloviendo ninguno de nosotros podía hacer nada más que sonreír. Era imposible oír ni una sola palabra de nadie, ni siquiera de la persona que estaba a tu lado. Me imaginé a Vikram Seth sonriendo y esperando en el estrado de la carpa de detrás, y me puse a pensar en la maravillosa virtud que tiene la lluvia de hacernos a todos iguales.

Después del diluvio el público y los miembros del panel intercambiaron algunas ideas sobre agricultura y literatura de la manera más relajada que imaginarse pueda. A continuación salimos todos al sol radiante del exterior, para entrar en una carpa donde unos montones de libros estaban esperando para ser firmados. No pude evitar ver un rebaño de vacas por encima de la zona del festival atravesando a paso lento un húmedo prado como si quisieran unirse a la cola.

A mi vuelta de este periplo literario, que incluyó unas cuantas firmas de libros en las librerías de la zona, así como el ir a visitar a mis viejos amigos ganaderos de ovejas, Ana y Chloë me inspeccionaron de cerca buscando algún signo de engreimiento. A Chloë le gustó oírme contar cómo había firmado libros en las librerías para unas personas totalmente desconocidas, aunque parecía preocupada de que ello me hubiera hecho cambiar de alguna manera sutil e irreversible.

Yo sabía a lo que se refería. El interés por los autores me parecía una cosa fugaz que se te sube a la cabeza. Sonó el teléfono y, como prueba de lo sugestionable que me había vuelto, lo descolgué esperando que fuera un periodista exigiendo una entrevista. Pero era José Guerrero, mi socio de esquila.

– YA HAS VUELTO DE POR AHÍ. MUY BIEN -gritó-, ¡MAÑANA NOS VAMOS A ESQUILAR!

– No, no nos vamos. Acabo de llegar a casa en este momento.

– ¿Y QUÉ MÁS DA?, HAY QUE ESQUILAR ESTAS OVEJAS. NOS VEMOS A LAS CINCO Y MEDIA EN EL BAR DE RAMÓN.

– Mira, no quiero ir a esquilar mañana; ya he estado fuera muchos días y ahora quiero volver a acostumbrarme a mi familia.

– CRISTÓBAL, CUENTO CONTIGO. PUEDES VOLVER A ACOSTUMBRARTE A TU FAMILIA EL JUEVES.

– ¿Por qué no puedes esquilarlas tú?

Pero era demasiado tarde; la línea ya se había cortado.

Chloë no se mostró especialmente entusiasmada de que me marchara a esquilar inmediatamente después de mi llegada, pero Ana lo comprendió. Sabe que nunca he podido negarle un favor a José Guerrero.

José es único. Tras su fachada de presuntuoso desparpajo se esconde una naturaleza discreta, considerada y cálida. Hace un par de años le fue diagnosticado un cáncer del sistema linfático, lo que probablemente explica su curioso aspecto cadavérico. Su modo de hacer frente a la enfermedad consiste en lanzarse a una vida de constante actividad frenética. Estar con él resulta agotador, pues te consume con su energía inagotable. Pero al parecer la técnica funciona; la enfermedad parece no poder aguantar el ritmo, y cada vez que le veo está un poco mejor y toma unas cuantas pastillas menos.

Tanto Ana como yo pensamos que un día de sucio trabajo manual con José Guerrero me ayudaría a volver a poner los pies en el suelo y bajar de las alturas enrarecidas que había estado habitando.

A las cinco de la mañana no hay el menor indicio de luz en el cielo, solo las estrellas, y aquella mañana en concreto no había luna. Salí de la cama sin hacer ruido y busqué a tientas mi camiseta y mis vaqueros, después de lo cual salí con sigilo de la casa a la cálida y oscura mañana. Mientras avanzaba lentamente por la pista, me esforcé por distinguir el canto de los ruiseñores entre el crujido de mis pisadas sobre la grava y el fragor del río. Todo en derredor, las grandes panzas de las montañas contrastaban su profunda negrura con el incipiente y casi imperceptible gris del cielo. Las flores amarillo claro de las gayombas que bordeaban el camino resplandecían débilmente, y su perfume llenaba el aire de la noche. Entonces atravesé el puente, subí al coche y, al encender los faros, extinguí el hechizo de la mañana.

En el bar de Ramón los madrugadores de siempre se encontraban sentados en la barra aplicándose en silencio a su café, su manzanilla, su anís o su coñac. No había ni rastro de José, por lo que me senté en un taburete y pedí un zumo de naranja. Entró un hombre joven con chándal brillante y empezó a contar chistes de fútbol a voz en cuello. Los demás miembros del bar parecían estar disfrutando, pero mis pensamientos empezaron a derivar hacia mi casa y la cama. ¿Qué demonios me había hecho querer esquilar un día en que la mujer del tiempo había dicho en la televisión que iba a hacer unos treinta y cinco grados?

A las seis y media, José entró en el bar y se dejó caer a mi lado.

– Has sío puntual -dijo-. Muy bien, vámonos.

Yo sabía que él había dicho las cinco y media, pero no valía la pena discutir. A José se le habían pegado las sábanas, pero es un hombre a quien no gusta admitir sus errores y, a decir verdad, tenía un poco de mal aspecto y parecía como si no necesitara una discusión.

Arrojé mi bolsa al interior de la estrecha y fétida cabina de la furgoneta de José y me metí tras ella. Mi amigo puso en marcha el motor e introdujo una cinta en el radio cassette. El sonido salía a todo volumen, horrorosamente distorsionado.

– Esto te va a gustar, Bebequín…

– ¿Cómo?

– La música, es Bebé Kin…

– Ah, ¿quieres decir que es BB King?

– Sí, claro. Acabo de comprarme esta cinta. Escucha, es una canción de Elmore James.

A José le vuelve loco el blues. Bueno, a mí también, a una hora decente del día. Pero José parece tener algún tipo de cortocircuito en su sistema de sensibilidad, pues le gusta oírlo a todo volumen incluso de madrugada. Inspirado por los riffs de guitarra de Bebequín, se dirigió, dándole caña sin piedad a su pequeña furgoneta de hojalata, hacia lo alto de la Sierra de Lújar.

Era una mañana calurosa incluso a una hora tan temprana, antes de la salida del sol, y llevábamos abiertas las dos ventanillas, lo que dispersaba un poco el miasma a mierda de oveja y humo de tabaco. A medida que íbamos ascendiendo, comenzaron a aparecer las cimas cubiertas de nieve de Sierra Nevada, así como el gris de las altas montañas asomándose por encima de los tenues pliegues azulados de los valles. Seguimos subiendo, curva tras curva, por la estrecha carretera de montaña flanqueada por unos terraplenes densos de hierba crecida y de flores, a través del pequeño puerto por encima de Camacho, y pusimos rumbo al este a lo largo de la cresta hasta llegar al punto más alto de la carretera, el Haza del Lino. Allí nos detuvimos en el bar para preguntar el camino.

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