Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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John suspiró.

– ¿Qué ha hecho?

– Beber siendo menor de edad.

– No te detienen por beber siendo menor de edad. Te ponen una multa.

– También tenía un carné de identidad falso y dicen que opuso resistencia.

– Bueno, pues entonces lo haría, ¿no?

– Venga ya, John. Por favor.

John acunó la cabeza entre las manos.

– ¿De cuánto estamos hablando?

– De mil cuatrocientos.

– ¿Estás de broma? No tengo mil cuatrocientos dólares aquí.

– Solo tienes que poner setecientos. Gary ha puesto el resto.

– ¿Quién?

– Un colega suyo de las manifestaciones. Ya me ha mandado un giro telegráfico.

John sacó las piernas por un lado de la cama y se sentó.

– Por cierto, ¿de dónde has sacado mi número?

– Se lo robé a Isabel del escritorio de la habitación. Nathan quería llamarte para pedirte disculpas por lo del desayuno.

John dejó caer la frente sobre una mano. No podía creer que lo estuviera considerando siquiera.

– Vale -dijo, poniéndose de pie y buscando la ropa-. ¿Por quién pregunto cuando llegue allí?

– Por Nathan Pinegar. Y nada de bromas con vinegar [5] , le sientan muy mal.

¿Pinegar? ¿Nathan era un Pinegar?

¿Un Pinegar adolescente?

John estiró un brazo para apoyarse en la pared.

* * *

Detrás del mostrador había una hilera de monitores y cada uno de ellos mostraba el contenido de una celda.

Hasta los baños se veían perfectamente. Nathan estaba acurrucado sobre una estrecha cama. John lo miró y lo remiró.

– ¿Puedo ayudarle? -dijo finalmente el policía que estaba detrás de la mesa.

– Eh… Sí. -John se aclaró la garganta y dio un paso adelante-. He venido a pagar la fianza de una persona.

El policía hizo estallar el chicle y miró con recelo a John antes de responder.

– ¿A quién?

Este tuvo que tragar saliva antes de conseguir pronunciar el nombre.

– A Nathan. Pinegar. Es ese -señaló John.

El policía miró el monitor por encima del hombro.

– ¿Va a pagar en efectivo?

– Con tarjeta de crédito.

– Hay un fiador calle abajo.

* * *

No cruzaron ni una palabra hasta que abandonaron el edificio. Nathan caminaba con aire avergonzado unos cuantos metros detrás de él. Llevaba los hombros encorvados en lo que John ahora reconoció como cosa de la adolescencia.

Cuando llegaron a la parte de abajo de las escaleras, John se detuvo y echó una ojeada hacia atrás a la falsa fachada griega del edificio.

Nathan miró a ambos lados de la calle. -Entonces ¿puedo irme?

– No, tengo que preguntarte una cosa. ¿Dónde te criaste?

– En Nueva York. En Morningside Heights. ¿Por?

– ¿Cómo se llama tu madre?

– ¿Por qué? ¿Vas a llamarla?

– No, no -dijo John rápidamente-. Solo que… -La sangre le rugió en los oídos en un zumbido supersónico de terror-. Esto… ¿Necesitas que te lleve a alguna parte?

– No, tío, estoy bien -respondió Nathan. Estaba turbado e inquieto, claramente ansioso por seguir su camino. John asintió.

Mientras los pesados pasos de Nathan resonaban calle abajo, John se sintió tan mareado que tuvo que sentarse en las escaleras.

35

Isabel estaba tumbada de lado, abrazada a la almohada. Llevaba despierta dos horas, aunque el sol todavía no daba señales de salir. Había puesto la televisión de fondo sin volumen, porque tenía la esperanza que volvieran a emitir La casa de los primates. Pero no la habían reanudado e Isabel estaba bastante segura de que no volverían a hacerlo, porque Rose la había llamado y le había dicho que la Fundación Corston estaba preparando la unidad de aislamiento para la llegada de nuevos primates. No estaba segura de que fuera para los bonobos, pero cuanto más tiempo permanecía suspendido el programa, más probable le parecía. Alguna persona del estudio, algún intérprete o, lo que le parecía más probable, Peter, se había dado cuenta de lo que implicaban las declaraciones de Sam y habían cerrado el chiringuito. Peter no solo había participado en la destrucción del laboratorio, sino que ahora los iba a sentenciar a una muerte en vida en un laboratorio biomédico.

Alguien aporreó la puerta. Ella dio un grito y los golpes cesaron. Al cabo de unos segundos, lo sustituyó un golpeteo vacilante.

Isabel echó hacia atrás las sábanas y se dirigió hacia la puerta en la oscuridad. No podía fingir que no estaba, pero el pestillo estaba echado y los guardias de seguridad del hotel tardarían en llegar uno o dos minutos como mucho. Pegó un ojo a la mirilla y vio a John Thigpen, con la nariz alargada por el ojo de pez y los orificios nasales abriéndose y cerrándose mientras se apoyaba con una mano en el marco de la puerta. Abrió y lo hizo pasar.

Él entró tambaleándose y ella encendió la luz del techo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué pasa?

Pero él se quedó allí de pie, perplejo, con la mirada desorbitada y perdida. Finalmente, la miró.

– ¿Te he despertado?

– Ya estaba despierta -dijo-. ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado?

– Creo que soy su padre. -Tenía los ojos tan abiertos como los de un lémur.

– ¿El padre de quién?

– De ese vegano de pelo verde ecofeminista.

– ¿De Nathan?

John asintió, todavía jadeando.

– ¿Qué demonios te ha hecho pensar eso? -preguntó.

– ¿Cuántos Pinegar de diecisiete años puede haber en el mundo?

De pronto, Isabel se preguntó si había hecho bien dejándolo entrar. ¿Estaba borracho? No olía a alcohol, y eso que ella tenía un don sobrenatural para percibir el alcohol en el aliento de la gente. ¿Estaría colocado? Lo examinó más de cerca: tenía las pupilas del mismo tamaño y no estaban dilatadas.

Él pareció darse cuenta de sus temores.

– Lo siento. No debería haber venido -dijo y, aunque seguía temblando, dejó de parecer un loco. Ahora solo tenía un aspecto miserable y penoso. Dio un paso hacia la puerta.

– No pasa nada -dijo Isabel, tocándole el codo-. Ven, siéntate. Cuéntame qué pasa.

Él se dirigió bamboleándose hacia el sofá y ella lo siguió. Comenzó a contarle la historia de la imprudencia que había cometido hacía tanto tiempo, e Isabel acabó sentada a su lado sobre las piernas, mirándolo a la cara.

– Ni siquiera sabía si lo habíamos hecho -dijo-, pero al parecer la dejé preñada. ¿Por qué no me dijo nada? Yo era un joven estúpido, pero quizá si mis padres o yo hubiéramos formado parte de su vida, no se hubiera vuelto así.

– No es tan malo -dijo Isabel.

– Sí lo es -replicó John.

– Sí, supongo que sí -reconoció Isabel.

John dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá y gimió.

– Vale -dijo Isabel, girando las piernas e incorporándose-. Oye, aún no tiene sentido alarmarse. No sabes si realmente es tuyo.

– Tiene diecisiete años. Se apellida Pinegar. Se crio en Nueva York.

Isabel no podía negar que tenía su parte de razón. Se levantó y volvió a coger el ordenador. John permaneció sentado como un bulto espatarrado, como una especie de estrella de mar sin vida desparramada sobre el lado izquierdo del sofá, inmóvil salvo por la subida y bajada ocasional de la nuez.

– Lo siento -dijo con voz ronca mientras ella tecleaba-. No sé qué me ha pasado.

– ¿A qué te refieres?

– A cargarte con todo esto.

– No pasa nada -dijo Isabel-. Está claro que necesitabas hablar con alguien. Entiendo que tu mujer no fuera la primera opción.

– Me va a matar. Seguro que me mata. ¿Qué voy a hacer?

Isabel sacudió la cabeza con compasión mientras seguía tecleando.

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