– ¿Pueden hacer eso? -preguntó Isabel.
– Sí.
– ¿Y echará por tierra el juicio?
– Si también solucionan el tema de la alimentación, sí. Sin duda.
Era cosa de Peter. ¿Cómo podía haberlo pasado por alto? Estaba tan cegada por la esperanza que no se le ocurrió que «cuidar de los bonobos» significaba que los tribunales no se los quitaran a Faulks. Isabel cogió la cubitera que estaba sobre el escritorio y vomitó dentro de ella.
Cuando volvió a levantar la cabeza, Sam había dejado de hacer aspavientos y observaba atentamente a través de las puertas, siguiendo con la mirada un objetivo específico. Entonces empezó a hablar en la lengua de signos. VISITANTE MALO. HUMO GRANDE. VISITANTE MALO. El bocadillo que le salía de la cabeza desapareció de repente.
Sam continuó con un aluvión de signos que no fueron interpretados. Se llevó la mano a la boca y luego la alejó como si hubiera probado algo repugnante. Se dio unos golpecitos en los labios con dos dedos y unió los dedos índices delante del pecho: HUMO MALO VISITANTE. ISABEL DUELE. VISITANTE MALO ALLÍ. FUEGO GRANDE.
Isabel se acercó más a la televisión para centrarse en los recuadros en los que salían los hombres trabajando. Uno de ellos, de labios amorfos y gruesos, le gritó algo a otro.
Entonces le vino una imagen a la cabeza: un hombre arrodillándose fugazmente al lado de su cabeza, que estaba sobre el suelo del laboratorio, murmurando «¡Mierda!» con unos labios enormes que parecían gomas elásticas.
– Marty, tengo que dejarte -dijo. A continuación, cerró la tapa del teléfono.
Los hombres instalaron una especie de tarima flotante que permitía drenar el agua hasta el cemento y ahora estaban reemplazando todos los muebles tapizados por unos idénticos pero sin moho y, sin duda, empapados en protector de tejidos Scotchgard. Sam y Mbongo se habían retirado a una esquina del fondo del jardín y observaban con atención y con sumo recelo.
SUCIO MALO -señaló Mbongo con el ceño fruncido-. Sucio MALO, SUCIO MALO, SUCIO MALO.
Y entonces, de repente, la emisión se cortó.
* * *
Celia llegó en unos minutos. Isabel extendió la mano hacia el pasillo y la arrastró hacia dentro de la habitación.
– ¿Has visto eso? -preguntó-. ¿Lo has visto?
– ¿Que si he visto qué? -dijo Celia, mirando hacia la televisión.
– ¡ La casa de los primates! Sam y Mbongo acaban de identificar a uno de los miembros de la cuadrilla de limpieza de Faulks, dicen que estaba allí la noche de la explosión. No fue la LLT. ¡Fue la gente de Faulks! Han identificado a ese tipo en directo. Yo me acuerdo de su boca. Han cortado la emisión, pero ya era demasiado tarde. Tiene que estar grabado en algún lado, ¿no? ¿No? Dios mío, ¿y si no dejan testificar a los primates? -Isabel se llevó un puño a la boca y se volvió de nuevo hacia la tele.
Celia no se movió.
– Me lo he perdido -dijo lentamente-. Pero ni es necesario que testifiquen, ni ha sido solo cosa de Ken Faulks.
Algo en el tono de Celia hizo que Isabel se diera la vuelta.
Esta la miró durante un buen rato con dureza.
– ¿Dónde tienes el ordenador? -preguntó.
A Isabel el corazón le estaba latiendo tan deprisa que lo sentía en los tímpanos, pero fue a buscarlo. Celia se sentó y comenzó a teclear. Al cabo de unos minutos, estaban ante la bandeja de entrada del correo electrónico de Peter o, mejor dicho, de una copia reflejada del mismo en el servidor de Jawad.
– Te lo guardo en favoritos. La contraseña es «penegrandiosamentedescomunal», todo junto y en minúsculas. Cosas de Joel. A mí me parecía más apropiado «agitadordecóctelinsignificante», pero perdí la votación. Jawad ha recuperado esto hoy -dijo, apuntando hacia la pantalla-. Peter había borrado estos mensajes, pero no usó la opción de borrado seguro, así que, aunque no estaban visibles en la bandeja de entrada, seguían existiendo. Jawad los rescató y luego restauró el acceso de Peter a su cuenta. Él cree que se le quedó colgada por un fallo en el sistema.
Isabel sacudió la cabeza con impaciencia mientras señalaba con el dedo hacia la televisión.
– Ya sé lo del programa informático. ¡No me estás escuchando! ¡Acaba de pasar algo mucho más importante!
– Isabel, la que no estás escuchando eres tú. O más bien mirando. Mira los códigos de tiempo de estos correos electrónicos.
Cuando lo hizo, durante un angustioso momento creyó que iba a vomitar de nuevo.
* * *
John aún seguía mirando la televisión. ¿Sería posible? Solo había visto una fracción de lo que Sam estaba diciendo antes de que el bocadillo desapareciera y la pantalla se quedara en blanco.
El teléfono sonó y lo buscó a tientas sin despegar los ojos de la pantalla sin emisión. -¿Sí? Ella ni siquiera se identificó.
– ¿Quieres una primicia? -le espetó-. Yo te daré una primicia. Faulks y mi prometido intentaron hacerme volar por los aires.
Una hora después, John regresaba al Buccaneer con la mirada fija de estupor, justo después de ver los contenidos de la bandeja de entrada de Peter Benton. Se había reenviado por correo electrónico la URL del servidor reflejado antes de abandonar la habitación del hotel de Isabel.
Ella había empezado a intentar justificarlo, a quitarle hierro al asunto, y a John se le rompió el corazón.
– Se suponía que tenían que esperar hasta que todos los coches se fueran del aparcamiento -dijo-. Supongo que no tenían forma de saber que le iba a dejar mi coche a Celia. -Aunque casi parecía dispuesta a perdonar que hubieran estado a punto de matarla, en relación a los primates parecía que no había perdón posible-. La carga estaba específicamente diseñada para que no alcanzara la zona donde vivían, pero ¿y si se hubieran quedado atrapados? ¿Y si los matones con las palancas no hubieran podido entrar para liberarlos? La mayoría de las muertes en los incendios se producen por inhalación de humo.
Lo que le estaba contando era colosal. Desmesurado. Y, por razones más personales de lo que John se sentía cómodo admitiendo, estaba deseando sacar a la luz aquella historia. El problema era que iba a necesitar algo más sólido que unos mensajes enviados a través de un proxy de correo electrónico anónimo. Tenía que demostrar la identidad de la persona que los había recibido y los había respondido.
El sonido del teléfono sobresaltó a John. Mientras lo cogía, vio en el reloj que eran las tres de la mañana. ¿Le habría mordido el perro a Amanda? ¿Habría tenido un accidente? ¿Y si Peter Benton o Ken Faulks se habían enterado de lo que planeaba y le habían hecho algo a Isabel? O tal vez fuera Ivanka…
– ¿Sí? -respondió.
– ¿Eres John?
– Sí -dijo, frunciendo el ceño. Estiró el brazo y encendió la luz-. ¿Quién es?
– Soy Celia Honeycutt, una amiga de Isabel. Casi nos conocemos el otro día.
John ya sabía quién era, tanto por el vídeo de la LLT como por la mujer de la Protectora de Animales de Kansas City.
– ¿Qué ha pasado? ¿Isabel está bien?
– Sí, Isabel está bien. Te llamo por lo de Nathan.
– ¿Por lo de quién? -preguntó John.
– Ya sabes, el tío del pelo verde.
– ¿Qué pasa con él?
– Está en la cárcel. -Muy bien -dijo John.
– No, no está muy bien. ¿Puedes ir a pagarle la fianza?
– ¿Qué?
– No se lo puedo pedir a Isabel porque me acaba de decir que lo deje allí.
– ¿Y qué te hace pensar que yo no opino lo mismo?
– ¿Sabes una cosa? -dijo Celia con exasperación-. Puede que esto haya sido un error. Tal vez no seas el tipo amable que al parecer Isabel cree que eres. Pero ¿sabes toda esa información que te ha dado hoy? ¿Esa que ningún otro periodista tiene y que mataría por que cayera en sus manos? Adivina de dónde ha salido. Pues de mí. Apuesto a que a Catwoman le interesaría mucho.
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