Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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Los ingenieros de sonido respondieron añadiendo campanadas del Big Ben a la música de fondo, pero, curiosamente, en la lista de la compra no aparecía ninguna campana. Bonzi parecía estar buscando algo más, algo que no estaba allí. Makena se expresaba por signos con una urgencia que John no había visto antes.

Se olvidó del vaso de agua y se sentó a los pies de la cama.

Makena se recostó contra la pared en cuclillas y probó varias posturas. Luego, simplemente empezó a empujar. Los otros bonobos se reunieron alrededor de ella, estirando el cuello para poder ver e impidiendo a las cámaras del techo captar imágenes. Makena hizo un par de muecas, extendió los brazos hacia abajo y se llevó un bebé al pecho, con el cordón umbilical todavía sin cortar.

Era tan diminuto que la cabeza le cabría en una taza de té. El resto de los bonobos lo celebraron emitiendo pitidos de alegría y se turnaron para echar un vistazo al nuevo miembro. Minutos después, Makena bajó los brazos y recogió la placenta.

John se quedó sin aliento intentando averiguar si el bebé estaba vivo. Como Makena seguía reacomodándose, no podía ver si el bebé era responsable de alguno de los movimientos. Cuando finalmente Makena lo acunó contra el pecho y le puso la boca sobre uno de sus pezones, este levantó un brazo en miniatura con unos deditos minúsculos y perfectos.

John se quedó mirando atónito, sintiendo un alivio tal que casi le dolía, pero también algo más, algo más primario.

Mientras Makena amamantaba a su diminuto bebé, John posó una mano sobre la pantalla de televisión.

32

Los teléfonos no habían parado de sonar desde que aquel primate se había agachado y había parido un bebé. A consecuencia del alumbramiento, el juez había decidido oír la demanda legal de PCEGP al día siguiente considerándola una situación de emergencia y en los chats de Internet se comentaba que los grupos de defensa de los derechos de los animales estaban a punto de reunirse en la casa de los primates en tal número que haría que toda actividad previa pareciera una reunión íntima.

Cuando Faulks irrumpió en la sala empujando la puerta con tal fuerza que el pomo hizo una muesca en la pared verde salvia que había detrás de ella, tres de los directivos que estaban allí sentados se prepararon para lo que se les venía encima. Los demás permanecieron hundidos en los asientos, derrotados.

Faulks recorrió con la mirada a los presentes.

– ¿Dónde está? -exigió-. Os dije que me lo trajerais.

– Está en camino -dijo el director financiero-. Tenía que solucionar un par de asuntos personales antes. Algo relacionado con un camión de turba.

– Que esté en camino no es suficiente. ¡Cuando os pido que hagáis algo, quiero que lo hagáis!

– A menos que lo hubiera traído en el avión privado de la empresa, no había forma… -Levantó la vista hacia Faulks y cambió de opinión-. Sí, señor.

Faulks se puso a dar vueltas durante unos segundos, luego se detuvo en la cabecera de la mesa y la golpeó con ambos puños. Los vasos de agua, los bolígrafos y los ejecutivos dieron un salto.

– ¿Cuántas suscripciones a largo plazo conseguimos ayer?

Los fue mirando de uno en uno. El director de marketing fue el único que no bajó la vista.

– El capítulo de M á xima audiencia no fue muy bien, pero tuvimos un pico considerable tras el nacimiento del bebé.

– ¿Qué? -exclamó Faulks con los ojos como platos. Se sentó en la cabecera de la mesa y se quedó momentáneamente sin palabras-. ¿Cómo de considerable?

– Del 21 por ciento.

Faulks frunció el ceño, incrédulo.

– ¿Del 21 por ciento?

El director de marketing asintió.

Faulks se recostó en la silla.

– Eso es muchísimo. ¿Está alguna más embarazada?

– No, que nosotros sepamos.

– Ya.

Faulks se quedó pensando un momento sin que nadie lo interrumpiera. Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre la mesa. Al cabo de un rato, volvió a mirar al director de marketing.

¿Seguro que era el 21 por ciento? El ejecutivo volvió a asentir.

Faulks se lo pensó un rato más y luego señaló al director financiero.

– Muy bien. Tú mira a ver si esas nuevas suscripciones podrían cubrir los gastos que el maldito Departamento de Policía nos reclama. Y tú -añadió, señalando a la mujer del moño rubio- investiga si la policía tiene una base legal para hacernos pagar eso. Tú -dijo, mirando a un hombre que tenía un cerco de sudor bajo cada brazo- ponte en contacto con el hombre de los primates. Como si tienes que hablar con él en pleno vuelo. Entérate de qué tenemos que hacer para solucionar lo de la demanda judicial esta noche. Y por si no me gusta ninguna de las respuestas que reciba, consigue también una lista de sitios que quieran quedarse con esos bichos. Escucha posibles ofertas. Por si no queda claro, no quiero regalarlos: quiero venderlos.

El director financiero se aclaró la garganta. Todas las miradas se posaron sobre él.

– Señor, si me permite… -Miró a Faulks para asegurarse de que la respuesta era afirmativa. Tenía los ojos de color gris acero clavados en él, así que continuó-: Me tomé la libertad de hacerlo tras el primer episodio de M á xima audiencia.

¿En serio? -dijo Faulks -. ¿Y qué descubriste?

– Hay una organización llamada Fundación Corston que está dispuesta a pagar bastante más que los demás con los que he hablado. Es un centro de investigación. Prometen ser muy discretos.

Una sonrisa torcida jugueteó en la comisura de los labios de Faulks. Este asintió con lentitud.

– Así que ya tenemos un plan B. Muy bien. -Se sacó la pluma Mont Blanc de platino del bolsillo de la camisa y apuntó con ella al director financiero-. Tienes iniciativa. Me gusta.

33

Al principio, Isabel creyó que se trataba de otro episodio de La casa de los primates en horario de m á xima audiencia, pero, después de echarle un rápido vistazo al reloj, se dio cuenta de que la hora no coincidía. Un camión con una plataforma elevadora se detuvo al lado de la pared exterior del edificio y descargó un montón de caña de azúcar pelada, una de las comidas favoritas de los bonobos, en el jardín. Cuando los bonobos salieron para investigar y celebrar su llegada, unos hombres invadieron la casa como si se tratara de un comando y cerraron inmediatamente con pestillo las puertas que daban al jardín.

Bonzi, Lola y Makena -que agarraba firmemente a su diminuto bebé- se subieron al momento al punto más alto de la estructura de juego, escondiéndose dentro de la parte superior del tobogán tubular, mientras Sam y Mbongo armaban jaleo abajo. Jelani no sabía bien a qué grupo unirse y alternaba los chillidos de advertencia mirando hacia las puertas de cristal a prueba de golpes y las carreras hacia arriba para esconderse con las hembras.

Samy Mbongo gritaban con el pelaje de punta mientras corrían hacia delante y saltaban contra la ventana, dándole golpes con las palmas de las manos y las plantas de los pies mientras los hombres que estaban dentro vaciaban la casa. Se llevaron todos los juguetes, las mantas y objetos más pequeños y trajeron carretillas para los muebles. Solo entonces Isabel se dio cuenta de lo que estaban haciendo. Llamó a Marty Schaeffer.

– ¿Estás viendo lo que están haciendo?

– Sí.

Los hombres usaban palas excavadoras y carritos para recoger la basura y la comida podrida. Hombres con cubos fregaban los suelos y las paredes y detrás de ellos venían otros con escobones y mangueras a presión.

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