Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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– Booger -dijo John, tragando saliva.

Al oír su nombre, Booger se volvió y lamió la otra mano de Amanda, que le estaba revisando el lomo y la grupa.

– ¿Está herido?

– Creo que no.

– Es increíble. -Amanda se levantó, apoyó las manos sobre los muslos y se volvió hacia John.

– ¿Tienes comida para perros?

– No -respondió John.

– ¿Hay algún supermercado por aquí?

– Hay una gasolinera calle arriba.

– Booger, ¿tienes hambre? ¿Quieres cenar, Booger? -dijo, girándose de nuevo hacia el perro.

El perro arqueó y movió las ridículas cejas peludas. Su lengua rosada recorrió la parte exterior de sus mofletes, relamiéndose mientras abría y cerraba la boca. Amanda se inclinó hacia delante con las manos sobre las rodillas y lo miró directamente a los ojos. Levantó un dedo y se lo puso delante del hocico.

– Mami volverá enseguida.

¿Mami? A John le dio un vuelco el corazón.

Amanda cogió las llaves del coche y se fue.

* * *

Volvió con dos latas de comida húmeda para perros y un paquete con unos cuencos de plástico. Entretanto, John había tirado las colillas de Ivanka por el retrete y había abierto la ventana del baño.

– Para la cena y el desayuno -explicó, enseñándole las latas-. Yo tengo que estar de vuelta en Los Angeles mañana por la mañana. -Dicho lo cual, desapareció en el baño. John la siguió haciendo cálculos con la esperanza de haber entendido mal, aunque sospechaba que no era así.

Amanda rompió el envoltorio de los cuencos de plástico para abrirlo. Llenó uno de agua y lo puso en el suelo.

– Ya te conseguiremos unos cuencos más apropiados cuando estemos en casa -le prometió a Booger, rascándole las orejas mientras se confirmaban los temores de John.

– No hablarás en serio -dijo.

– Claro que sí. Dijiste que deberíamos tener un perro. Pues aquí está. -Se levantó y se peleó con una de las latas con abrefácil antes de pasársela a John. Él la abrió y se la devolvió.

– Pero si es un perro de desguace. Peor aún, ¡es un perro de un laboratorio de metanfetaminas! -alegó.

– Es un perro sin hogar. Y es monísimo. ¡Míralo!

Booger estaba sentado a sus pies, con las patas traseras separadas de forma encantadora y una expresión que era todo esperanza y adoración, mientras seguía cada uno de los movimientos de la lata.

Amanda vació la comida para perros en un cuenco y lo dejó en el suelo. Booger se zambulló en él meneando frenéticamente el rabo, pero el cuenco se le escapaba cada vez que pretendía dar un bocado. Amanda se agachó y se lo sujetó. La comida desapareció en cuestión de segundos. Entonces levantó la cabeza cuadrada y le lamió a Amanda la barbilla, la boca y la nariz.

– ¡Santo cielo! -exclamó ella, limpiándose la cara y poniéndose de pie-. ¿Qué era eso? ¿Carne de animal atropellado? -Examinó la etiqueta de la lata vacía.

John cambió de táctica:

– No te dejarán meterlo en el avión ni de broma.

– Claro que sí. Le compraré una jaula. Y si no encuentro una tienda de animales de camino al aeropuerto, no sé si sabes que con el servicio de mensajería Fedex puedes enviar un caballo a Hawái.

– ¿Qué? ¿De qué tipo de gente te rodeas últimamente?

– Lo oí la otra noche. Una actriz quería tener con ella a su caballo mientras rodaba una película y se negó a aparecer hasta que tramitaron la entrega.

– De verdad, creo que deberías replanteártelo -dijo John.

– De eso nada.

– ¡Es un perro de un laboratorio de metanfetaminas! ¿Y si te ataca?

Amanda se agachó y le tapó los oídos a Booger.

– Deja de decir eso. Vas a herir sus sentimientos. John miró hacia el techo y suspiró.

– Se va a portar bien -dijo Amanda, poniéndose de pie para pasar un dedo por el borde del lavabo. Encontró algo y analizó la yema del dedo antes de lavarse las manos. Se las secó con calma y se quedó allí de pie, completamente quieta, mirando el fondo del lavabo. Un agorero silencio invadió el aire y John se dio cuenta de lo que se avecinaba. Ella se dio la vuelta con indiferencia para mirarlo.

– Esa mujer de arriba, ¿cómo es de complicada, exactamente?

– Cielo, no irás a pensar…

– No quiero pensar nada -replicó-, pero aparezco sin avisar y me encuentro tu habitación de hotel infestada de perfume barato, colillas de cigarrillos manchadas de carmín y la cama sin hacer. Dime qué se supone que tengo que pensar. ¿Qué pensarías tú?

– Admito que no tiene buena pinta, pero…

– No -lo interrumpió ella con dureza-. No la tiene.

John respiró lo más hondo que pudo.

– Se llama Ivanka y es stripper.

¿Una stripper? -preguntó Amanda con los ojos cada vez más abiertos.

– No lo malinterpretes, no es eso. Tiene relación con Faulks. Puede que me conduzca hasta él.

– ¿Y contigo, qué? ¿También tiene alguna relación contigo? ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar por esta historia?

– Amanda, por el amor de Dios -repuso él.

– Explícame lo de la cama -le exigió, haciendo un gesto hacia la habitación.

– Pues como estaba escondiendo un pit bull en la habitación, colgué el cartel de «no molestar». La mujer que limpia las habitaciones no ha venido hoy.

Se miraron durante lo que pareció una eternidad. John finalmente dio un paso hacia Amanda, con precaución, y ella no se movió. Cuando le puso las manos sobre las mejillas, ella inclinó la cabeza, pero permaneció distante. Al cabo de un segundo, estaba de puntillas sujetándole la cabeza con ambas manos, besándolo casi con violencia. Le sacó la camisa por fuera, le desabrochó el cinturón y la bragueta y deslizó la mano bajo la parte delantera de sus pantalones. John se recuperó del susto, la cogió por las axilas y se la llevó a la cama.

Tras llegar al orgasmo, abrió los ojos y vio a Amanda mirándolo con la barbilla levantada y los labios entreabiertos de placer. Cuando se despegó de ella, esta le puso un brazo sobre el pecho.

– Estoy ovulando -susurró al cabo de unos minutos, cuando ambos habían recuperado el aliento.

John sintió una punzada de pánico. Se tuvo que recordar a sí mismo que tenía que respirar.

Un rato después, el colchón crujió cuando Booger se subió a la cama por detrás de Amanda.

* * *

Amanda demandó los servicios de John dos veces más en un breve lapso de tiempo.

– Amanda, no puedo -declaró desesperado cuando lo volvió a incitar.

– ¿Estás rechazando sexo? -replicó ella sorprendida.

– No estoy rechazando nada, simplemente me resulta físicamente imposible. Ya no tengo dieciocho años.

– Vale -concedió ella, acurrucándose junto a él -. Pero lo haremos de nuevo por la mañana antes de que me vaya. Hablando de rechazar…

– ¡Que no estoy rechazando nada! ¡Lo que pasa es que lo hemos hecho tres veces en cuatro horas!

– Al parecer no solo merezco ser rechazada, ahora soy rechazada dos veces.

– ¿Que eres qué? -dijo inexpresivamente, cayendo en la cuenta de que aquello era consecuencia directa de sus actos.

– Sí. A los agentes literarios que ya me habían rechazado les parece necesario volver a hacerlo. Lo que no entiendo es cómo han conseguido mi nueva dirección.

John se quedó inmóvil, allí tumbado. Ella levantó la cabeza.

– John, ¿tú sabes cómo han conseguido mi nueva dirección?

Tras considerarlo unos instantes, respondió:

– Hay una tienda de animales justo al lado del Staples en El Paso. No está lejos del aeropuerto. Por la mañana te haré un mapa.

Podía sentir cómo lo miraba en la oscuridad. Al cabo de un rato, ella suspiró y volvió a bajar la cabeza. Le había concedido a Booger a cambio de que lo perdonara.

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