Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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– Tu perro es cantante de ópera -respondió ella, dejando el cigarrillo que se estaba fumando en el borde del cenicero para poder acariciar las orejas de Booger-. Me despierta: ¡Auuu! ¡Auuu!, así que lo llevo a pasear. Y le doy de comer. ¿Dónde está comida de perro?

– No tengo.

– ¿Es de allí? -preguntó ella, inclinando la cabeza en dirección a Jimmy's.

John asintió.

– Pobrecito. -Se inclinó hacia delante y le plantó al perro un beso en la enorme frente. Booger giró la cabeza para devolverle el gesto, pero ella ya estaba fuera del alcance de su lengua-. Gracias a Dios, no herido.

– ¿Quieres quedártelo? -dijo John esperanzado.

– ¡Ja! -profirió-. ¿Qué hago yo con perro? No, Dios envió a ti. Lo quedas tú. Pero compras comida. Yo doy bocadillo de carne y queso, y ahora ¡gases! ¡Puaj! -exclamó, arrugando la cara y agitando una mano delante de la nariz.

John suspiró y se sentó en la cama, que se hundió bajo su peso. Ivanka bebió un trago de vodka directamente de la botella y se dio la vuelta para apagar el cigarrillo.

– ¿Quieres un vaso? -le preguntó a Ivanka. Esta negó con la cabeza.

John se inclinó hacia ella para observarla más de cerca. Tenía los ojos enrojecidos y la nariz irritada.

– ¿Has estado llorando?

– Qué va. Bueno, puede que un poco -dijo, sorbiéndose la nariz.

– ¿Qué pasa? -preguntó John.

Ella puso cara de rana e hizo un gesto de desdén con la mano.

– Bah, no importa -dijo.

Siguió mirando fijamente la televisión, donde una mujer con el pelo rubio platino a lo bob estaba sentada en un plato entre un hombre y otra mujer. La mujer lloraba mientras leía una lista de las transgresiones sexuales del hombre. La audiencia, compuesta íntegramente de mujeres encolerizadas, gritaba y agitaba los puños en el aire. La anfitriona, que tenía el pelo como un casco, soltaba tópicos sin parar y se deslizó hasta el borde del asiento para poner la mano sobre la rodilla de la mujer y dirigirle al hombre una mirada fulminante. La cámara se giró hacia él. Unos guardias lo agarraron por los brazos y se lo llevaron a la fuerza del plató hasta el mar de mujeres, que se levantaban de los asientos para ir hacia el pasillo y pegarle con el bolso. Él ni siquiera se resistió, se limitó a poner mala cara y a protegerse la cabeza sin demasiado entusiasmo. Cuando desapareció por un pasillo, el programa hizo una pausa para la publicidad.

– No, en serio, me gustaría saberlo -dijo John. Ivanka volvió a mirarlo, frunció los labios y puso los ojos en blanco.

– La culpa es de trabajo. Y de Faulks.

– ¿De Ken Faulks?

– Sí. -Ella giró la cabeza e hizo como si escupiera rápidamente dos veces seguidas, ¡chup!, ¡chup! Booger se estremeció las dos veces, pero se quedó quieto.

– ¿De qué conoces a Ken Faulks?

Ivanka suspiró. John se percató de que se le había formado una gota al final de la nariz y le pasó un trozo de papel higiénico.

Ella lo cogió y se secó los ojos y la nariz.

– Gracias. Resulta que él viene a Bob el Gordo. Quiere baile erótico en regazo, baile en regazo privado, ya sabes. Yo no hago, pero ahora negocio no muy bien. Los trajeados antes metían billetes de cinco y de diez en tanga. Ahora meten de uno. ¿Creen que no damos cuenta? ¿Que no sabemos contar? -Sus ojos ardieron de indignación justificada durante unos segundos y luego se apagaron. Aún tenía la mano derecha sobre la cabeza de Booger. Las continuas caricias lo habían acunado hasta quedarse dormido, o algo parecido-. Pues Faulks me ve, me pide a mí. Creo que es porque me reconoce, porque yo una de las auténticas Jiggly Gigglies y estoy cansada de esto, quiero volver a películas, ganar un poco de dinero, retirarme. Tal vez casarme. Puede que tener hijos. ¿Quién sabe? Él ahora tiene esa serie, Tigresas alocadas, ¿sabes?

John asintió.

– Así que pregunto a él ¡y él dice que no! -dijo incorporándose-. ¡No! ¡No se acuerda de mí y soy demasiado vieja para tigresa! ¡Y luego quiere baile en regazo igual! -Cogió el papel higiénico y lo volvió a usar. Se encogió de hombros y arrojó la bola de papel húmedo sobre la mesilla. Tenía los ojos llenos de lágrimas y de resignación-. Así que yo hago. Hago y listo. ¿Entiendes? -Su mirada se perdió unos instantes en el infinito y luego, de repente, se giró hacia él-. ¿Crees que soy demasiado vieja para tigresa?

John negó con la cabeza, pero ella se echó a llorar de nuevo, de todos modos. Se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Ella apretó la botella de vodka contra su espalda y sollozó en su hombro.

– ¿Ivanka? -le dijo cuando los gemidos se habían convertido en hipidos-. ¿Podrías hacerme un favor?

Ella se echó hacia atrás y asintió. Volvió a coger el papel, pero se lo pensó mejor y se secó los ojos con las mangas.

– ¿Podrías llamarme si Faulks vuelve a aparecer por el club?

Ella enderezó la columna, recobrando la compostura.

– Claro -repuso con fingida despreocupación-. ¿Por qué no?

John cogió un bolígrafo y empezó a revolverlo todo con desesperación en busca de un trozo de papel en el que escribir su número. Ivanka le tendió un enjoyado móvil rojo.

– Toma. Añade a contactos -le dijo.

* * *

Minutos después de que Ivanka se fuera, llamaron a la puerta. La entreabrió y se encontró a Amanda.

Durante un segundo pensó que estaba alucinando. Cuando se dio cuenta de que no era así, la abrió de par en par y fue hacia ella con los brazos abiertos. Ella dejó caer las bolsas al suelo y lo abrazó. Antes de darse cuenta, estaba llorando sobre su cuello.

– Tranquilo, no pasa nada -le dijo, acariciándole el pelo. Durante un minuto, se limitaron a abrazarse.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó él finalmente, conduciéndola al interior de la habitación.

– ¿Cómo no iba a venir después de lo de anoche? Ya he visto los restos del edificio al otro lado de la calle. Es increíble. Debe de haber sido horrible.

– Fue lo más desagradable que he visto en mi vida. El olor, cómo gritaba, la cara… Ojalá no lo hubiera visto ni oído.

– Pero le salvaste la vida.

– No creo. -John sacudió la cabeza con rapidez, sorbiendo por la nariz-. No sé qué ha sido de él. Debería llamar. Debería llamar, ¿no?

Amanda le acarició la mejilla.

– Ya llamaremos mañana. ¿O necesitas saberlo ya?

– No. De todos modos da igual y creo que hoy no me apetece saberlo. Sobre todo ahora que estás aquí.

Ella lo abrazó de nuevo y, de pronto, se puso tensa. Se alejó de él y John vio cómo miraba alternativamente la cama sin hacer y el cenicero lleno de colillas manchadas de carmín.

– ¿Qué es eso?

– La mujer de arriba es… -dijo, señalando el techo desesperanzado-. Es complicado.

Amanda abrió la boca para continuar con la investigación y descubrió a Booger.

– Pero ¿qué…?

Se volvió hacia John con los ojos como platos, olvidándose de los cigarrillos.

– ¿A esto es a lo que te referías el otro día? ¿Ya tienes un perro?

– No. Es del laboratorio de metanfetaminas. Se coló en mi habitación mientras la puerta estaba abierta, durante el incendio.

Amanda se dio la vuelta para mirar al perro.

– Anoche no me hablaste de él.

– No sabía que estaba aquí. Debía de estar escondido en el baño. Se subió a la cama en plena noche.

– Vaya, pobrecito -dijo Amanda. Fue hacia el perro y se agachó a su lado.

– ¡Ten cuidado! -exclamó John-. ¡Es un perro de un laboratorio de metanfetaminas, por el amor de Dios!

Amanda extendió el brazo para rascarle la barbilla al perro.

– Eh, amigo -susurró. Él le apoyó el morro y la nariz de color marrón oscuro en la mano, de manera que ella aguantó todo el peso de su cabeza. Empezó a golpear la delgada cola contra el suelo-. Pobrecito -repitió-. ¿Sabes cómo se llama?

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