– Va a arrasar con la crítica.
– Y fui a un cóctel al Sheraton. De la Warner. Para anunciar a sus cantantes que vienen a Viña.
– ¿Y cuándo partes?
– Pasado mañana. ¿Me vas a ir a ver?
– Si tengo tiempo.
– No me respondas así.
– ¿Así como?
– Así.
– ¿Terminaste? -le pregunta Alfonso.
– Sí, tomémonos un café en el jardín.
Ambos se levantan, cogen sus bandejas y atraviesan el inmenso casino. El ruido de las cucharas contra el metal de los platos llena el recinto de un peculiar tintineo.
– Esto es una cárcel, Nadia.
Alfonso pasa al lado de Francisco Olea y le lanza una mala mirada. Olea está almorzando junto al gordito fofo de los crucigramas, que también se las da de crítico literario los domingos.
– Me encanta Danilo Reinoso, es tan chiquitito e intelectual.
– Es igual a Yoda. Patético. Vive encerrado inventando puzzles. Con qué moral critica libros si nunca ha vivido una aventura.
– Estás cada día más odioso, Alfonso.
Alfonso y Nadia dejan sus bandejas con los restos de comida en una suerte de ventanilla que da a la cocina. Después salen al caluroso aire libre. Cerca de las rotativas hay una máquina expendedora. Alfonso inserta las monedas, aprieta los botones y saca dos vasos plásticos de café.
– ¿Así que te vas? -le dice.
– Pero volveré con las primeras lluvias.
– ¿Crees que nos vamos a ver?
– Un poco, sí. Puedes ir los fines de semana. No me vas a decir que Viña es el lugar más lejano del mundo. Además, tienes donde alojar.
– Anoche soñé contigo, Nadia.
– ¿Sí?
– Y me dolió. Tanto que me desperté, no pude seguir durmiendo. Fue como si me clavaran una navaja. No, fue como si me acuchillaran por la espalda.
– Te estás juntando demasiado con Faúndez.
– Escúchame, ¿quieres? Es importante.
– Es sólo un sueño, no me culpes por tus sueños.
– No sé si era un sueño… O sea, lo era pero sentí que pudo ser verdad. Lo sentí como una advertencia.
– ¿Advertencia de qué?
– Soñé que tenías otro tipo.
– Estás loco.
– Espérate, déjame seguir. No fue eso lo que me dolió sino descubrir que lo tenías por años. Que llevabas años saliendo con él. Acostándote con él, comiendo con él, viajando con él.
– Por favor. Es ridículo. No tengo a nadie. Serías el primero en saberlo.
– ¿Me vas a dejar continuar? No te estoy atacando. Sé que no es verdad, porque si lo fuera, sería esquizofrénico. Nuestra supuesta relación sería más enferma de lo que es.
– No es enferma. Tú presionas demasiado, eso es todo.
– Lo que me impactó, Nadia, lo que me dejó mal, fue sentir que perfectamente pudo ser verdad, ¿me entiendes? Que hay todo un mundo tuyo que no conozco. Es como si yo te llenara ciertos aspectos y otros quedaran a la deriva. Y no es que yo no quiera.
– ¿Estamos hablando de sexo? ¿Ese es tu rollo? ¿Eso es lo único que te interesa?
– ¿Qué crees?
– Que sí.
– No es sólo eso. Es soñar un sueño como el que soñé y en vez de desecharlo por ridículo, que me quede dando vueltas. Como una señal, una advertencia. Es darme cuenta de que a ti no te costaría nada acuchillarme por la espalda.
– Tú tienes serios problemas, Alfonso.
– Quizás, pero son menos que los tuyos. Yo jamás te trataría como me tratas tú.
– ¿Y cómo te trato? -le pregunta Nadia mientras le toma la mano.
Alfonso la mira. Sus ojos están llenos de lágrimas.
– Me tratas mal. Me haces sentir más inseguro todavía.
Nadia le acaricia la mejilla con la otra mano. Se acercan hasta que no les queda más posibilidad que besarse. Se besan largo rato. En forma despiadadamente serena.
– No me dejes seguir soñado esas cosas, ¿quieres? Lo paso demasiado mal. Ya no quiero seguir pasándolo mal. ¿Es mucho pedir?
La noche recién está empezando, aún queda algo de luz. La sala de redacción está prácticamente vacía. Los pocos periodistas que no están de vacaciones ya se han ido a casa. O «a putear», como le dice Saúl Faúndez al acto de salir a comer, ir al cine, juntarse con amigos o simplemente darse una vuelta por la ciudad antes de volver a casa. Celso Cabrera ya está a cargo de su puesto de editor nocturno. Edita, en el computador, un despacho de provincia. La luz que emana de la pantalla tiñe de verde su ojo de vidrio. En otro terminal, Alicia Kurth transcribe una entrevista. Tiene un audífono en su oreja y nada de maquillaje en sus ojos.
Alfonso Fernández subraya un párrafo de París era una fiesta. Aprovecha de leerlo a escondidas, ya que Faúndez le ha prohibido en forma estricta leer norteamericanos o autores traducidos. En la pantalla de su terminal se lee el comienzo de un artículo que envió el corresponsal de la Quinta Región. Nada demasiado importante. Un ahogado en Las Salinas, atropello en Recreo Alto, robo a mano armada en el Cerro Alegre.
El teléfono suena.
– ¿Aló?
– Buenas noches, quisiera hablar con la sección policial del diario El Clamor.
– A sus órdenes, en qué le puedo ayudar.
– Quisiera hablar con el periodista Fernández.
– ¿Alfonso Fernández?
– Exactamente.
– Con él. ¿Puedo saber con quién hablo?
– Mira, no sé si te acuerdas de mí. Soy el detective Hugo Norambuena, de la Brigada de Homicidios. El del crimen del chico del supermercado…
– Me acuerdo perfectamente. Hola, qué tal. Qué sorpresa. ¿En qué te puedo ayudar?
– Mira, te llamaba… En realidad, llamaba para ayudarte, digamos. O sea, tengo información que creo que te puede servir.
– ¿Sí?
– Me acordé de ti porque creo que el caso en que estoy… en que estamos… la Brigada, digamos, tiene mucho que ver con el chico de la calle Napoleón.
– El de la bolsa. Me acuerdo perfectamente. Cuéntame.
– Tengo nuevos antecedentes. Como te afectó tanto, al tiro se me vino tu nombre a la cabeza. A mí también me afectó.
– Sí, me acuerdo -le responde Alfonso incómodo.
– Tú sabes que ya está asumido que se trata del mismo tipo que mató al chico del Agas de Bilbao. Otro departamento arrendado.
– Y el de Reñaca -le dice Alfonso mientras teclea en el computador-. El del cabro del supermercado Santa Isabel.
– Correcto. Han sido dos semanas intensas.
– ¿Estamos hablando de un sicópata? -le pregunta mientras comienza a escribir los datos que el detective le está entregando a través del teléfono.
– Quizás, pero ya no. O sea, acabamos de encontrarlo muerto.
– ¿Muerto?
– Salvajemente asesinado. Esto es venganza de homosexuales.
– Genial.
– Noventa por ciento que sea él. Es más, te diría que noventa y ocho. Lo encontramos desnudo, amarrado de pies y manos, acuchillado hasta dejarlo como colador. La sangre traspasó el parquet y manchó el techo de abajo. Así se supo.
– ¿Y las bolsas?
– En la boca, como mordaza. Además, le cercenaron los testículos.
– Oh, eso sí que dolió.
Alfonso mira la pantalla. Todo lo que ha escrito está con mayúsculas.
– Sigue -le dice-. Estoy anotando. Esto está buenísimo. ¿Qué más?
– La prensa no sabe nada todavía. Lo va a saber mañana.
– Bien.
– Encontramos una boleta de la cabaña de Reñaca. Es él, no hay duda.
– Grande.
– Si quieres la exclusiva, vente para acá. Pero muere pollo, no digas que yo te di el dato. Di que una vieja del edificio te avisó. Con eso de los diez mil pesos por la mejor noticia. ¿Todavía hacen eso?
– Sí, claro.
– Entonces, ven. Te doy la dirección. Monjitas 372, departamento 73, acá en el centro. Oye, Alfonso.
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