El reo le da las gracias y lo devuelven a su celda.
– ¿Qué hago con esto? -le pregunta el detective, con el plumavit en la mano.
– Guárdalo en el lugar de siempre.
El fotógrafo se da vuelta y comienza a guardar la máquina en el bolso. Lo más notable de su rostro es la mordida. Es como si la quijada le quedara grande. Esto lo hace aparecer sonriendo todo el tiempo. La quijada y los ojos. Ojos redondos, inflados, caricaturescos, como de sapo, casi sin pestañas.
– Escalona -le dice el detective Vega-, este cabro te anda buscando.
El fotógrafo se detiene, saca la máquina y en el más completo de los silencios le dispara a Alfonso. El flash es tan fuerte que los encandila a todos.
– Alfonso Fernández -le dice Escalona con una gran sonrisa papiche-. Te estaba esperando. ¿Por qué cresta te demoraste tanto?
– Hola, tanto tiempo, ¿no?
– Ah, Nadia, ¿qué tal?
– Bien, llena de novedades. ¿Tú?
– Igual… Oye, espérame, estaba saliendo de la ducha. Dame un segundo.
Alfonso termina de enrollar una toalla alrededor de su cintura y cierra la ventana por donde entra una brisa. Es tarde, el departamento está vacío y a oscuras, las únicas luces que se ven son las de la ciudad allá abajo. Alfonso se peina hacia atrás hasta que el agua del pelo le escurre por la espalda.
– Ya, de vuelta.
– Supongo que estarás vestido.
– ¿Qué crees?
– Que no.
– Estoy cubierto, arriba de la cama. Además, no creo que te importe. Nunca te ha importado mucho.
– Si te vas a poner así, prefiero colgar.
– A lo mejor es lo más indicado. No debería hablar contigo. Me lo había prometido y ya rompí mi promesa de Año Nuevo.
– ¿Y pediste un deseo?
– Pedí este año dejar de sentirme ligado a ti. Que me pudiera zafar y huir y escapar lejos de donde estés.
– No creo que lo logres. Además, es mala suerte contar los deseos. No se cumplen. Por bocón, cagaste.
– Este se va a cumplir.
– Estamos hechos el uno para el otro, Alfonso, asúmelo.
– Entonces hay alguien allá arriba que no me quiere. Siempre lo he pensado, no es algo que me tome de sorpresa, pero igual es penca no entender por qué a algunos les toca tanto y a otros tan poco.
– ¿Todavía sigues enojado por lo de Valparaíso?
– No voy a hablar de Valparaíso. Eso lo discutimos in situ.
– ¿Perdón?
– En terreno. Ya me estoy aprendiendo la jerga: in situ. Ese-ese, o sea, sitio del suceso…
– Tú no quisiste ir. Te invité.
– Yo nunca quiero ir a ninguna parte, ¿por qué será?
– Cambiemos de tema.
– Te lo dije desde un principio.
– Pensé que se te había pasado.
– Recién está empezando, Nadia.
– Ya, a ver, dime, ¿qué hiciste hoy?
– Más cosas que todo lo que me sucedió el año pasado. Vi mi primer muerto.
– No te creo.
– Un suicida en el cementerio. Después supimos que se quitó la vida detrás de la tumba de su mujer. Era un viudo joven y no toleró pasar el Año Nuevo solo. De alguna manera me identifiqué.
– Pobre.
– ¿Tú sabías que cuando uno se ahorca los esfínteres se relajan?
– Alfonso, por favor.
– Es la cruda realidad.
– Yo estuve en una conferencia de prensa de la Emi. Me enteré de todas las novedades musicales del verano.
– Yo fui al Maeva.
– ¿La boîte?
– Sí, crimen de Año Nuevo. Un pendejo encocado baleó a un cadete militar por culpa de una vedette que, en el fondo, era una puta cara. Y nada de mala, te diré. Hablé con ella. Es experta en cuadros plásticos. ¿Sabes lo que es un cuadro plástico?
– Creo.
– Da lo mismo. El milico murió, y el otro nada. Ni un rasguño aunque parece que se le dio vuelta el Gin Tonic. Averiguamos todo, pero no vamos a poder publicar nada. Según don Saúl, eso es normal.
– ¿No escribir sobre militares?
– No escribir sobre cosas que ocurren en el barrio alto. El pendejo es hijo de un industrial con plata. Árabe. Textiles. Anda armado porque teme que lo asalten.
– ¿Y qué le va a pasar?
– No va a poder ir más al Maeva. Lo que para él, parece, es un castigo muy doloroso. Cruel, incluso.
Se produce un silencio. Alfonso mira la luz que emite el reloj digital. Casi las doce de la noche. Con los dientes raja el plástico que cubre un queso mozzarella.
– ¿Qué comes?
– Queso. ¿Tú?
– Durazno. Oye, ¿y tu jefe? ¿Muy decadente? El mío me dijo que es lo peor. No sólo borracho sino morboso.
– Conocí a una tipa medio loca. Roxana Aceituno, de la agencia informativa Andes.
– ¿Cable?
– Sí, recopila toda la información policial y la manda a través del cable.
– Suena patético.
– Pero es divertida, porque es gorda pero se las da de femme fatale; parece que le resulta porque tiene bastante onda con mi jefe.
– ¿Con ese viejo? ¿Qué edad tiene ella?
– Como treinta. Lo más increíble es que esta mina parece que se mandó su numerito hace unas semanas porque a lo largo de todo el día, con quien nos topáramos, salía el tema de la fiesta de fin de año que organizó la Central de Inteligencia en su club de campo.
– ¿El servicio secreto? Estás loco, Alfonso. ¿Cómo alguien puede ir?
– A lo mejor son simpáticos, no sé. Una cosa es la pega que hacen y otra cómo se divierten.
– Deberías pedir que te trasladen.
– Con el Chacal sobre todo. Como me quiere tanto.
– ¿Qué pasó con la fiesta? ¿Degollaron personas y las asaron como aperitivo?
– Parece que hubo litros de champaña y centolla traída desde Magallanes en aviones del Ejército.
El asunto es que eran casi todos hombres, porque este mundo es de puros hombres. Por eso la Roxana Aceituno es considerada una musa.
– Con ese tipo de competencia, quién no.
– Además, aunque fuera un ogro con lunares peludos, daría lo mismo. Los tipos son muy calientes.
– ¿Sí?
– Olvídate cómo hablan. Fue como estar todo el día dentro de un camarín. Todo es sexo, sexo, sexo. Es como volver a los quince.
– Debes estar fascinado.
– Si uno no puede hacerlo, hablar sobre el tema no hace mal. Ya he aprendido un par de cosas.
– Qué asco.
– Mientras más asqueroso, mejor.
– ¿Qué pasó con la gorda, Alfonso?
– Parece que la fiesta, que duró toda la noche, terminó en orgía. O sea, no en orgía, porque eran puros hombres, pero hubo harta droga y trago y bailoteo y la Roxana se subió a una mesa e hizo un show. Después se cambió de ropa, se puso traje de baño y se lanzó a la piscina, y como se dio cuenta de que todos la observaban, se lo sacó, quedó en pelotas e hizo piruetas. Lo malo es que perdió el traje de baño. No sabe dónde está.
– ¿Cómo?
– Eso. Lo extravió. Por eso hoy todos los reporteros la hueveaban y ella reclamaba por su traje de baño. Quería que se lo devolvieran.
– Tiene razón.
– Supongo.
– Yo parece que me voy a ir a Viña, Alfonso.
– ¿Por el fin de semana? ¿No será Valparaíso?
– Por un tiempo.
– ¿Cómo?
– Me lo ofreció Pancho.
– ¿Pancho?
– Francisco Olea, mi jefe.
– Yo le digo al mío don Saúl.
– Pancho es harto más joven.
– ¿Casado?
– Nadie se casa ante de los treinta.
– ¿Qué te ofreció Pancho entonces, Nadia?
– Bueno, como sé inglés y algo de francés, quedé al tiro en el top de mi sección y no sé, a la hora del almuerzo, estábamos en este restorán…
– ¿Restorán?
– Es por canje. No sé, nuestro crítico gastronómico, que es cola pero adorable, es amigo del dueño, así que no pagamos nada.
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