Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Había anochecido desde hacía un buen rato, y seguíamos las noticias de Al-Jazira. El presentador del diario informativo nos llevaba por Faluya, donde se registraban combates entre el ejército iraquí, apoyado por tropas norteamericanas, y la resistencia popular. La ciudad asediada se había jurado entregar el alma antes que deponer las armas. Desfigurada, ahumada, luchaba con una pugnacidad conmovedora. Se hablaba de cientos de muertos, sobre todo mujeres y niños. En el café, un silencio sepulcral traspasaba los corazones. Asistíamos, impotentes, a una auténtica carnicería; por un lado, soldados bien equipados, apoyados por tanques, vehículos blindados y helicópteros, y, por otro, un populacho entregado a sí mismo, rehén de una cohorte de «rebeldes» harapientos y hambrientos que salían corriendo en todas direcciones, armados con fusiles y lanzacohetes mugrientos… Entonces un joven barbudo exclamó:

– Esos norteamericanos impíos no se saldrán con la suya. Dios volcará el cielo sobre sus cabezas. Ni un solo soldado americano saldrá entero de Irak. Ya pueden gallear, que acabarán como aquellos ejércitos infieles de entonces, que fueron hechos picadillo por los pájaros de Ababil. Dios les enviará los pájaros de Ababil.

– ¡Tonterías!

El barbudo se quedó tieso, con la nuez cruzada en su garganta.

Se volvió hacia el «blasfemo».

– ¿Qué has dicho?

– Lo has oído muy bien.

El barbudo estaba atónito. Su cara congestionada se estremecía de ira.

– ¿Has dicho «tonterías»?

– ¡Sí, «tonterías»! Es exactamente lo que he dicho: «tonterías». Ni una sílaba menos, ni una sílaba más: ton-te-rí-as. ¿Tienes algún problema?

Toda la sala había dado la espalda a la tele para ver adónde querían ir a parar los dos jóvenes.

– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo, Malik? -se atragantaba el barbudo.

– Por lo que se ve, tú eres el que está soltando burradas, Harún.

La sala se alborotó.

Yacín y su pandilla seguían con interés lo que ocurría en el fondo de la sala. Harún el barbudo parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía, pues la blasfema insolencia de Malik había superado los límites tolerables.

– Por favor, estoy hablando de los pájaros de Ababil -gimió el barbudo-. Se trata de un importante capítulo coránico.

– No veo la relación con lo que está ocurriendo en Faluya -dijo Malik, inflexible-. Lo que yo veo en esa pantalla es una ciudad sitiada, es a musulmanes bajo los escombros, supervivientes a merced de un cohete o un misil y, a su alrededor, a unos brutos sin fe ni ley pateándonos en nuestro propio país. Y tú nos hablas de los pájaros de Ababil. ¿No te parece ridículo?

– Cállate -le suplicó Harún-. Tienes al diablo metido en el cuerpo.

– Eso es -rió despectivamente Malik-. Cuando te quedas sin respuesta, le encasquetas la culpa al diablo. Despierta, Harún. Los pájaros de Ababil murieron con los dinosaurios. Estamos iniciando el tercer milenio, y unos cabrones venidos de fuera nos están cubriendo de oprobio todos los días de Dios. Irak está ocupado, señor mío. Mira un poco la tele. ¿Qué te cuenta la tele? ¿Qué estás viendo ahí, delante de tus narices, mientras te alisas doctamente la barba? Impíos avasallando a musulmanes, envileciendo a sus notables y encerrando a sus héroes en unas cárceles de locura donde unas putillas en traje de faena militar les dan tirones en las orejas y en los testículos haciéndose fotos para la posteridad… ¿A qué está esperando Dios para liarse a hostias con ellos? Con el tiempo que llevan provocándolo en Su propia casa, en Sus templos sagrados y en el corazón de Sus fieles. ¿Por qué no mueve un solo dedo cuando esos cabrones bombardean nuestros zocos y nuestras fiestas, cuando se cargan a nuestra gente como si fueran perros en cualquier esquina de una calle? ¿Adónde han ido a parar Sus pájaros de Ababil, que convirtieron en pasto los ejércitos enemigos que por entonces invadían los sagrados territorios a lomo de elefante? Acabo de regresar de Bagdad, querido Harún. Te ahorro los detalles. Estamos solos en el mundo. Sólo podemos contar con nosotros mismos. Ninguna ayuda nos va a caer del cielo, ningún milagro se va a producir para echarnos una mano… Dios tiene otros asuntos que atender. De noche, cuando contengo la respiración en la cama, ni siquiera lo oigo respirar. La noche, todas las noches le pertenecen. Y durante el día, cuando alzo los ojos hacia el cielo para implorarle, sólo veo sus helicópteros -sus actuales pájaros de Ababil- sepultándonos bajo sus excrementos incendiarios.

– No hay duda: has vendido tu alma al diablo.

– No la querría aunque se la ofreciera en bandeja de plata.

– Astaghfiru 'Lah.

– Eso es… Por ahora los soldados norteamericanos profanan nuestras mezquitas, humillan a nuestros santos y embotellan nuestras oraciones como si fueran moscas. ¿Qué más necesita tu Dios para salirse de Sus casillas?

– ¿Y qué esperabas, cretino? -tronó Yacín.

Éste se llevó las manos a las caderas y miró con desprecio al blasfemo.

– ¿Qué esperabas, bocazas? ¿Eh?… ¿Que el Señor acudiera sobre su blanco corcel con su capa al viento para cruzar la espada con esos abortos?… Nosotros somos Su cólera -fulminó.

En el café, su grito tuvo el efecto de una deflagración. Apenas se oyó el ruido de unos cuantos gaznates tragando saliva.

Malik intentó sostener la mirada de Yacín, pero no pudo impedir que sus pómulos se estremecieran.

Yacín se golpeó el pecho con la palma de la mano:

– Nosotros somos la cólera de Dios -dijo con voz cavernosa-, somos Sus pájaros de Ababil… Su rayo y Su maldición. Y vamos a cargarnos a esos cerdos yanquis; vamos a patearlos hasta que les salga la mierda por las orejas, hasta que expulsen por el culo sus cálculos… ¿Está claro? ¿Te has enterado? ¿Te has enterado ya dónde está la cólera de Dios, gilipollas? Está aquí, en nosotros. Vamos a llevarnos de vuelta a esos demonios al infierno, uno por uno, hasta el último. Tan cierto como que el sol se levanta por el este…

Yacín cruzó la sala mientras se abría paso febrilmente. Sus ojos devoraban al blasfemo. Su aliento recordaba el de una pitón al acercarse inexorablemente a su presa.

Se detuvo delante de Malik, nariz contra nariz, frunció los párpados para concentrar el fuego de su mirada:

– Como vuelva a oírte dudar una sola fracción de segundo de nuestra victoria sobre esos perros rabiosos, te juro ante Dios y los muchachos que están aquí reunidos que te arrancaré el corazón con mi propia mano.

Kadem me tiró de la camisa y me hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera fuera.

– Hay tormenta en el aire -me dijo.

– Yacín tiene un plomo fundido. A ése no lo sujetan ni diez camisas de fuerza.

Kadem me tendió su paquete de tabaco.

– No, gracias.

– ¡Anda, venga! -insistió-. Te sentará bien.

Al ceder, caí en la cuenta de que me temblaba la mano.

– Le tengo pánico -confesé.

Kadem me ofreció fuego de su mechero antes de encender su pitillo. Echó la cabeza hacia atrás y echó el humo al viento.

– Yacín es un vaina -dijo-. Que yo sepa, nada le impide meterse en un autocar y marcharse a guerrear a Bagdad. A la larga, su numerito acabará hartando, si no causándole problemas… ¿Vamos a mi casa?

– ¿Por qué no?

Kadem vivía en una casita de piedra, a espalda de la mezquita. En casa de sus padres, una pareja de ancianos valetudinarios. Me condujo a su dormitorio, en el primer piso. La habitación era amplia y clara. Había una cama grande rodeada de alfombrillas, un equipo estereofónico fabricado en Taiwán que parecía enano entre dos grandes altavoces, una cómoda con un espejo oval a su lado y una silla acolchada.

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