Los soldados nos obligan a alejarnos hasta un cerro pelado. Omr está desmoronado en su silla. Creo que no sabe exactamente lo que está ocurriendo; observa la agitación a su alrededor sin hacerle caso. Tras él se encuentra haya Nayet, muy digna, Faten a su izquierda y yo a su derecha. El bulldozer brama y suelta una espesa humareda por su chimenea. Al girar sobre sí mismo, sus orugas de acero destrozan ferozmente el suelo. Los vecinos rodean el cordón de seguridad delimitado por los soldados y se acercan a nosotros en silencio. El oficial ordena a algunos de sus hombres que verifiquen si queda alguien dentro de la casa. Tras asegurarse de que está vacía, hace una señal al conductor del bulldozer. Justo cuando empieza a caer la tapia, me ciega la cólera y me lanzo contra el vehículo. Un soldado me corta el paso; lo empujo y me abalanzo contra el monstruo que está arrasando mi historia. «Pare», grito… «Pare», me ordena el oficial. Otro soldado me intercepta; su culatazo me alcanza la mandíbula y me desplomo como un cortinón recién descolgado.
He permanecido todo el día en lo alto del cerro, contemplando el montón de escombros que hace años luz, bajo un cielo esplendoroso, fue mi castillo de principito descalzo. Mi bisabuelo lo construyó con sus propias manos, piedra a piedra; en él salieron del cascarón varias generaciones con los ojos más abiertos que el horizonte, y varias esperanzas han libado en sus jardines. Ha bastado esa máquina para convertir en polvo, en pocos minutos, toda la eternidad.
Al atardecer, cuando el sol se atrinchera tras el Muro, un primo viene a buscarme.
– De nada sirve quedarse ahí -me dice-. Lo hecho hecho está.
Haya Nayet ha regresado a casa de su hija, en Tubas.
Al decano lo alberga su bisnieto en una aldea no muy alejada de los vergeles.
Faten se ha escudado en un mutismo impenetrable. Ha decidido quedarse con el decano, en la casucha del bisnieto. Siempre se ha hecho cargo del anciano y sabe lo dura que es la tarea. Omr no aguantaría sin ella. Lo cuidarían al principio, pero acabarían desatendiéndolo. Por eso se quedó ella a vivir en casa del patriarca. Omr era como su bebé. Pero el bulldozer se ha llevado consigo el alma de Faten. Ahora es una mujer desfallecida, despavorida y silenciosa, una sombra que se olvida de sí misma en un rincón hasta que la noche se confunde con ella. Un día regresó a pie al vergel siniestrado, con el pelo suelto -ella que no se quitaba el pañuelo-, y se quedó de pie toda la noche ante los escombros bajo los cuales yacía lo esencial de su vida. Se negó a seguirme cuando fui a buscarla. No brotó ni una lágrima de sus ojos vacíos, de su mirada vidriosa, de esa mirada que no engaña y que he acabado temiendo. Y al día siguiente, Faten desaparece. Removimos cielo y tierra buscándola, pero se ha volatilizado. Viendo que estoy alertando a las aldeas circundantes, y por temor a que las cosas empeoren, el bisnieto me coge aparte y me confiesa:
– Yo la llevé a Yenín. Insistió mucho. De todos modos, nadie puede hacer nada, siempre ha sido así.
– ¿Qué me estás contando?
– Nada…
– ¿Por qué ha ido a Yenín, y a casa de quién?
El bisnieto de Omr se encoge de hombros.
– Son cosas que la gente como tú no comprende -me dice alejándose.
Ahora sí comprendo.
Tomo un taxi, regreso a Yenín y pillo a Jalil en su casa. Cree que he venido para ajustar cuentas con él. Lo tranquilizo. Sólo quiero ver a Adel. Éste llega de inmediato. Le comunico la desaparición de Faten y mis sospechas sobre sus motivos.
– Esta semana no ha ingresado en nuestras filas ninguna mujer -me confirma.
– ¿Por qué no buscas en la Yihad Islámica o en otras falanges?
– No merece la pena… Ya les cuesta entenderse entre ellos en lo esencial. Además, no tenemos cuentas que rendirnos. Cada cual lleva su guerra santa como la entiende. Si Faten anda entre ellos, es inútil intentar recuperarla. Es adulta y perfectamente libre de hacer lo que quiera con su vida. Y con su muerte. No hay dos varas de medir, doctor. Quien toma las armas tiene que aceptar que los otros también lo hagan. Cada cual tiene derecho a su parte de gloria. No puedes elegir tu destino pero sí tu final. Es una manera democrática de mandar a la mierda la fatalidad.
– Te lo suplico, encuéntrala.
Adel sacude la cabeza, apenado.
– Sigues sin entender nada, ammu. Ahora me tengo que largar. El jeque Marwan va a llegar de un momento a otro. Dentro de una hora estará predicando en la mezquita del barrio. Deberías ir a escucharlo…
Ya está, pienso: Faten está en Yenín para que el jeque la bendiga.
La mezquita rebosa de gente. Cordones de milicianos protegen el santuario. Tomo posición en la esquina de la calle y vigilo el ala reservada a las mujeres. Las rezagadas se apresuran en llegar a la sala de oraciones por una puerta trasera de la mezquita, unas envueltas en ropajes negros y otras cubiertas con velos de colores vivos. No veo a Faten. Doy un rodeo por una manzana de viviendas para acercarme a la puerta donde una gorda monta guardia. Se escandaliza al verme en una parte del santuario por la que ni siquiera los milicianos, por pudor, se atreven a aparecer.
– Usted por el lado de los hombres -me suelta.
– Ya lo sé, hermana, pero necesito hablar con mi sobrina, Faten Jaafari. Es urgente.
– El jeque ya está en el almimbar.
– Lo siento, hermana, tengo que hablar con mi sobrina.
– ¿Y cómo la voy a localizar? -se irrita-. Hay cientos de mujeres en el interior, y el jeque va a iniciar su predica. No pensará que le voy a quitar el micro. Vuelva después de la oración.
– ¿La conoce usted, hermana, sabe si ha entrado?
– ¿Cómo? ¿Ni siquiera está seguro de que esté dentro y viene a marearme en un momento como éste? Váyase o llamo a los milicianos.
No tengo más remedio que esperar el final de la prédica.
Regreso a mi esquina en el recodo de la calle para no perder de vista la mezquita y el ala reservada a las mujeres. La voz cautivadora del imán Marwan resuena por el altavoz, soberana en medio del silencio sideral que envuelve el barrio. Es prácticamente el mismo discurso que escuché en el taxi clandestino que tomé en Belén. Se oye de cuando en cuando una ovación entusiasta que corea las evocaciones líricas del orador…
Un coche se detiene chirriando delante de la mezquita. Salen dos milicianos agitando su walkie-talkie. Parece que algo va mal. Uno de los recién llegados señala febrilmente el cielo. Los demás se consultan antes de ir a buscar a un responsable, que resulta ser mi carcelero, el de la chaqueta de paracaidista. Escruta el cielo con unos prismáticos durante unos minutos. La gente se alborota alrededor de la mezquita. Hay milicianos corriendo por todas partes. Tres pasan jadeando delante de mí. «Si no hay helicóptero es que se trata de un misil», supone uno de ellos. Los veo desaparecer a la carrera. Otro coche frena en seco delante de la mezquita. Sus ocupantes gritan algo al de la chaqueta de paracaidista, dan marcha atrás con un zumbido inquietante y enfilan hacia la plaza. Se interrumpe la prédica. Alguien agarra el micro y pide a los fieles que mantengan la calma, pues podría tratarse de una falsa alarma. Aparecen dos todoterrenos. Algunos fieles empiezan a evacuar la mezquita. Me doy cuenta de que me tapan la vista del ala reservada a las mujeres. No puedo volver a rodear la manzana sin arriesgarme a que Faten se me escape si sale por la puerta trasera. Decido pasar delante de la puerta principal, entre la muchedumbre, para llegar directamente al sector de las mujeres… «Apártense, por favor», grita un miliciano. «Dejen pasar al jeque…» Los fieles se dan codazos para ver de cerca al jeque y tocar su kamis. Un movimiento de masas me alza por encima del barullo cuando el imán aparece en el umbral de la mezquita. Intento sin éxito librarme de los cuerpos en trance que me están aplastando. El jeque se mete en su vehículo y agita una mano tras el cristal blindado mientras sus dos guardaespaldas se sientan a cada lado de él… Y nada más. Algo desgarra el cielo y resplandece en medio de la calzada como si fuera un rayo; su onda expansiva me alcanza de lleno, desarticulando al grupo cuyo frenesí me tenía cautivo. En una fracción de segundo el cielo se viene abajo y la calle, hasta ahora henchida de fervor, queda completamente patas arriba. El cuerpo de un hombre, o un chico, se cruza ante mi aturdimiento como un flash oscuro. ¿Qué está pasando?… Una avalancha de polvo y fuego me succiona bruscamente y me catapulta entre mil proyectiles. Tengo la vaga sensación de estar deshilachándome, disolviéndome en la onda expansiva… A pocos metros, el vehículo del jeque está ardiendo. Dos espectros ensangrentados intentan sacar al jeque de esa hoguera. Arrancan con sus propias manos trozos de carrocería incandescente, rompen los cristales, se ensañan con las puertas. No consigo levantarme… Percibo una sirena de ambulancia… Alguien se inclina sobre mí, ausculta brevemente mis heridas y se aleja sin darse la vuelta. Lo veo agacharse ante un amasijo de carne carbonizada, tomarle el pulso y luego hacer una señal a los camilleros. Otro hombre me toma el pulso y deja caer mi mano… «Éste está listo…» En la ambulancia que me lleva, mi madre me sonríe. Quiero alcanzar su rostro con la mano pero mi cuerpo no obedece. Siento frío, dolor y pena. La ambulancia se adentra aullando en el patio de un hospital. Unos camilleros abren las puertas, me levantan y me dejan en un pasillo, directamente sobre el suelo. Unas enfermeras pasan por encima de mí corriendo en todas direcciones. Las camillas con ruedas ejecutan un ballet vertiginoso con su carga de heridos y de horror. Espero con paciencia mi turno. No entiendo por qué nadie se ocupa de mí. Se detienen, me miran y se van. No es lo normal. Hay otros cuerpos alineados a mi lado. En torno a algunos se concentran familiares, y lloran a grito pelado unas mujeres. Otros son irreconocibles, no hay manera de identificarlos. Un anciano se arrodilla ante mí. Evoca el nombre del Señor, posa su mano sobre mi rostro y me cierra los párpados. Todas las luces y ruidos del mundo desaparecen de improviso. Un miedo absoluto se apodera de mí. ¿Por qué me ha cerrado los ojos?… Lo entiendo al no conseguir reabrirlos. Así que todo acabó, he dejado de ser…
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