Yasmina Khadra - La parte del muerto
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– ¿Hay alguien con él?
– No hemos visto a nadie.
– ¿Pero cómo narices vive? Tendrá que comer, que aprovisionarse en alguna parte. ¿Estás seguro de que está vivo? A lo mejor la espichó mientras tus hombres estaban mirándose el ombligo.
– No está muerto, comisario. No se acerca a las ventanas, pero le hemos visto con prismáticos cuando rezaba. Una sola vez, al segundo día de su liberación, apareció el cochazo negro. Entró en el garaje y salió al cabo de una media hora. Había dos tipos en su interior. No vimos gran cosa.
– Motivo por el cual debes arreglártelas para obtener un máximo de información sobre esa escoria psicopática.
– He conseguido hacerme con una copia de su expediente. La prensa de la época lo llamaba el Dermatólogo.
– ¿Era un auténtico dermatólogo?
– En sentido propio y en el figurado: acababa con el pellejo de sus víctimas, y luego los despellejaba como conejos. Y no con un cuchillo, ni con un cepillo metálico, ¡con las manos, sólo con las manos! Aparte de esto, el tío es un enigma. Ni parientes, ni amigos, nada.
– Sin embargo, se le juzgó y condenó.
– Fue, a todas luces, una chapuza. Da la impresión de que ni la policía ni la justicia se entretuvieron demasiado con el caso. Un hombre se entrega, confiesa unos asesinatos que nadie comprueba. Se le lleva de inmediato ante los tribunales. Se le encierra con una condena a perpetuidad, y caso archivado. Por entonces, el nivel de competencia institucional dejaba mucho que desear, pero aquí, realmente, se pasaron. El informe apenas consta de unos cuantos folios, con unas actas hechas con los pies. Ni siquiera se molestaron en averiguar de una vez por todas la identidad real del acusado.
– ¿Y la casa?
– Pertenece a un tal Jaled Bachir, un rico tratante de ganado, de condición altruista. Antes de cobijar a SNP, servía para hospedar a los imanes de la ciudad. Su propietario la ha puesto a disposición de la mezquita.
Apoyo la nuca sobre el respaldo de mi sillón e intento poner en orden mis ideas.
Me pregunto si el profesor Aluch no se ha pasado un poco.
Con un trozo de lápiz dibujo un círculo sobre mi papel secante, luego otros dos minúsculos en su interior, luego dos semicírculos de cada lado del círculo inicial; observo que no adelanto nada, suelto el lápiz, junto los dedos debajo de la barbilla y miro fijamente al inspector.
– ¿A ti qué te parece todo esto, Serdj?
– No sé, comisario.
Abro los brazos, descuelgo mi chaqueta y me apresuro a ahuecar el ala.
Capítulo 7
En casa todo resulta de lo más banal. Mohamed se ha metido en la cama antes del anochecer. Al parecer, se ha pasado el día de arriba abajo en busca de un empleo decente. Los otros dos están de malas en su habitación. Mina y Nadia se diluyen entre las pringosas emanaciones de sus ollas. Me arrastro hasta el salón, me desato los cordones y me quito los zapatos. Muy pronto, un olor a pies se expande por la sala. Me hundo en el diván y aprieto el mando de la tele. La pantalla de mi viejo televisor Sonelec tarda una eternidad en encenderse y me propone un insípido documental sobre el complejo siderúrgico de El-Hadjar, florón del proyecto socialista a la argelina, edificado a golpe de eslóganes triunfalistas y de malversaciones por parte de todos. Mis hijos me reprochan que me niegue a instalar una antena parabólica en casa. Es cierto que las cadenas extranjeras son atractivas, pero, con las obscenidades gratuitas que abundan en los platós y las escenas de sexo, que son la base de la inspiración cinematográfica, es imposible verlas en familia. Como no tengo medios para comprar otra tele, me hago el devoto inflexible y obtuso.
Mina llega con café y un plato lleno de pasteles. Me sirve y se sienta enfrente sobre un puf ajado; sus ojos de esposa abnegada me comen.
– ¿Quieres que te prepare un baño?
– ¿Hay agua en los grifos?
– No, pero aparté un par de bidones para ti.
– No merece la pena gastar nuestra reserva de agua potable. Además, ya me duché la semana pasada.
Luego, susceptible como una urticaria, arremeto contra sus reservas mentales e indago:
– ¿Por qué quieres que me bañe? Piensas que empiezo a oler mal.
Se golpea el pecho, indignada.
– Brahim, ¿a qué vienen esas interpretaciones?
Parece sincera.
Para hacerme perdonar, le propongo:
– ¿Qué te parece si salimos esta noche? Iremos al paseo marítimo para mirar los barcos, o bien a la calle Larbi Ben M'hidi para ver escaparates. Necesito tomar un poco el aire.
– ¿Solos tú y yo?
– Los niños ya son mayorcitos para apañárselas solos. No tardaremos. Me apetece invitarte a un bocadillo de merguez * o a un gran sorbete en Ice Krim.
Mina me toma las manos.
– Me arreglo un poquito la cara, me cambio de vestido y soy toda tuya.
– No te pintes demasiado los labios. Ya sabes cómo me pongo cuando te miran más de la cuenta.
– Ya, pedazo de zalamero, soy demasiado mayor para llamar la atención de los mirones.
Se levanta y va a ponerse guapa.
Nada más tomarme el café, llaman a la puerta. Es Furulú, Un chaval que vive en el sexto piso. Mueve el pulgar por encima de su espalda y me informa de que un moreno grasiento y canoso me espera abajo y quiere charlar conmigo.
El fulano que me espera en la calle es una especie de sapo-búfalo, muy en boga en el país en estos años de vacas flacas. De esos que se zampan un kilo de lechugas y cagan diez. Contrariamente a la rana de Jean de la Fontaine, ha conseguido de manera magistral su mutación bovina. Rematado por una enorme cabeza de becerro, blanca y rapada, como las que exponen en sus escaparates las carnicerías francesas, ostenta, un bocio más abajo, una panza capaz de contener dos airbags, un globo sonda y, con un poco de buena voluntad, un buen paquete de arpilleras. A pesar de las gafas oscuras que le ocultan el rostro a la manera de un parabrisas de coche oficial y su traje italiano de estreno, a pesar del rutilante Mercedes que conduce con la gracia de un hipopótamo encajonado en un acuario y de la bella y sonriente señorita sentada a su lado, no consigue despojarse de su aspecto de cateto arribista y maloliente. Pero el muy cerdo está forrado, y no lo oculta.
Sin salir de su carroza, acciona la ventanilla eléctrica y me tiende una mano ensortijada, como lo haría un sultán dando su beneplácito al juramento de fidelidad de su corte.
– Espero no molestarte -muge, pérfido.
– Molestarías a una rata en su tumba.
Su panza se estremece con una breve risa, que lo deja sin aliento.
– Maldito Brahim, como siempre, tan cortés como un pedo en una sesión de yoga.
– Eso demuestra que el mundo no ha cambiado.
– ¿Estás seguro?
– No pretenderás hacerme creer que el fango ha dejado de fascinarte.
Mira hacia su compañera para asegurarse de que no está conmocionada por mis palabras, le suelta algunos consejos, abre la puerta y me aleja de su Dulcinea.
– Deberías cuidar tu lenguaje, Brahim.
– La Seguridad Social no cubre ese tipo de terapia. ¿Por qué has venido a aguarme la tarde, Hadi Salem? ¿No te parece que tu amiguito el dire ya me persigue bastante?
Hadi Salem fue compañero de promoción. Eligió convertirse en polizonte y ampararse tras la ley para darle mejor por culo. Pero era una nulidad en los estudios y, al final de nuestras prácticas de formación en la escuela de policía, sus pésimas notas y sus aleatorias predisposiciones profesionales imposibilitaron que se le destinara a un servicio operativo sin preparar previamente el terreno para las catástrofes. Se le envió a una oficina auxiliar, donde su tarea se limitaba a clasificar las facturas y las declaraciones manifiestamente falsas en el sótano de los archivos. Y allí, en la penumbra propiciatoria de los cuartuchos, que no tardó en influir en la negrura de sus intenciones, aprendió a trapichear, luego a maniobrar con más holgura, y se descubrió una vocación que encandiló a todos los jefes turbios y a los aprendices de corruptos de su unidad: se convirtió en el hombre de los casos oscuros. Su olfato de sabueso fracasado iba a alejarlo de las pistas criminales y a atraerlo a las de los apetitos personales. Sus galones de inspector consolidaron su tráfico de influencias. Empezó a vérsele mucho más con los alcaldes turbios y en los bares fraudulentos que con una lupa en la mano tras las huellas de un delincuente. Poco a poco fue conociendo a gente interesante, penetrando en sus secretillos e interviniendo, aquí y allá, para archivar un expediente explosivo y hacer desaparecer los cuerpos del delito. Cuando se hizo con un pequeño capital, se introdujo en el sector inmobiliario para blanquear su dinero. Detenido una vez, obtuvo el beneficio de la duda. A su vez, se puso a untar a sus superiores, quienes, agradecidos o engolosinados, cerraron los ojos ante sus artimañas. Su fama de Midas llegó hasta la alta jerarquía. Los jefazos de la policía lo juzgaron discreto y eficaz, un negociador emérito, y le confiaron la gestión de sus pequeños negocios paralelos. En diez años consiguió enriquecer al conjunto de los cuadros influyentes del Ministerio del Interior y fue trepando con la facilidad de un jerbo. Comisario, y luego comisario de división, llegó al gabinete del ministro en calidad de consejero pluridisciplinar, experto en todo tipo de chanchullos. Hoy, Hadi Salem dirige una empresa de seguridad muy importante y posee una fortuna tentacular cuyas ramificaciones han traspasado las fronteras del país.
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