Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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El dire me presenta:

– Es nuestro Brahim.

Hach Thobane me dirige una sonrisa supuestamente encantadora. Como me he dejado las gafas sobre la mesa, me quedo más frío que una rodaja de salchichón. ¿Cuántas veces nos habremos cruzado Hach Thobane y yo, cinco, diez? Quizá algunas más. Al menor engorro se planta aquí, pues es muy amigo del jefe. Sin embargo, hace como si no recordara haberme visto antes. Cierto es que, comparado con esa especie de tiburón, uno no deja de ser simple morralla, pero tampoco hay que exagerar.

El dire me ofrece un sillón. Su deferencia me alarma. Me siento frente al nabab y aprieto los muslos, como haría cualquier mosquita muerta que se negase a creer que todos los ginecólogos son impotentes.

– Tienes buen aspecto -me halaga el dire uniéndose a nosotros.

– Gracias, señor director.

– ¿A que no le echaría cincuenta y cinco tacos, Hach?

Hach Thobane pone cara de incredulidad.

– ¿En serio?

– Le aseguro que nuestro Brahim festejó su cincuenta y cinco cumpleaños hace menos de una semana.

Hach Thobane se echa hacia atrás, estupefacto y admirativo. Yo me mantengo sobre aviso, pero siguiendo la corriente para no ofuscar al jefe. Desde que he pedido un préstamo social, me comporto para merecérmelo.

– También es escritor -añade el dire.

– ¿Qué quiere decir?

– Pues que escribe libros.

– No me lo puedo creer.

– Que sí, se lo aseguro. Hasta lo han elogiado en la prensa.

Hach Thobane abre los ojos como lo haría con el hocico un hipopótamo encenagado. Su estima lo impulsa a levantarse para darme un apretón de manos.

– Un poli escritor, ¿habrase visto algo más revolucionario? -exclama.

– A propósito de revolución -observa juiciosamente el señor director-, Sidi Brahim es un antiguo muyahid * .

Eso ya es demasiado para Hach Thobane. Literalmente subyugado, me da un abrazo. Si por él fuera, soltaría una o dos lágrimas para demostrarme hasta qué punto se siente feliz y orgulloso de abrazar a un guerrillero, es decir, a un héroe de verdad, aunque no haya triunfado en los negocios, como los rentistas del Día de los Difuntos, en que se inició la revolución. Mientras me hace polvo la espalda con sus entusiásticos manotazos, intento no tomarme en serio su exaltación. Sin duda, a veces me da por flirtear con los arrullos, pero jamás hasta el punto de creer que un zaím multimillonario de la envergadura de Hach Thobane pueda abrazarme sólo para felicitarme. Es más: sigo convencido de que me está sopesando para ver en qué bolsillo -el de la chaqueta o el del pantalón- me va a tener que guardar.

– Es maravilloso -jadea-. El milagro de nuestra gloriosa revolución lo encarna este hombre que ha sabido, a pesar de la incompatibilidad de ambas profesiones, conciliar el oficio de poli con el talento del poeta. Es sin duda la primera vez que asisto a un eclipse de este tipo. No creo que pueda darse bajo otros cielos. ¡Un comisario novelista! Desde luego, es…, es…

– ¿Contra natura? -aventuro.

El señor director suelta una carcajada para disimular mi sandez y, de paso, suplicarme que no agüe un momento tan solemne. Sé muy bien que tiene algunos problemas financieros para acabar la obra de su chalé, y deduzco que la caridad del multimillonario depende exclusivamente de mi cortesía.

Hach Thobane se va quedando sin aliento, para mi alivio. Se hunde en el sillón, cruza las piernas y pone las manos encima. Sus ojos, que antes chisporroteaban, ahora se han quedado quietos y sus rasgos recobran la expresión de su rapacidad. Entiendo que ha acabado el entreacto y que ha llegado el momento de ir al grano.

– Bueno, veamos -empieza con esa metódica aproximación que recuerda la de una orea dando vueltas alrededor de su presa-, siento importunarle tan temprano, señor Brahim, pero se trata de un oficial que usted conoce…

– No conozco a ningún oficial -le digo sin miramientos-, ni en el ejército, en caso de que esté esperando de mí que intervenga a favor de alguno de sus protegidos, ni en la aduana, en caso de que le hubiesen bloqueado unos contenedores en los servicios portuarios…

Mi excesivo celo escandaliza al dire, que por poco se traga la dentadura postiza. En cuanto a Hach Thobane, mi inconveniencia lo ha dejado estupefacto. Consulta con la mirada al jefe, como preguntándole si no estoy medio grillado, y luego su mirada de dios interino se posa de nuevo en mí para aplastarme con el peso del anatema.

– Lo encuentro muy impulsivo, señor Brahim Llob. Eso no es prudente para alguien tan torpe. ¿De verdad se cree que me dirigiría a un simple comisario de policía de sus hechuras si tuviese algún problema con el ejército o la aduana? Yo soy Hach Thobane, puedo hacer que me traigan a cualquier ministro en pijama, ¡pequeño! Ahora mismo, con sólo chasquear los dedos.

Supongo que cuando la fortuna ya ni se mide, no se está obligado a medir las palabras. Me apunta con el índice:

– Tiene usted una percepción errónea de su persona, señor Llob. Debería usted aguar un poco su vino.

– Soy musulmán.

– En ese caso, eche ámbar gris en el agua de sus abluciones. No he venido aquí para echar mano de sus habilidades. Muy entre nosotros, necesitaría un microscopio para localizarle. Lo que ocurre es que a un oficial de su servicio le ha dado por armar follón en mis restaurantes…

El paticorto se vuelve a poner de pie.

– Si por mí fuera, lo habría agarrado por la oreja y tirado a la basura con mucho cuidado para no mancharme los dedos. Pero tras investigar, ha resultado ser un teniente de la policía destinado en Comisaría Central. Como soy muy amigo de su director, señor Llob, y como no me gustaría que un desgraciado oficial echase a perder una amistad de diez años, me ha parecido oportuno venir hasta aquí para poner término a este malentendido con discreción y buenas maneras.

El dire está rojo como un tomate. Como le ha pillado desprevenido, ya no sabe si debe abalanzarse sobre mí o arrojarse a los pies de su huésped para suplicarle que se quede un poco más. Hach Thobane no se demora un minuto más. Aparta el sillón y se dirige hacia la puerta, con sus gruesas venas serpenteándole por el cuello como lombrices.

Se gira de sopetón en medio del salón y me vuelve a apuntar con el dedo.

– Dígale a su teniente que no se ponga al alcance de mi escupitajo, comisario Llob. Las cucarachas de su especie se diluyen en él como un grano de sal. Dígale sobre todo que su placa de madero no tiene curso legal en mis establecimientos y que, la próxima vez, lo flamearé con ella.

El dire intenta reponerse, pero demasiado tarde: el nabab sale por el pasillo y se mete en el ascensor. Con la mano, le pide a su pelotillero que no le acompañe. Las puertas correderas se cierran y la caja se lo lleva hacia abajo. Durante unos largos segundos, el dire parece destrozado, con las manos en la cabeza y las mandíbulas en tensión. Farfulla un rosario de imprecaciones y se vuelve hacia mí. La nariz se le junta de sopetón con las cejas en un berrido de animal herido:

– ¡Lo que acabas de hacer no tiene nombre!

¿A quién se lo cuenta? Y eso que he intentado conservar la calma.

Deglute para disciplinar su jadeo, se vuelve hacia mí y me murmura, en un tono que, sílaba a sílaba, se va convirtiendo en atroz aullido:

– Debí desconfiar de mis santos y abstenerme de incluirte en nuestra charla… Sabía que estabas pagado de ti mismo, pero ignoraba que fueras el rey de los gilipollas. ¿Qué mosca te ha picado, comisario? Tu cretinismo ha sido espantoso… ¡Silencio! No quiero oírte añadir una sola imbecilidad más. Si piensas ponerme a mal con mis amigos, te has equivocado. Mis amigos sí tienen capacidad de discernimiento. ¡Eso de entrada! Segundo: vas a convocar de inmediato a ese majadero de Lino en tu despacho y le vas a tirar de las orejas hasta que se le meta la nariz dentro de la cara. Hace ya un tiempo que vengo oyendo hablar de sus calaveradas. Peor aún: se aprovecha de sus galones de teniente de la policía para pavonearse con sus putas y, consecuentemente, está arrastrando a la institución, a toda la institución, por el barro.

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