– Que no puede decirse que esté en el meollo de la acción…
Cuando Simon vio que Alex, con el disco en la mano, se dirigía hacia el tocadiscos, dio un codazo a Michel. Se hizo un gran silencio, pues Alexis también había dejado de hablar. Las mejillas de Alex aún estaban llenas de lágrimas. Alexis, al ver el disco, se levantó. Simon no le dejó ir muy lejos.
– Alexis, si él tiene ganas de que escuchemos la canción de su madre y su padre, hemos de dejarle.
Alexis volvió a sentarse de inmediato. Era raro, Simon se había convertido en su jefe. Alex colocó el vinilo en el tocadiscos. Se dio la vuelta y desafió a todos con la mirada. Cuando empezó la melodía disco, Julie se levantó como una flecha.
– ¡Uau, qué marcha!
Se subió a la mesita baja y empezó a bailar, o digamos más bien a ondular.
– ¡Julie! ¡Bailar ahí encima no es lo más razonable!
– ¡Lo siento, no sé bailar en otra parte!
A mí me pareció muy bonita su manera de bailar. Boris también puso cara de que le gustaba. Hasta a mi padre parecía gustarle mucho. Sobre todo porque Julie daba vueltas sobre sí misma mirando a todos los hombres, uno por uno. A mi madre ya no le gustó tanto.
– Solo falta que se desnude.
Cuando Julie se quitó el jersey, Simon se acercó a hablar con ella. Pero como la música estaba muy fuerte, le gritó y todo el mundo lo oyó.
– ¡Un poco de calma, Julie! Hay niños.
Noté que mi padre se desilusionaba un poco. Cuando vio que lo miraba, me guiñó un ojo. Simon se puso a bailar. Bailaba la mar de bien para ser hombre. Cogió a Michel de la mano y empezaron a menearse juntos.
– ¡Venga, a bailar todo el mundo!
Boris se subió a la mesita con Julie. Ella hacía gestos y luego él hacía lo mismo. Pero no se le daba nada bien. Mi padre seguía mirando a Julie. Eso a mi madre la puso de los nervios. Se levantó.
– ¡Anda, ven a bailar!
– ¡Hace siglos que no bailamos juntos!
Para recordar cómo era, mi madre se bebió entero el vaso que acababan de llenarle. Bailaba bien. Mi padre ya solo la miraba a ella. Agitaba sus yesos con ritmo. Alexis se situó detrás de Alex y le puso las manos en los hombros.
– ¿Has visto cómo les gusta?
Miraron con orgullo cómo todo el mundo bailaba. Alex lloró hasta el final.
«Te tengo a ti, bebéééééé…»
Mi madre, sin aliento, se colgó de mi padre. Julie se tiró hacia atrás, confiando en Boris. Él colocó sus manos para cogerla como en los últimos acordes de un tango.
¡Clac!
De golpe todo se quedó a oscuras. Solamente se oyó a Julie caer de la mesita. Boris no la había cogido. ¡Paf!
– Kochané! ¿Estás bien?
Parecía realmente preocupado. Luego se oyeron unos extraños ruiditos. No conseguía saber qué eran. Después lo comprendí: ¡besos!
– Mi Boris…
– Kochané…
Y más besos, y más y más.
– ¡Un poco de calma, Julie!
¡Ras! Michel prendió una cerilla y encendió rápidamente unas velas para sofocar el fuego de Julie. Cuando se hizo un poco de claridad, mi madre se descolgó de mi padre. Julie se levantó mientras se ponía bien la ropa. Boris, por su parte, tenía una sonrisa amplia y boba. Alex se me acercó.
– Seguro que se la ha tirado…
No me gusta hablar de esas cosas. La situación era extraña. El hielo nos había alcanzado. Menos mal que mi padre se puso al mando de la situación.
– Bueno, ¿y qué hacemos ahora?
– Justo cuando la fiesta se animaba. ¡Hay que joderse!
– Alexis, que su alegría recuperada no le haga olvidar que quizá otros están pasándolo muy mal…
– Perdona, Simon…
– Es verdad, somos muy afortunados de poder estar aquí de fiesta mientras otros sufren…
Todo el mundo se sentía culpable.
– ¡Los ancianos!
Julie fue la primera en pensar en ellos.
– ¿Os los imagináis, solos en sus habitaciones, abandonados, perdidos en la oscuridad… sin tele?
– Seguro que no dura mucho, Hydro-Québec lo arreglará enseguida…
– ¡No estés tan seguro, Simon!
Mi madre se acurrucó. Ya empezaba a tener frío. No me preocupé por ella, al contrario. Estar congelada la ayudaría a reflexionar. De momento, el cielo no había hecho más que ayudar a los demás, tenía que terminar su trabajo ocupándose por fin de mí. Esperaba que Hydro-Québec no me fastidiara el plan. A veces es difícil olvidarse de uno mismo.
– ¿Y si fuéramos a ayudarles?
– ¿A quién?
– ¡A los ancianitos!
– Es una idea muy hermosa, Alexis. Es importante que pueda mirar a los demás.
– ¡Pues venga, vamos!
– Alexis, me refería a la idea, a su cambio interior. No nos precipitemos, no hay fuego.
Se oyó una sirena de bomberos en la calle. Luego otra, y otra.
– ¡Yo sí voy!
– ¡Yo también!
Se me hizo extraño ver a mi padre decidido otra vez a entrar en acción.
– Davai!
– ¡Boris, tú y yo vamos juntos!
– ¡Anne, tú te quedas con los niños!
Mi madre soltó una risita forzada cuando mi padre se dirigió hacia la puerta sin decir una palabra más. Julie, Boris y Michel lo siguieron. Simon no parecía tan motivado como los demás. No se movía. Por su frente corría el sudor. Alexis lo sacudió.
– ¡Venga, ven, te necesitamos!
– Soporto oír hablar de la desgracia, pero verla…
Mi madre cogió la ocasión por los cuernos.
– Simon, comprendo perfectamente que no quieras ver desgracias. ¡Quédate aquí con los niños!
Simon no protestó y se sentó de inmediato. Mi madre echó a correr por el pasillo. Mientras Alexis abrazaba a Simon para consolarlo, a lo lejos, oímos gritar a Julie.
– ¡Boris, tus peces!
Hubo un gran silencio. Alex y yo nos levantamos para ir a ver. Todos miraban a Boris, que temblaba. Julie le suplicaba con los ojos. Él alzó la cabeza, orgulloso como un ruso.
– ¡Yo soy un quebequés solidario!
¡Ha sido gracias a una desgracia!
Alrededor de la residencia de ancianos todas las calles estaban cortadas, iluminadas únicamente por los faros de los vehículos y las sirenas. Dos autobuses escolares amarillos esperaban con el motor ronroneando. Bomberos, policías, enfermeros, voluntarios de la Cruz Roja ayudaban a evacuar uno a uno, lentamente, a los ancianos.
En todas las sociedades se organiza una jerarquía. Ya sea autoproclamado, ya sea elegido por sus condiscípulos, un jefe es imprescindible en todo grupo cuando hay que actuar. Martin caminaba delante, con Alexis a su derecha. Seguían, en desorden, Anne, Boris, Michel y Julie.
Ligeramente apartado se encontraba el sargento jefe Couillard, responsable de la evacuación. Sin dudarlo, Martin se plantó ante él.
– ¡Soy del cuerpo! ¿Qué podemos hacer para ayudarle?
– Del cuerpo… ¿de qué parte?
Martin habló un poco más bajo.
– Soy profesor en la escuela de policía…
– Ya veo… ¿Hace tiempo que no trabaja sobre el terreno?
– Cinco o seis años…
El sargento jefe Couillard no pudo evitar una mirada de desprecio. Él lo tenía muy claro. En la policía, los que son capaces actúan, y los que no son capaces enseñan. Martin, descolocado por un momento, miró a su tropa, que empezaba a dudar. Por el altavoz del coche patrulla, una voz gritó:
– ¿Jefe? ¿Jefe? ¿Está usted ahí, jefe?… Jefe… ¿Me oye?
El sargento jefe Couillard se apartó de la portezuela a la que estaba pegado para descolgar, exasperado, el micro del interior del coche.
– Pues claro que estoy aquí, ¿dónde quieres que esté? ¡Te oigo!
– Esto está muy jodido, jefe, tardamos quince minutos en sacar a cada uno… Lloran, se agarran a los barrotes de la cama, se quieren llevar recuerdos, necesitamos refuerzos…
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