Rafael Marín - El Anillo En El Agua

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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En la azotea, mientras el padre cumplía con el servicio, la madre aleccionaba a Juanito y a su hermana en la caza de las palomas que criaba algún vecino. Debieron ser años de hambre, o al menos Juanito lo explicaba así. En cualquier caso, tendría que ser pintoresco oír a su padre comentando, policía al fin y al cabo, que el vecino le había dado quejas porque alguien le robaba los palomos, y que le había pedido que le echara una mano en la investigación, puesto que era la autoridad, mientras Juanito y su madre se daban patadas bajo la mesa y el buen hombre, algo menos rubio y más ingenuo que su hijo, comentaba lo sabroso que estaba aquel pollo que achacaba a la buena administración de un sueldo casi inexistente.

De la azotea, desprovista ya de palomos, la familia Mateos se trasladó a la casa cuartel del Puerto, junto al penal, donde Juanito se pasó la vida enfrentándose a pedradas con los niños gitanos, como si existiera alguna diferencia entre los dos bandos, vista su escasez de medios, y de allí se vinieron a Cádiz poco después, también a una casa cuartel, con el abuelo a cuestas y el alma llena de esperanzas y hasta de sueños.

Juanito hacía como que estudiaba en el Instituto Columela, en la misma clase donde repetía sin pena ni gloria Manolo Chulián. Ya tenía fama de agitador, de charlatán impenitente, de niño golfo incontenido que se pasaba las clases haciendo competiciones de masturbaciones a la temprana edad de diez años. En ese aspecto, Juanito fue un precursor, un entendido. No era extraño que mis explicaciones sobre la película lo dejaran tan encandilado, si le estaba hablando de su deporte favorito.

Juanito se convirtió pues, durante aquellos primeros años y también mucho más tarde, en el Peter Pan de mi vida, el compañero simpático del héroe que yo hubiera querido interpretar, el reflejo inconsciente y juguetón que todos llevamos dentro y algún día olvidamos. Téllez representaba el futuro, la seriedad, la competencia, y Juanito era el pasado feliz, el presente despreocupado e ingenuo, la alegría de vivir lejos de pensamientos trascendentes y literaturas amargas. Téllez era el yin y Juanito el yang, a la vez opuestos y complementarios, moreno uno y rubio el otro, los dos simpáticos, arrolladores y gordos, los mejores camaradas que se pueden encontrar cuando se tienen dieciocho años y uno se va definiendo por contraste, como una radiografía. Yo era un equilibrio entre Juan José Téllez y Juanito Mateos. A lo mejor, quién sabe, lo sigo siendo.

EL HUERTO PISOTEADO

Manolo Chulián me llamó a casa una tarde y me dio la noticia de sopetón, como quien cumple un recado o cierra un balance.

– Mira, que el padre de Téllez se ha muerto.

Mi primera reacción fue la de siempre, quitarme de en medio, escapar de la muerte ajena como no podré escapar de la muerte propia, esa sensación de vértigo a la que uno nunca logra acostumbrarse por más años que pasen y menos vidas que queden. Colgué el teléfono, entristecido por mi amigo, enfrentado al absurdo de la existencia como sólo se puede uno enfrentar cuando es joven y tiene vocación de ser eterno. Aquello era una pirueta de mal gusto, una putada del destino en toda regla.

Yo no había visto al padre de Téllez más que un par de veces, una en su casa y otra en el autobús, y lo recuerdo como un hombrecito pequeño y con bigote, el secundario que Alex Raymond o John Prentice habrían podido dibujar para Rip Kirby. No estaba enfermo que supiéramos. Se murió de la noche al día, lo que que hacía que el hecho resultara todavía más doloroso, más injusto.

Fuimos al entierro Manolo y yo, y un montón de gente del coro. Allí estaba Juan José, con la chaqueta azul desabrochada sobre una camisa negra, y la madre destrozada, un sollozo desgarrado y líquido, y los compañeros de trabajo de su padre, sorprendidos y aterrados, desorientados en su supervivencia, como los marinos de un barco pesquero que de pronto se encuentran sin capitán, dureza en el rostro y fragilidad en los ojos. Téllez vivía entre la iglesia de San José y el cementerio, a dos pasos, por lo que el trayecto del cortejo fue necesariamente corto.

Luego, la tarde siguiente, fuimos a visitarlo a su casa, esperando encontrar más calmados los ánimos. Manolo Chulián, diez o doce miembros del coro, y yo, que casi no conocía a ninguno, ni siquiera al propio Juan José. Ya sabíamos que la muerte se debía a una meningitis traicionera, desarrollada de la noche al día, una puñalada sin remisión que no esperaba nadie, pero había que visitar la casa y expresar nuestras condolencias de modo directo. La madre de Manolo, angustiada por si aquello se pegaba, nos aleccionó de buena fe para que nos cubriéramos la boca con un pañuelo. No hicimos caso.

Formamos un corro enorme en el salón, con Téllez en el centro, vestido de negro, con la carita verde y la boca más torcida que de costumbre. Su abuela estaba presente, mirándonos con ojillos trémulos, casi con alegría en la mirada, y recuerdo que allí mismo pensé que sin duda creía que la muerte se había equivocado de objetivo, que venía a por ella y erró el blanco y ahora saboreaba esos minutos prestados con un egoísmo anciano y caprichoso, como la rabieta inversa de un niño chico.

Todos esperábamos consolar a nuestro amigo, pero Téllez se encogió de hombros y nos contó con frialdad de periodista profesional la versión fidedigna de los hechos, con un sentido de la crónica que era a la vez biografía y reportaje, humor teñido de dolor, un discurso zumbón y agrio al mismo tiempo, de héroe caído, chandleriano si entonces hubiéramos conocido a Raymond Chandler. Ni siquiera en aquel momento de dolor enorme podía evitar convertirse en el centro de la reunión, aunque ahora no quisiera serlo ni malditas las ganas.

La casa de Téllez, aunque siempre estaba vacía cuando yo lo visitaba por las tardes, me pareció esa noche aún más solitaria, un puro hueco, un eco extraño que indicaba que faltaba alguien. Lo escribí en mi primer poema serio, que después adornaría en fragmento la portada de nuestro último número, pero Téllez nunca supo que ese verso final me lo había inspirado aquel momento en Marianista Cubillo, cuando cumplimos con nuestro deber de niños buenos y él soltó toda la bilis que tenía dentro con su única defensa de ahora y de siempre, la palabra convertida en arma arrojadiza, la palabra hecha poesía en movimiento, descargada de presente y de futuro.

ADIEU, LES ENFANTS

En casa de Manolo casi nunca había nadie. De ser el pequeño de la familia, se había visto convertido en hijo único. No sé si la madre atendía embarazos de sus hijas mayores, pero el caso es que teníamos para nosotros solos el salón y dos habitaciones, la cocina y el cuarto de baño (había un respeto y no entrábamos en el otro dormitorio). Juanito y yo nos presentábamos allí todas las tardes, entre las cinco y las seis y cuarto, a charlar con Manolo y contarnos historias, para reírnos mucho y hacer el cafre. Téllez también se apuntó poco después, con la camisa de luto y la tristeza desterrada a la fuerza de la cara, huyendo tal vez del vacío de su propia casa y la realidad que allí encontraba y no quería.

La vida se le había venido encima sin que él lo hubiera querido, y el luto le ataba a unos hechos que quería olvidar a toda costa, escribiendo más y mejor que nunca hasta entonces, riendo, agarrado a la tabla de salvación de una adolescencia que se le escapaba entre los dedos. Los niños americanos tienen casas en los árboles. Nosotros teníamos la casa de Manolo.

Con el luto, Téllez no podía escuchar la radio, ni ver televisión. Los jueves nos sentábamos en el salón de nuestro refugio, para ver en blanco y negro Espacio 1999, una serie de ciencia ficción que no nos gustaba nada, pero como por un lado era lo único fantástico que asomaba a la pantalla, y por otro era también lo único que Téllez tenía oportunidad de ver, allí nos daban las horas, discutiendo los absurdos de la trama y riéndonos a costa de los trajes de goma de los actores que hacían de extraterrestres.

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