Lo había preparado con meses de adelanto. No se lo comenté a nadie. Estaba claro que Miguel y Manolo, más jóvenes que yo, no me iban a poder acompañar, así que decidí hacerlo solo, con nocturnidad y alevosía, por darme el gustazo de una vez por todas. El mismo sábado que cumplí dieciocho años bajé la calle Ruiz de Alda protegiéndome del viento como podía, me planté en la puerta del Cine Imperial, el carnet de identidad ardiéndome impaciente en la cartera. La película era fuerte, según decían, tanto o más que La naranja mecánica ; ya en la cartelera se veían un par de pechos hermosos, unos tirantes que debían de hacer daño en la piel mórbida y escuálida de Charlotte Rampling, una gorra negra con un antifaz y la calavera de plata; el contrasentido, o tal vez no, entre sexo y muerte que después he visto repetido en tantos sitios. Estrenaban Portero de Noche , y no había nadie que me pudiera impedir entrar a verla.
Me puse en cola, compré la entrada (porque, aunque no te dejaran pasar a ver la película, en taquilla nadie te ponía objeciones), y se la tendí al portero de siempre, no al del título de la película, con una sonrisita de oreja a oreja, a ver si tenía cojones de prohibirme el paso, con el carnet dispuesto para enseñarle la fecha, que hiciera cálculos si sabía sumar, curioso por averiguar de cuántas formas me pedía disculpas.
El portero rompió la entrada en dos, sin mirarme siquiera, sin reprocharme mi edad ya rebasada, sin que le importara mi barba inexistente o mi escasa altura. Me dejó pasar sin hacerme el más mínimo caso, como si estuvieran proyectando Bambi . La venganza se me vino a pique en un segundo, tras meses de preparación, después de montones de escenas imaginadas donde yo recuperaba por derecho propio mi asiento en la tercera fila de sillón.
No sé si existía o existe en efecto una frontera visible entre los diecisiete y los dieciocho años, algún matiz que sólo los porteros de cine eran capaces de desentrañar, o si la aceleración vertiginosa de los tiempos se había vuelto imparable, convirtiendo en caducas lo que ya eran prohibiciones obsoletas, pero lo cierto es que a partir de ese día jamás volvieron a pedirme el carnet para entrar en ninguna parte.
Y el caso es que no me gustó nada Portero de Noche .
Yo lo conocía de vista, desde lejos, cuando lo veía cruzar en diagonal el patio de mi casa hasta perderse en el portal de Manolo Chulián, pero nunca habíamos coincidido antes. Entonces era simplemente, en palabras de mi madre, ese que parece albino, lo que quería decir que en verdad pensaba, como todos, que lo era. Se llamaba Juan Andrés, pero todo el mundo lo conocía, claro, por su apellido. Para su inmensa fortuna y perpetuo despiste de los demás, como Mateos parecía un nombre de pila, ya casi estaba un paso por delante de aquella costumbre maniática que marcó a mi generación. No pudo librarse del artículo antepuesto, faltaba más, aunque al final los que le queríamos acabamos por llamarlo simplemente Juanito.
Juan Andrés Mateos Díaz, el Mateo, Juanito era también gordo y ampuloso, un movimiento perpetuo de oscilaciones carnosas (las redondeces de mis amigos acabarían por contagiárseme muchos años más tarde), un puro equilibrio de pantalones resbalados y camisas a las que se le saltaba el botón sobre el ombligo. No era albino, para decepción de todos y alivio propio. Era muy rubio, rubísimo, casi platino. Después veríamos que tenía la barba y el bigote rojos, lo que anunciaba que no era ario puro, sino vikingo, pero esos detalles no contaban nada junto al volcán de su cabellera desordenada y encendida.
Juanito tenía los ojos azules, de niño triste o anciano pícaro, pero estrábicos, a la virulé, uno mirando hacia adentro, con el que veía bien, y el otro más o menos normal, con el que despistaba mucho. Uno nunca sabía dónde mirarle, cuál era el ojo bueno, ni lo llegó a saber nunca. Tampoco importaba demasiado: Juanito usaba gafas con cristales verdes, remendadas con esparadrapo o con fixo transparente, que le cubrían un poco aquella cualidad (porque en Juanito ser bizco era una cualidad, no un defecto). Juanito tenía siempre las mejillas sonrosadas, rubicundas, signo inequívoco de su buena salud, y se resfriaba cada dos por tres, por culpa de unas vegetaciones mal curadas, lo que le obligaba a desplegar enormes pañuelos que parecían banderas de barco pirata. Cuando Juanito estornudaba, las paredes temblaban en el otro confín de la galaxia.
Juanito era feo, se sabía feo, pero lo compensaba con creces siendo un muchachote sano y campechano, la mar de simpático. Mi madre hizo un curioso ranking entre Téllez y él, los dos enormes y despeinados, elefantes en la cacharrería de mi sala de estar. Sin duda Juanito se alegraría de saber que en la competición de fealdades (siempre según mi madre), Téllez le ganaba con diferencia. Y es que Téllez siempre lo ganaba todo.
Durante siglos Juanito vistió una gabardina marrón que parecía mojada siempre, una gabardina espeluznante que le hacía destacar todavía más cuando cruzaba el patio. La gabardina había sido de su abuelo y él la llevaba en herencia, y eso que el abuelo estaba aún vivo, aunque las mangas le quedaban cortas y al final acabó sacándole casi medio brazo. Sólo los pantalones estrechos de pata de gallo y la enorme toalla verde que nos servía para no despistarnos en la playa le duraron tanto.
Conocí a Juanito un par de días después de mis dieciocho años, un lunes por la tarde, en la casa de Manolo a la que yo también di en bajar de continuo, para matar el aburrimiento y echarle un vistazo a algún Interviú que compraba su padre. Por entonces yo creía también que Juanito era albino, pero lo confundía con otro especímen de la época que hoy es calvo (Juanito siempre ha lucido una extraordinaria pelambrera). En el cuarto de Manolo apenas había una cama y un sofá, y un montón de tebeos añejos de Walt Disney, residuo de los tiempos en que Manolo fue un niño todavía más modosito (a mí me gustaban tebeos más violentos). Siempre había una guitarra por allí, fea y desafinada, que Manolo torturaba quién sabe si en un afán de incluirse algún día en las filas de los Sin Nombre.
Yo andaba esos días muy ufano de mis dieciocho años, como si de veras hubiera atravesado alguna puerta o el mundo se viera de forma distinta a dos semanas antes. Además, el hecho de haber saboreado el Portero de Noche me colocó en seguida en un pedestal sobre mis amigos más jóvenes. La película, ya lo he dicho, me aburrió de muerte, pero los detalles escabrosos, aumentados en la imaginación y en los recuerdos, me convirtieron durante unos días en el centro de todas las atenciones. Llamaron a Manolo por teléfono y Juanito y yo nos quedamos solos, un par de aliens condenados a entenderse y no dejarse llevar por el silencio que, recién presentados, se nos iba a volver muchísimo más incómodo. Continué por tanto la conversación, y hasta expliqué gráficamente con la guitarra un par de escenitas sórdidas de la película. Juanito me miraba con los ojos desencajados, uno enfocando a un lado y el otro al contrario, con un dedo metido en la boca y respirando entrecortadamente (era una lata aquello de tener vegetaciones). Cuando Manolo regresó tras atender la llamada de su madre ya nos habíamos hecho amigos para siempre, o eso pareció al menos durante un buen montón de años.
Juanito tenía un padre guardia civil, idea que nos horrorizaba a todos, y un abuelo vinatero que le daba una paga de un duro cada semana o cuando se acordaba, que era lo más corriente. Tenía los pies pequeños, y resoplaba, y se secaba siempre la cara con el pañuelo sucio.
Juanito venía de Cáceres, circunstancia que no se le notaba ya en el acento, aunque su vocabulario de vez en cuando incluía expresiones como abubilla o peletao que no entendíamos. Como Téllez en la adolescencia, Juanito había tenido una infancia transhumante, a capricho de los mandos de su padre, y de su Huerta de Ánimas natal lo hicieron bajar en el mapa, subiendo en el escalafón de la miseria extremeña a la pobreza andaluza. Toda la infancia, la que importa al menos, la pasó en El Puerto de Santa María, viviendo de mala manera al principio en una azotea, temiendo los crímenes del Arropiero y saltándose los días de colegio cuando no tenía zapatos.
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