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Rafael Marín: El Anillo En El Agua

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Entre la novela y la memoria literaria, "El anillo en el agua" es la crónica irónica y melancólica del panorama cultural y político en la ciudad de Cádiz desde la muerte de Franco a la constitución de 1978. Recién salidos de la adolescencia, un grupo de aprendices de escritor se conoce, se contagia de ilusiones, comparte aspiraciones e ingenuidades y funda una revista, Jaramago, que los mantiene unidos y activos durante dos veanos que los marcarán profundamente. Nombres hoy desconocidos y nombres que ahora ya tienen cierto bagaje como autores asoman en estas páginas, más jóvenes, más idealistas, más ingenuos y hasta con menos dioptrías. Este libro es una ceremonia de iniciación, el rito de madurez de unos adolescentes que quisieron ser poetas y que, durante un breve periodo de tiempo, hasta llegaron a conseguirlo.

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Fue la falta de la coma lo que me mosqueó. ¿Qué habían querido decir con aquello? ¿Que no querían libertad, sino fascismo? ¿O todo lo contrario? La primera pintada de mi vida, incluso antes de ser silenciada a cuadros, parecía un jeroglífico.

Lo comenté con Miguel, mi compañero de banca y uno casi diría de exilio (ya explicaré eso luego). Miguel tenía un padre ex-peluquero, calladito, descontento y pesimista, lo que después he comprendido era un rogelio, y supongo que en su casa estarían más al tanto que en la mía de esas cosas. El caso es que Miguel, en ese aspecto, no había tenido problema ninguno para comprender el mensaje del escritor anónimo.

– ¿Pero tú sabes acaso lo que es el fascismo?

Me lo preguntó con esa mirada suya de soslayo tan característica, por encima de las enormes gafotas de carey que usaba en aquella época, un muchachito inteligente y mal vestido, siempre con calcetines rojos, zapatos gorila y bufandas marrón oscuro. Aunque acababa de descubrir a Bruce Lee, todavía no tenía cara de chino.

Yo traté de justificarme, algo picado. Claro, le dije, los alemanes… Recordé las Hazañas Bélicas y las películas de los sábados en sesión de tarde. Me costó hacer la conexión. O sea que según Miguel y aquella pintada nosotros vivíamos en un estado fascista. En los años setenta, desde mi posición de humilde hijo de clase obrera venida a poco más, estudiando en un colegio católico y nada represivo, los Salesianos, es comprensible que viviera en la higuera, como todos. O sea que Franco era un fascista, no el gran padre blanco, anciano y bonachón que velaba por nosotros y nos deseaba feliz año nuevo mientras movía la mano al compás como un muñeco de José Luis Moreno. O sea que vivíamos en un estado fascista y yo, jolín ya, sin enterarme.

La gramática al encuentro del futuro. Con coma o sin ella, aquella pintada primera, LIBERTAD NO FASCISMO, había servido al menos para que yo me enterara de que en España no teníamos libertad, sino otra cosa que, además de sonar mal, era sin duda algo muy feo.

Me pregunto qué más habría aprendido si aquella coma puñetera hubiera estado en su sitio.

LETANÍAS DE DOMINGO

Era un periodo de vacío. Era un tiempo vacío. Aunque la situación nos cogía a todos de nuevas, existía un precedente de apenas un par de años atrás, cuando el almirantísimo fue ascendido en el escalafón directamente a la gloria, aquel otro entierro en olor de multitud que dejó al descubierto para mi generación que los hombres que gobernaban el país eran unos viejos achacosos con muchas medallas de sangre sobre el abrigo azul. Entonces, igual que ahora, Gary Cooper echó un cable a la programación de televisión en su papel de piloto de portaaviones, por poca conexión que tuviera el argumento con el luto oficial declarado, y también igual que ahora nos retrasaron tres días un examen de matemáticas que después suspendí de todas formas. Lo que pasaba en Madrid nos parecía lejano y frío, como el vaho que entre temblores exhalaban los prohombres en el cortejo.

En España tal vez empezara a amanecer, pero con los postigos cerrados no entraba claridad ninguna en casa. Durante un buen montón de meses nada varió de forma importante en nuestras vidas. Colegio, exámenes, películas y tebeos, aquella portada ya muy tardía de Hermano Lobo con Arias Navarro («Queda usted cesado». «¿Dimitido?». «Bueno, dimitido»), y poco más. Hemos sabido que existió el espíritu del 12 de febrero leyendo libros de historia.

Yo no sé si se esperaba que fuera a venir la democracia, pero la democracia vendría de todas formas, como un tren imparable que ningún guardaagujas podía detener ni se atrevía. Era un sarampión que nos esperaba apenas año y medio en el futuro, la lluvia que parafraseando a Bob Dylan nos enseñó a tararear Pablo Guerrero.

El mundo a nuestro alrededor iba a cambiar, pero en nuestra ansia adolescente no nos dábamos cuenta.

James Bond y Conan el Bárbaro, Shang-Chi Maestro de Kung Fu y Harry el Sucio componían nuestro exilio, nuestro ghetto. Donde otros chavales andaban de discotecas, o de priva, o de deporte (o mejor todavía, de ligoteo), nosotros teníamos por centro eso que algún pedante había bautizado como mass media. Junto a las novelas de Bruguera y los tebeos de Vértice, el cine de los domingos completaba el círculo de nuestros intereses. Charlton Heston todavía encarnaba el héroe prototípico, y el no va más del espectáculo resultó ser un pequeño tesoro de Douglas Trumbull, Naves Misteriosas, que sólo vimos tres personas el día de su estreno en Cádiz.

Luego, el paseo de rutina, con parada en algún bar para una tapa de ensaladilla rusa o un perrito. Terminada la evasión que nos prestaba el cine, nuestra soledad se convertía en puro hartazgo. Todo aquello que nos volvía camaradas en el colegio nos pesaba en la libertad de los domingos. La adolescencia tal vez sea una etapa de preguntas, pero para nosotros, para mí, fue un periodo de total y absoluto aburrimiento. Queríamos ser distintos, pero no sabíamos cómo, ni siquiera por qué. Las miras de nuestra generación iban por otros derroteros más tangibles, pero nosotros, entre los Mundos Desconocidos y la Edad Hyboria, supervivientes de SPECTRA y refugiados del Planeta de los Monos, de los Simios, no eramos capaces de comprender qué nos pasaba, por qué lo cotidiano nos parecía de pronto tan absurdo, tan coñazo.

Yo llegaba a casa solo, a tiempo de ver el último telediario. Cada semana el presentador de turno, como un ángel maléfico peinado a raya, nos acusaba desde su mesa ante la cámara. ETA había asesinado en Madrid, o en San Sebastián, o en Vitoria, y el telebombón nos lo contaba con morbo de fiscal de Perry Mason, con una pose clavada al Mefistófeles que dibujaba John Buscema en los tebeos del Silver Surfer, repitiendo la palabra asesinado muchas veces, sin despegar la mirada de donde estábamos, como un jefe de estudios que nos obligara a tomar nota de un castigo, como esos retratos que, te pongas donde te pongas, te buscan siempre los ojos. Asesinado, asesinado, asesinado, aquello no era información, sino un tercer grado que nos aplicaban directamente a nosotros, y nosotros no comprendíamos el motivo. Parecía que alguien pensaba que nos había dado tiempo, entre los títulos de crédito de la película de la semana y la hamburguesa con pan duro del bar Los Platillos Volantes, de coger un helicóptero, plantar dos bombas y volver a casa para ver los resultados en diferido.

Asesinado, asesinado, asesinado, cada domingo la misma letanía. El sueño de escribir era lo único que me podía rescatar de aquella rutina. Pero ese sueño estaba todavía, como ahora, como siempre, demasiado lejos.

AMIGUETES

Yo tenía otros amigos más aferrados a la tierra, más sencillos, más simples, tal vez incluso más felices. Con ellos me aburría igual los domingos, rara vez pisaba un cine, por supuesto jamás comentaba un libro, un proyecto o un tebeo. Pero con ellos, ay, intentaba más en serio que con Miguel Martínez el venerable deporte de la caza de la quinceañera. Por desgracia, también con ellos regresaba a casa cada fin de semana sin haber disparado una sola flecha.

Mis otros amigos vivían, contrariamente a Miguel, en mi mismo barrio, en mi mismo patio, lo que facilitaba nuestra relación y, sobre todo, los paseos de vuelta a casa. Eran ya entre sí amigos de la infancia (yo llegué más tarde al grupo, en la preadolescencia), un par de años más jóvenes quizá. No sé por qué demonios dedidieron dejar de salir conmigo una tarde de agosto, cuando el Trofeo Carranza empezaba a agonizar como el verano que se iba y los trenes pasaban temblando, haciendo mucho ruido, como si a alguien le importara su destino o su carga. En cualquier caso, debieron pensar que sin mí les iba a resultar más sencillo (y no es que yo fuera demasiado raro) saciar su comprensible sed de hembra.

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