Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– He tenido un sueño extraño con la hija de Lucía. ¿De qué murió? -Levantó los ojos hacia él.

– Se suicidó -respondió tras un grave silencio.

Ella le miró como si esperase una respuesta parecida.

– Esa niña sufría mucho -sentenció.

– ¿Qué sabes tú de ella? ¿Qué has soñado?

Elena tomó aire para poner en orden el caos acaecido en su mente.

– Siempre estaba triste y asustada. La he visto en mis sueños en otra de las habitaciones detrás de la capilla, justo a la derecha de la que abrimos el otro día. Estaba llorando.

– ¿Por qué lloraba?

– No lo sé, no quería jugar conmigo.

– ¿Qué había en aquella habitación?

– Una pequeña cama con un cabecero de tubos dorados formando una estrella.

– ¿Qué edad tenía?

– Pues… unos cinco o seis años. Era un poco mayor que yo. Debió de ser un duro golpe para su madre. ¿Estaba enferma? ¿Sufría depresiones?

– No lo sé, apenas la conocí.

– Una madre nunca se recupera de la muerte de un hijo, lo sé por mis abuelos. Pero debió de ser más duro perderla de esa forma. Lucía tiene que vivir torturada pensando en qué había fallado para que su hija tomara esa drástica decisión. Mi abuelo debió llevársela con él, igual que hizo conmigo.

– ¿Tu… abuelo? -preguntó espantado-. ¿Qué diablos pinta él en todo esto?

– Era su padre -respondió tranquila.

Antonio se levantó de un brinco y la miró consternado.

– ¿Qué estás diciendo, Elena? ¿Te has vuelto loca?

– No; es cierto. Se lo pregunté a Lucía y ella me lo confirmó.

– ¿Lucía te ha dicho que él era el padre de su hija?

– Sí. Y se sorprendió mucho cuando supo que yo conocía su secreto.

– ¿Y cómo lo sabías tú? -inquirió alarmado.

– Porque les he visto juntos en mis sueños.

– No dejes volar tus fantasías. Estás empezando a preocuparme.

– Todo encaja. Yo le recuerdo en la hacienda, tú mismo viste sus trabajos en los establos. Se enredó con mi madre y con Lucía. Jugó con las dos. Fueron amantes durante mucho tiempo, incluso después de morir mi padre.

– ¿Y por qué estás tan segura de que es a tu abuelo a quien ves en los sueños?

– Porque tiene el cabello blanco, porque… yo sé que es él… -dijo con seguridad.

– ¿Habla contigo?

– No, pero le veo con mi madre. ¿Quién podría ser si no?

– Me voy al despacho -dijo después de una incómoda pausa. Se colocó la chaqueta y se despidió con un beso en la mejilla.

Pero no fue al distrito financiero, sino a la hacienda. Tenía una curiosa corazonada y necesitaba salir de dudas. Demandó a Lucía el puñado de llaves enlazadas por la cuerda y se dirigió a la habitación que con tanta precisión Elena le había señalado. Caminó despacio hacia la capilla, rodeándola por su parte derecha hasta llegar al final. Allí contó las puertas y se colocó a la derecha de la visitada días atrás; probó una a una todas las llaves, pero sin éxito. Lucía le observaba a distancia agazapada tras los muros, y finalmente decidió intervenir al comprobar la infructuosa apertura de aquella puerta por parte de Antonio. Apareció tras él, silenciosa como una sombra.

– ¿Buscaba esta llave, señor? -preguntó alargando el trozo de hierro.

– ¿Pertenece a esta habitación?

La empleada afirmó con la cabeza sin pestañear.

La puerta se abrió sin dificultad. La escasa luz que penetraba iluminó la pequeña sala. Antonio abrió la contraventana y, al volverse, quedó petrificado: la cama que Elena la había descrito estaba allí, solitaria, junto al muro, con el cabecero de tubos en forma de estrella, perfectamente ordenada, cubierta con una colcha de color beige con rombos calados. No había suciedad, ni siquiera polvo cuando pasó los dedos por una mesa sobre la que había un jarrón con flores naturales que parecían haber sido colocadas hacía poco tiempo. ¿Y aquel olor? ¿A qué olía allí? ¿A perfume? ¿A ambientador? Era agradable, cítrico, limpio. Se volvió hacia Lucía, quien continuaba inmóvil en la puerta.

– ¿Qué significa esto? -exigió perplejo.

– Aquí… señor… en esta cama… apareció muerta mi hija -dijo bajando los ojos-. Vengo todas las mañanas desde hace nueve años.

– ¿Cómo es posible? ¿Por qué?

– No lo sé, señor. ¿Tiene usted esa respuesta?

– ¿Yo? -exclamó sorprendido-. ¿Por qué habría de tenerla?

– La señora le ha enviado, ¿no es cierto? Ella lo sabe todo, tiene poderes…

– No diga sandeces, Lucía. Es usted mayor para creer en esas patrañas. Quizá ella ha estado aquí hace poco…

– No, señor, solo yo guardo esta llave.

– La señora vivió en la hacienda hasta los cinco años, a veces tiene recuerdos, eso es todo.

– No, eso no es todo. Ella sabe cosas… cosas que nadie entre los vivos le ha podido contar, no son recuerdos, señor…

Definitivamente, Elena había acertado de lleno con respecto al padre de la pequeña Yolanda. Salió sin hacer comentario alguno; estaba desorientado, tratando de desentrañar aquel misterio. No creía en videncias, en conexiones mentales ni en nada parecido, pero todo resultaba endiabladamente insólito. La única explicación posible eran sus recuerdos, que regresaban a través de los sueños.

Al llegar a casa se detuvo en el umbral del salón para recrearse observando a Elena mientras dibujaba en un cuaderno. La inquietud que le habían provocado sus extrañas visiones desapareció de repente y pensó, mientras la contemplaba, en las numerosas y diferentes facetas que le habían atraído de ella; era como si examinara un poliedro y cada día descubriera una cara distinta y más interesante que iba superando a la anterior. Recordó el día que la vio por primera vez en el aeropuerto y le pareció una mujer mundana y sofisticada; después se conmovió al apreciar su miedo hacia él, su desamparo en aquella comisaría mientras la interrogaban, el abatimiento que experimentó a continuación para más tarde iniciar una tímida sonrisa de optimismo; descubrió también una mujer leal, honesta y generosa, envuelta en un velo de misterio cada vez que revelaba algún insólito sueño o recuerdo sobre el pasado, y concluyó que todos los años que habían pasado hasta que la conoció habían sido un despilfarro.

– ¿Desde cuándo estás ahí? -preguntó Elena al descubrir su sombra en la penumbra.

– Por desgracia desde hace poco -dijo acercándose.

– Ven -dijo invitándole a sentarse a su lado.

Antonio tomó asiento junto a ella y quiso ver lo que estaba dibujando.

– ¡Este soy yo! -exclamó al ver su rostro en el cuaderno-. Lo haces muy bien… Ni siquiera necesitas una foto…

– Me conozco tus facciones de memoria. Incluso tus diferentes miradas… -dijo volviéndose hacia él y levantando una ceja en señal de complicidad.

– Eres muy observadora.

– Sí, y veo que hoy has regresado muy temprano.

– No tenía demasiados asuntos. ¿Y tú, no has salido hoy?

– No, estaba cansada, no he dormido bien esta noche.

– ¿Volviste a tener sueños extraños?

– No… no lo recuerdo.

– ¿Solías tener esa facilidad para soñar antes de llegar a México?

– Sí. Yo sueño casi todos los días. ¿Tú no?

– No.

– No es cierto. Todos lo hacemos, pero no te acuerdas.

– ¿Has vuelto a soñar con la hija de Lucía? -preguntó con aparente naturalidad.

Elena negó con la cabeza.

– ¿Cómo era la habitación donde estaba?

– Pues… como las otras. En el lado izquierdo de la puerta había una cama dorada…

– ¿Estaba preparada? Quiero decir, ¿dormía alguien allí?

– No, aquello era un almacén de trastos. El colchón estaba desnudo, sin sábanas, y tenía forma irregular, como esos antiguos rellenos de lana que se desparraman por los lados. La funda era de color azul añil con rayas horizontales en blanco. En la otra pared había más camas.

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