– Eso es más coherente. Pero me habría gustado escuchar que estarías a mi lado en ese momento.
– No puedo. Él es mi hermano, aunque sea un asesino. No puedo borrarlo de mi conciencia…
– ¡Basta ya! ¡Olvídate de una vez de ese sujeto! -interrumpió enfurecido-. No existe para ti, no le conoces. Tú eres española y has tenido una única familia: tus abuelos, y así ha de quedar -concluyó con gesto crispado.
Elena le miró y quiso protestar, pero no ofreció respuesta. Le dejó solo y se encerró en su dormitorio. Antonio la presionaba para que escogiera el bando ganador, situándola en el centro de aquella contienda, forzándola a enterrar su inquietante pasado y abandonar a su suerte a los perdedores.
Agustín había nacido con una etiqueta en su ser que señalaba de antemano a los vencidos y los separaba irremediablemente de los demás. Hasta ese momento Elena no había pensado en la situación tan paradójica en que se hallaba: en medio de dos hombres que pertenecían a mundos diametralmente opuestos, enfrentados en una batalla desigual y antagónica pero con un sentimiento común: el amor hacia ella. Elena no quería decidir, no podía decidir. Elegir a uno sería traicionar al otro. Si accedía al amor que Antonio le ofrecía, estaría dando la espalda a su única familia, alguien que la quiso en el pasado y que nunca se olvidó de ella… y si tomaba partido por Agustín, defraudaría al hombre que le estaba ofreciendo un futuro de felicidad.
Aquella noche estaba nerviosa y dio vueltas en la cama. Le oyó llegar al dormitorio contiguo y moverse hasta que el silencio regresó, pero no consiguió dormir hasta bien entrada la madrugada. Fue un sueño incómodo, y al amanecer estaba tan agotada que no despertó cuando Antonio se preparó para marchar, así que no supo si él visitó su dormitorio, como lo hacía cada día.
Aquella mañana recibió un bello y delicado ramo de orquídeas con una tarjeta de Antonio que solo decía: «Lo siento». Elena concluyó que no podía renunciar a él, y rezó para no verse nunca en la encrucijada de tener que elegirle a la fuerza y dar la espalda a Agustín.
Estaba tumbada en el sofá de su particular refugio escuchando una música suave y mirando al techo ensimismada. Antonio entró con sigilo y la observó durante unos instantes; su rostro reflejaba serenidad y se consideró un hombre afortunado por tener el privilegio de tenerla a su lado cada día.
– Hola, Elena -dijo dirigiéndose a ella lentamente-. Te encuentro muy pensativa… -Se sentó en un sillón a su lado.
– No es nada -dijo sacudiendo sus reflexiones y volviéndose para mirarle. Sus ojos hablaron y quedaron callados durante un buen rato.
– Quiero saber lo que piensas en cada momento.
– ¿Y si escuchas algo que no te gusta? -le retó recordando la discusión de la tarde anterior.
– Intentaré aceptarlo.
– ¿Y si no lo consigues? -Estaba jugando a irritarle.
– Contaré hasta diez y abriré mi mente.
Elena sonrió con aquella respuesta.
– Y ahora habla -ordenó con suavidad inclinando la espalda para acercarse a ella.
– No sé cómo explicarlo. Me siento en una situación confusa…
– ¿Es por lo de ayer?
– Sí.
– ¿Cuál es el problema?
Elena se encogió de hombros, como si también ella se hiciera la misma pregunta.
– A veces aparece esa luz encendida que me hace sentir incómoda.
– ¿Qué es lo que te disgusta?
– No lo sé… Creo que mi madre no estaría orgullosa si me viera aquí contigo…
– Ella nunca formó parte de tu vida. Déjala fuera de una vez.
– Ojala fuese tan fácil -dijo con tristeza.
– Lo es, y debes sacudirte de una vez estos prejuicios.
– No puedo. Sé que elija la opción que elija, siempre terminaré perdiendo.
– A mi lado nunca perderás.
– Otra vez me estás presionando; pero al menos has dejado clara tu posición.
– Sin embargo, yo no sé cuál es la tuya.
– Rezo para que nunca llegue el momento en que me obligues a elegir.
– No pienso renunciar a ti, y te advierto que sería capaz de actuar incluso en contra de tu propia voluntad si fuera necesario.
– ¿Quieres decir que piensas decidir por mí si alguna vez llegara ese momento?
– Sí -afirmó rotundo-. Con el tiempo te darás cuenta de que soy tu mejor opción; me atrevo a decir que la única.
– Eso se llama respeto -ironizó con un gesto.
– Se llama sentido común.
– Si quieres ejercer de padre responsable, te recuerdo que ya tienes un hijo -replicó irritada.
Después salió y le dejó solo.
Antonio examinaba en su ordenador los resultados de sus empresas, comprobando con satisfacción el aumento de patrimonio y los beneficios del holding . Era un hombre ambicioso y creativo, con un instinto natural para multiplicar la rentabilidad de sus negocios; llevaba personalmente el control de cada una de las compañías que dirigía con extrema rigurosidad, sustituyendo o despidiendo sin vacilar a los directivos que no daban muestras de capacidad para el cargo. Exigía un alto nivel de dedicación y preparación en cada puesto, y premiaba generosamente a los que alcanzaban los objetivos impuestos.
– El señor Melero acaba de llegar, don Antonio.
– Hágale pasar.
– Hola, Antonio. Observo que últimamente desapareces del despacho con más asiduidad…
– Todos cambiamos alguna vez -dijo con una sonrisa.
– ¿Tiene algo que ver con cierta dama?
– Has acertado.
– ¡Ah, el amor! -El directivo suspiró emitiendo una sonrisa-. Cómo te envidio.
– Hablemos de Virginia. ¿Qué has averiguado?
– Te dije que Sergio Alcántara había firmado algunos avales para sostener las minas de Taxco.
– ¿Y…?
– Adivina con qué había asegurado su préstamo.
– Dímelo tú -exigió.
– Con su fabulosa mansión de Lomas de Chapultepec.
– ¿No es allí donde vive el matrimonio feliz?
– Exacto. Y si las cosas van como hasta ahora, es decir mal, a causa de la desastrosa gestión de las minas, creo que van a perderla.
– Concierta una entrevista con el presidente del banco. Quiero que ejecuten el embargo de todas sus propiedades. Vamos a comprar un saldo.
– ¿Vas a arrojar de su casa a tu ex mujer? -preguntó el abogado.
– Si no lo hago yo, lo harán otros. Virginia necesita una cura de humildad, debe conocer de primera mano cómo vive la gente normal, en una casa pequeña y con un mísero sueldo con el que llegar a final de mes.
– Eres maquiavélico -dijo sonriendo-. ¿Sabes?, no me gustaría ser tu enemigo.
– Es fácil -le dijo mirándole con frialdad-. Nunca conspires contra mí, así no conocerás mi lado oscuro.
La compasión no era su fuerte, jamás se había apiadado de los traidores. Detestaba a su ex mujer con la misma intensidad que amaba a Elena. Nadie le había enseñado a odiar; sin embargo, era un experto arremetiendo con saña contra los que se interponían en su camino, y nunca olvidaba una ingratitud. Actuaba con vileza para asestar el golpe, aprovechando cualquier ocasión para devolverlo. Pero el odio no le daba tantas satisfacciones como la venganza, que prefería servida en bandeja de plata; sus heridas se iban cerrando en la misma medida que el traidor se hundía en su propio infortunio, y él se encargaba personalmente de que nunca olvidase con quién había osado enfrentarse. La palabra piedad no pertenecía a su vocabulario. Era uno de esos seres nacidos para el odio exagerado, para la venganza cruel y para amar posesivamente.
– ¿Dónde estás esta vez, Elena? -Antonio estaba frente a ella, sentado en el porche y observando su recogimiento mientras desayunaban.
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