José Bergamín - La Importancia Del Demonio

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La decadencia del analfabetismo y La importancia del Demonio, dos magistrales ensayos del mejor estilo aforístico bergaminiano, fueron publicados en 1933 en la revista Cruz y Raya.

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Nos conviene mucho traspasar las fronteras poéticas de la superstición religiosa popular para llegar a pisar el terreno firme de la certeza que la superstición científica nos ofrece: porque en ella podremos encontrarnos cara a cara con el Demonio: con la superstición del Demonio, que es la superstición de la muerte y la superstición del Infierno.

Una verdadera superstición científica es la de la moral: la del saber, o del sabor, de la moral como ciencia cierta : la de la certeza moral; la certeza moral de la ciencia como la certeza científica de la moral.

Nos dice Zeller que el principio fundamental de la moral socrática puede considerarse contenido en esta fórmula: la virtud es una ciencia o un saber . Una ciencia cierta: un saber del bien y del mal a ciencia cierta . Lo que les prometió la serpiente o el Demonio hablando por boca de serpiente a Eva y a Adán en el Paraíso; lo que les hizo adquirir el conocimiento o la certeza moral de que estaban desnudos, perdiendo el sentido poético más puro: la ignorancia y razón de estarlo. Al adquirir la ciencia cierta del bien y del mal aprendieron a conocerse a sí mismos, como quería y enseñaba el endemoniado Sócrates: el fundador de la endemoniada sabiduría del bien y del mal, de la moral científica. Esta moral o ciencia moral es lo que pudiéramos llamar, paradójicamente, el paraíso del Demonio: el Paraíso terrenal que se hundió en los infiernos por la certeza del saber moral, que es el sabor del fruto prohibido. Y este paraíso del Demonio, que no puede ser otra cosa que el Infierno, es el que el sentido común popular entiende imaginativamente sostenido por nuestras buenas intenciones. De buenas intenciones esta empedrado el Infierno . Y así es de intencionalidad moral de lo que el Infierno se sostiene o se sustenta. No hubo nunca, por eso, mejor predicador de moral que el Demonio; y es que, probablemente, toda ética o sistema moral -en definitiva, de saber del bien y del mal a ciencia cierta- no suele ser nunca otra cosa más que eso, una mala invención del Demonio, una mentira suya: la de la certeza moral o científica, que es siempre la trampa por donde el demonio atrapa al hombre. El propio endemoniado Sócrates -más cauto y más sagaz que el endemoniado o cientifista Kant, que bautizó al Demonio pedantescamente, y sin saberlo, con aquello del imperativo categórico : como si pudiera haber en el mundo otro imperio más categórico que el del Demonio-, el mismo Sócrates, el endemoniado, con su conócete a ti mismo , no hizo más que enseñarnos, señalarnos irónicamente la profunda trampa moral por donde se escapaba el Demonio; el escotillón escénico de la burla. Conócete a ti mismo es el método racional de la certeza moral, que quiere decir, sencillamente, esto otro: conoce al Demonio; aprende a conocer al Demonio. No fue después de todo, o mejor dicho antes de nada, el conócete a ti mismo , no ya el pecado original del hombre por la mujer, que es el de la mujer por el Demonio, sino el pecado original del Demonio, o sea, el pecado del Ángel que originó al Demonio. La luz que se volvió a sí misma, o contra sí misma, para conocerse: por lo que vuelta de espaldas a Dios, creyendo bastarse a sí sola para ser lo que era: luz, se volvió sombra: luminosa voluntad de la sombra. En una palabra: el Demonio.

Conocerse uno a sí mismo es como el morderse la cola de la serpiente: es el eterno afán serpentino a que condenó Dios al animal en que se expresaba la tentación humana del Demonio. Por eso la moral, angustia serpentina del hombre -del hombre remordido por el pecado, a que le llevó la propuesta satánica de la serpiente-, la moral como sabiduría de la virtud, como ciencia cierta , es una cosa del Demonio; y no como ha podido decirse por los moralistas, más o menos endemoniados, causa de él. Es el Demonio causa de la moral y no al contrario: porque no es la moral la que hizo o hace al Demonio, sino el Demonio el que hace o hizo la moral. Empezando, naturalmente, por el traje, por la tragedia: por vestir el cuerpo humano desnudo con la vergüenza de la culpa. La culpa fue, es y será siempre del hombre: pero la ciencia cierta de la moral, la sabiduría de la culpa, ha sido, como es y como será siempre, del Demonio. Por eso la conciencia nace de la culpa. Los límites de la conciencia humana, de la claridad de la conciencia, están señalados, dibujados por la sombría presencia marginal merodeadora del Demonio. La conciencia está determinada o definida por la presencia permanente y tentadora del Demonio. Esta oscura ansiedad del espíritu por la acechanza demoníaca es la que pone al hombre en tan viva evidencia mortal, al ponerle en situación crítica de certeza. La que subraya el ímpetu creador de su fe aprisionándolo tenebrosamente de superstición, de supersticiones.

Y hay también una superstición moral de la poesía, de las artes poéticas como ha habido una superstición poética y estética de la moral. Todo por obra del Demonio.

Comentando los relampagueantes aforismos de Blake en las Bodas del Cielo y del Infierno , ha dicho André Gide que no hay obra poética, artística, verdadera, sin colaboración del Demonio: sin el subrayado sombrío de la negación crítica que la afirma. Yo soy aquel , dice el Mefistófeles de Fausto , que negándolo todo, todo lo afirma . Pero este Mefistófeles de Goethe no pasa de ser una caricatura literaria del Demonio. Goethe, hombre de letras - el héroe como hombre de letras , le llamó Carlyle-, de letras, no de espíritu, ni de espíritus, en su diletantismo científico y poético incurrió en grave pecado de humorismo por eludir supersticiosamente, sin saberlo, la superstición natural y sobrenatural del Demonio. El pecado original del humorista, de cualquier humorismo, es el de no ver más allá de sus propias narices. Si todas las cosas fueran humo, las conoceríamos por las narices , decía Empédocles. Al humorista le da en la nariz el tufillo de la chamusquina del infierno con que la superstición, popular o teatral, envuelve la figuración personal del Demonio. A Goethe le dio en la nariz de ese modo, teatralmente, figurándose que con eso eludía la terrible batalla que todo verdadero creador imaginativo, todo verdadero poeta, tiene que tener con el Demonio.

Y es que el humorista monta sobre su larga o corta nariz los cristales ahumados con que mira, velándose los ojos con ellos para no deslumbrarse por la luz de ningún fuego del que cualquier humo precursor le advierte. Ni al sol ni a la muerte se les puede mirar con fijeza , dijo el malhumorado La Rochefoucauld. Por no poder ver al Demonio, por no mirarle -por no contar con él en definitiva- se frustraron grandes creaciones, grandes o pequeñas, pero creaciones: obras de poesía. La colaboración del Demonio es oponerse a ellas; es oponerse a que una creación se haga; pero esta oposición misma es la que sirve, por su resistencia, de apoyo a la obra creadora. Sobre el blanco caótico del papel, la línea levísima del trazo de una sombra ilumina un volumen imaginativo cósmicamente. Porque hasta el mismo humo -decía Ingres- se tiene que expresar por un trazo. Hasta el mismísimo humorismo se tiene que señalar o significar por el Demonio.

No hay obra poética verdadera en la que no podamos percibir claramente como enigma de su vitalidad esta ineludible oposición espiritual del Demonio. El poeta que prescinde de ella, se queda solo, sin poesía; y tiene que sustituirla por otra clase de invención que es una simulación de poesía. Acaso no sea otro que éste el origen imaginativo de la novela; del novelar: de toda clase de novelerías. El dramatismo espiritual de Don Quijote empieza a las puertas del Infierno: donde lo abandonó Cervantes; quien, por ferviente y auténtico catolicismo tuvo que salvar al bueno de Alonso Quijano condenando a su sombra quijotesca a que vagase eternamente sola por el peor de los infiernos posibles; los suburbios infernales de la muerte; más allá o más acá, pero fuera del orden divino. El secreto vivo de la espiritualidad católica de la obra de Cervantes es ese fracaso de poesía en que la novela se entraña. Por eso es la novela de las novelas, verdaderamente: porque es la novela de la novela; la novela del novelar; la conciencia misma del novelar, del alma de la novelería o caballería más endemoniada. Al Demonio se le dice por el pueblo en Adalucía, como a Don Quijote : el Caballero, ese Caballero .

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