José Bergamín - La Importancia Del Demonio
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Por falta de imaginación se afirma todo lo que es nada, es decir, todo lo que es Demonio o del Demonio, o Pandemonium : la muerte y el infierno, la muerte inmortal. Lo que pasa es que como queremos representarnos el Infierno cometemos la paradoja de creerlo imaginativamente dándole positividad a la negación. Por imaginación sobrante, por exceso de vida, se afirma todo lo que es de Dios, o divino, lo creído y lo creado, lo dudoso, lo incierto, lo vivo, lo animado, lo inmortal: y esto, precisamente esto, que es la fe en lo creado o en lo que se crea, que es la fe en Dios, es lo que convierte en sombra, en humo, en nada, en vacío de superstición al Demonio: pero esto sólo ; porque, sin ello, sin la fe, sin la duda o las dudas, sin la viva imagen de todo lo divino en nosotros, sin esa luminosa semejanza creadora nuestra con Dios, todo se hace mudo y sombrío, todo oscuridad y silencio, todo certeza absoluta de la muerte. l reino plutónico del Demonio; la ausencia permanente de luz, de vida, de verdad, de Dios.
Si todo lo demás es silencio , como afirma Hamlet para morirse, es porque ese resto, ese todo lo demás , es nada, es la voluntad del Demonio. Llegar a ser nada de ese modo, morir, como vivir, así, sin que nos quepa la duda de nada, habiéndonos podido caber la fe de todo, es quedarnos solos definitivamente con el Demonio para siempre: es integrarnos o reintegrarnos en su negadora voluntad. Es cumplir un pacto sombrío. Y esto importa mucho: porque, en verdad, el hombre no está nunca solo: o está con Dios o está con el Demonio. La soledad del hombre sin Dios -que quería Nietzsche- no es otra cosa que el Demonio; no es otra cosa, en definitiva, que la mala compañía del Demonio.
Tenemos, pues, la superstición del Demonio compuesta de su superstición o su sentido, que es el que nuestro sentido común nos dice, y esclarecida o alumbrada de su conocimiento, cuando nuestra inteligencia nos ofrece, por desnuda de toda representación imaginativa que esté, una certeza : la de nuestra sombra, nuestra soledad, nuestra muerte… Una certeza viva: que es la certeza de la muerte.
No debe sorprendernos el encontrar -escribe Bergson- que nuestra inteligencia, apenas formada, fue invadida por la superstición: porque un ser esencialmente inteligente es Naturalmente supersticioso: ya que sólo es posible la superstición en los seres inteligentes .
La inteligencia, apenas formada, fue invadida por la superstición. Trasladando esta afirmación bergsoniana al puro lenguaje imaginativo, tendremos la expresión bíblica del primer encuentro, en el Edén, del hombre con el Demonio. No en vano ha confesado un gran poeta católico contemporáneo, Paul Reverdy, que él encontró la fe por el laberinto de la superstición . Efectivamente, no hay otra salida que la fe de este permanente laberinto supersticioso de nuestra vida: y el que no la encuentra vivirá constantemente intrincado, inteligentemente intrincado en este laberinto de superstición o supersticiones que es la vida misma: nuestra vida, las certísimas redes mortales que nos tiene tendidas, en las que nos tiene cogidos, el Demonio.
No tener idea del Demonio, ni sentido de él, suponiendo que haya algún ser humano que pueda encontrarse en un estado de desnaturalización, de deshumanización, de irracionalidad semejante, sería no ya no tener la capacidad vital de superstición indispensable para vivir, sino tener esta capacidad embotada o disminuida patológicamente, hasta extremos tan peligrosos para la misma vida, que, al que esto sucediere, se convertiría en un caso de clínica o manicomio. Un ser humano sin superstición o sin supersticiones sería un monstruo, un absurdo.
Tenemos los seres humanos naturalmente inteligentes, por el hecho mismo de serlo, entre muchas otras supersticiones, ésta: la del Demonio, que, probablemente, las sintetiza todas; porque todas son formas múltiples y diversas del Demonio mismo, todas se unen en la misma sombría certeza tenebrosa que las engendra.
Teniendo como tenemos por sentido común y por la natural formación intelectual de nuestra conciencia, una clara y obscura, una claro-oscura, superstición del Demonio, tendremos sentido del Demonio, e idea del Demonio a poco que profundicemos en nosotros mismos, en nuestra conciencia y representación de la vida. Pero esta idea y este sentido del Demonio no están limitados por nosotros a una forma exclusivamente personal y, en cierto modo intransferible, como lo estaban, por ejemplo, para Sócrates. Aunque tengamos un Demonio nuestro, como lo pretendía tener el griego, y por mucha familiaridad que lleguemos a tener con él, como al filósofo le sucedía, este demonio nuestro, este demonio familiar nuestro, no es, en definitiva, más que nuestra superstición del Demonio, nuestra idea y nuestro sentido propios del Demonio, o la idea y el sentido comunes que nos hemos apropiado nosotros, supersticiosamente. Pero es que nosotros vivimos socialmente; estamos en una sociedad o agrupación humana que nos arraiga, por dentro y por fuera, en el tiempo y en el espacio; y no estamos en sociedad, sencillamente, sino que esa sociedad en que estamos, está ella a su vez en nosotros, como es cosa sabida y, a veces, de puro sabida, olvidada. Tenemos, sí, nuestro Demonio, como el griego; pero en nuestro Demonio, como en el socrático, están todos los demonios comprendidos: razón por la cual, ése, nuestro Demonio, más o menos familiarizado con nosotros, según la atención que le hayamos dado en nuestra vida, como más o menos sociable, es él mismo todos los demonios; esto es, que es, sencillamente, simplemente el Demonio; el mismísimo Demonio : él y no otro; el Demonio en persona .
La personalidad del Demonio puebla el mundo, dramáticamente, con su nombre. Su reino es de este mundo: más suyo que nuestro. Y más, probablemente, allí en donde la superstición o supersticiones naturales han ido siendo sustituidas por otras científicas y artificiosas. De las primeras, se decía que eran una cosa del Demonio; de estas otras, artificiales o cientificistas, más intelectuales, y por consiguiente, más puras, no se dice, pero lo son, efectivamente; el concepto mismo de la superstición, inseparable de la inteligencia, es inseparable del Demonio que es, en definitiva, el objeto de toda superstición: e1 principio, la causa y la unidad de todas las supersticiones. Por eso, a través de todas las supersticiones, surge la personalidad del Demonio: personalidad que en las supersticiones populares se hace dramática porque precisamente la popularidad del Demonio consiste, como toda popularidad, en una teatralización. Esta personalidad dramática del Demonio puede decirse que decae en su popularidad, sin que se quiera decir con ello que la personalidad del Demonio haya decaído en la imaginación popular, sino que no ha encontrado, en aquel momento, su dramatización adecuada. En la Edad Media y en el Renacimiento, la superstición del Demonio tuvo constante y adecuada teatralización, y, por consiguiente, popularidad: también en el Romanticismo. En estas épocas, la personalidad del Demonio va unida, dramáticamente, a la representación popular cristiana de la muerte y del infierno. El Demonio, la muerte y el infierno, cambian en el tiempo, o con los tiempos, su figuración dramática popular, su teatralización humana; pero, a través de esas pasajeras máscaras de su aparente inmortalidad, nos revelan una fisonomía siempre idéntica e inmutable. Desde las más lejanas y oscuras raíces de la mentalidad primitiva hasta la del hombre contemporáneo que se tenga por más ilustrado y más culto -y pueda repasar con la mirada todas esas civilizaciones de cuya herencia se envanece-, llegan, a la evocación de estos nombres: Demonio, Muerte, Infierno, las imágenes o figuraciones de algo que siente arraigado profundamente en lo más hondo de su ser: porque son las raíces mismas que le sostienen y mantienen bajo ese suelo de su vida terrena que es el subsuelo infernal de la muerte. La única certeza de la vida la adquiere el hombre, como pensó Claudio Bernard, por la muerte: la vida es la muerte , según la definición científica del gran inventor de la medicina moderna; es decir, que la certeza viva de la muerte nos rodea mientras vivimos, acechándonos constantemente de sus males el dolor, la enfermedad, el accidente… Y más allá, si ninguna fe viva despierta en nosotros la esperanza, sólo queda el perderla definitivamente como a la entrada del Infierno dantesco; sólo nos queda la muerte inmortal, que es el Infierno. Y todo esto, para la superstición popular ha sido siempre, en todas las religiones conocidas, cosas o cosa del Demonio: causa primera de él, y de este modo, su finalidad misma. Podemos desnudar de imágenes, de sus disfraces diferentes, esas distintas representaciones que la superstición popular nos ha dado de la personalidad dramática del Demonio, pero siempre, y aunque no lo queramos, aun por la puerta misma de la ciencia, o de las ciencias positivas, entraremos en el laberinto de sus redes; porque, a sabiendas o no, si una fe viva no nos salva, viviremos muriendo; viviremos, si no podemos creer en otra cosa, en la certeza de la muerte, de nuestra muerte, que es, sin otra esperanza, la certeza misma del Infierno: la superstición del Demonio, O habrá que buscar y encontrar la fe por el laberinto de la superstición . Ya que no hay otra puerta (evangélica puerta estrecha ) que la fe, para salir de este laberinto supersticioso de nuestra vida, este laberinto de supersticiones que es nuestra vida. Por eso, el que ha perdido su fe, o el que nunca la ha tenido, se pierde supersticiosamente en la vida y pierde su vida en la superstición infernal de la muerte.
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