Janne Teller - Nada
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Ninguno de nosotros abrió la boca mientras nos escurríamos por las calles, camino del cementerio.
La ciudad también guardaba silencio.
Nunca había demasiada vida por las noches en Taering y aún menos tarde por la noche un martes corriente. Caminábamos pegados a los setos de la calle de Richard, giramos hacia abajo por la calle donde Sebastian y Laura vivían, pasamos corriendo por delante de la panadería y tomamos el sendero de detrás de la casa de Rikke-Ursula, que vivía en la calle principal, para llegar a la cuesta del cementerio sin habernos cruzado más que con dos gatos en celo que Ole ahuyentó de una patada.
La cuesta del cementerio era empinada y el sendero entre las tumbas era de gravilla. Tuvimos que dejar el carrito de los periódicos al lado del portón de hierro forjado. Al piadoso Kai no le hizo ninguna gracia, pero Ole le juró que le pegaría si salía con más majaderías.
Las calles resultaban lívidas y bastante lúgubres bajo la amarillenta luz de las farolas. Grandes abetos escondían el cementerio del camino y lo protegían suficientemente de miradas curiosas, eso por si pasaba alguien, pero también impedían que penetrara la luz de las farolas que ya empezábamos a echar en falta. No había más luz que la que daba la media luna y la pequeña lámpara romboidal de la entrada de la iglesia. Además, por supuesto, de los débiles focos de nuestras dos linternas penetrando la oscuridad.
Oscuro. Más oscuro. Temiblemente oscuro.
Nunca me había gustado estar en el cementerio. Y a esa hora era del todo insoportable. Aunque nos deslizábamos con sumo cuidado, la gravilla crujía estridente bajo nuestras pisadas. Conté para mis adentros una y otra vez hasta cien, primero en progresión ascendente y luego descendente y vuelta a empezar, y así una y otra vez.
Cincuenta y dos, cincuenta y tres, cincuenta y cuatro…
Estuvimos tanteando en la oscuridad hasta que Elise encontró la dirección correcta y pudo conducirnos a la tumba de su hermanito. Setenta y siete, setenta y ocho, setenta y nueve… Aquí estaba: 3-1-1990/21-2-1992, Emiljensen, nuestro amado hijo y hermanito, ponía en la lápida.
Miré a Elise y me atreví a apostar querella no estuvo de acuerdo en eso del hermanito. Aunque yo podía muy bien darme cuenta de por qué debía ir a parar al montón. A pesar de todo un hermanito era algo especial. A pesar de no haber sido del todo amado.
La lápida era de mármol, blanca de verdad y bella, con dos palomas en la parte superior y flores rojas y amarillas plantadas al pie. Estuve a punto de echarme a llorar y tuve que mirar el cielo, las estrellas y la media luna, y pensar en lo que Fierre Anthon había dicho por la mañana: que la Luna daba la vuelta alrededor de la Tierra en 28 días, mientras la Tierra tardaba un año en dar la vuelta alrededor del Sol.
Eso me hizo contener las lágrimas, pero no me atreví ya a mirar más la lápida y las palomas. Ahora Ole nos mandaba a Elise y a mí, a cada una en una dirección para montar guardia. Las linternas se las quedó él. Los muchachos las necesitaban para ver dónde cavaban, dijo, y tuvimos que encontrar el camino entre las tumbas y la iglesia sólo con la luz de la luna, bajo la cual todo tenía un aspecto fantasmal y casi azulado. Elise montó guardia en la entrada trasera, al otro lado de la iglesia, no muy lejos de la casa del cura, muy alejada de donde yo estaba. Conversar era por supuesto imposible. Ni siquiera podíamos tranquilizarnos la una con la presencia de la otra.
Intenté concentrarme en estudiar la iglesia que era áspera y blanca y con una puerta tallada en madera clara; y muy arriba, vidrieras de colores que a esa hora de la noche eran más negras que otra cosa. Al mismo tiempo me puse a contar. Uno, dos, tres.
Me llegaba un extraño ruido sordo de la tumba a mis espaldas, cada vez que la pala daba en la tierra. Golpe seco seguido de un silbido cuando la tierra se deslizaba pala abajo. Golpe, silbido, golpe, silbido. Al principio los palazos eran seguidos, luego sonó un restallido, los muchachos habían golpeado en el ataúd y ahora procedían a ir despacio. Yo sabía que ahora paleaban alrededor del ataúd para sacar la menor cantidad de tierra posible. Ese pensamiento me produjo un escalofrío que me recorrió la espalda. Tirité y no quise pensar más en ello. Y en lugar de eso miré los abetos y me puse a contarlos.
Había dieciocho grandes y siete pequeños y recorrían el sendero que iba desde la calle hasta arriba, en la iglesia. Las ramas se agitaron levemente con un viento que yo no podía percibir. Me hallaba, claro, al abrigo de los muros del cementerio. Di dos diminutos pasos al frente, uno al lado y dos hacia atrás. Y vuelta a empezar, esa vez hacia el otro lado. Y de nuevo, componiendo en mi mente una pequeña danza. Uno, dos al lado. Uno, dos, hacia atrás. Uno, dos, al lado…
Me paré bruscamente.
Había oído algo. Como pasos en la gravilla. Miré fijamente hacia el sendero pero no pude ver nada. Si tuviera la linterna ahora. Lo oí otra vez.
Krrruuunchh.
Venían del final del sendero, de abajo, cerca de la puerta. De inmediato sentí un incontenible deseo de mear, y estaba a punto de salir corriendo hacia los muchachos cuando recordé lo que Ole me había dicho. Y además sabía que me daría una si salía corriendo. Tomé una profunda bocanada de aire, junté las manos y proferí un aullido grave soplando en la raja entre los dos pulgares y dentro del hueco de la mano.
– Uuuuuuh -sonó despacio.
La gravilla crujió todavía otra vez y yo puse todas mis fuerzas en otros: «Uuuuuh. Uuuuuh.»
Y Ole ya estaba a mi lado.
– ¿Qué ocurre? -susurró.
Yo estaba tan asustada que no acertaba a pronunciar palabra; levanté el brazo y señalé al sendero.
– Ven -dijo Ole, y dado que yo tenía tanto miedo a no obedecerlo como a ese o eso que producía el ruido crepitante, lo seguí hasta detrás de los troncos de abeto donde la oscuridad era más densa.
Dimos unos pasos y nos detuvimos. Ole oteaba. Yo me quedé detrás de él sin poder ver nada. Pero estaba claro que tampoco había nada que ver porque Ole continuó avanzando sigilosamente. Nos movíamos muy despacio para no hacer ningún ruido. Mi corazón latía y los latidos resonaban en mis oídos y sentí que pasaban horas mientras andábamos entre los troncos de abetos.
De golpe Ole apartó las ramas a un lado y pasó al sendero.
– Ja -se rió y yo miré avergonzada por encima de sus hombros.
Era Cenicienta, la vieja perra de Sorensen, que después de la muerte de su dueño se negaba a vivir en otro lugar que no fuera en su tumba. La perra había sentido curiosidad por el ruido de la pala y subía la cuesta pausada y Yertamente arrastrando sus patas aquejadas de reuma. Por fortuna no le dio por ladrar. Sólo nos miró con ínteres y husmeó mis piernas. Le acaricié la cabeza y volví a mi puesto.
Poco después fue Ole el que silbó.
Habían terminado el trabajo de cavar y el pequeño yacía encima de la gravilla con un aspecto terri-bieme^te triste y solitario, pero no había tiempo para pe." sar en eso porque acababa de surgir otro problema. Los muchachos habían devuelto al hoyo toda la tierra que habían sacado y a pesar de ello sólo habían quedado cubiertas las tres cuartas partes del mismo.
Una ley física que no habíamos aprendido: cuando un cuerpo se desentierra, el nivel de tierra del lugar que ocupaba disminuirá proporcionalmente al volumen del susodicho cuerpo.
Toda persona que se acercara a la sepultura del pequeño Emil Jensen podría darse cuenta de que el pequeñito ya no yacía allí. Fue entonces cuando Elise se echó a llorar desconsoladamente y sin parar, a pesar de que Ole le dijera que callase.
Nos quedamos helados y sin saber qué hacer. Entonces se me ocurrió que podíamos hacer rodar algunas lápidas de las otras sepulturas y echarlas al hoyo para después cubrirlas con tierra. El enterrador las echaría en falta pero nunca descubriría que estaban en la sepultura de Emil Jensen. Eso si acertábamos a colocar todas las flores tal y como estaban cuando llegamos.
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