Janne Teller - Nada

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Pierre Antón deja el colegio el día que descubre que la vida no tiene sentido. Se sube a un ciruelo y declama a gritos las razones por las que nada importa en la vida. Tanto desmoraliza a sus compañeros que deciden apilar objetos esenciales para ellos con el fin de demostrarle que hay cosas que dan sentido a quiénes somos. En su búsqueda arriesgarán parte de sí mismos y descubrirán que sólo al perder algo se aprecia su valor. Pero entonces puede ser demasiado tarde.

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Tras largas ponderaciones, rasqué el borde dorado de las cuatro esquinas de un dos de picas. Para más seguridad hice lo mismo con las tres cartas restantes que llevaban el número dos. Con un poco de benevolencia podría parecer desgaste casual. Ahora me encontraba en el lado seguro. No sería yo la que fuera a desenterrar al hermanito de Elise en plena noche.

Al día siguiente reinaba un extraño y quedo desasosiego en la clase.

Nadie hacía bromas, nadie pasaba mensajes ni nadie lanzaba aviones de papel. Ni siquiera en la clase de matemáticas con el sustituto. Y a pesar de ello formamos un terrible barullo; sillas que se balanceaban hacia atrás y hacia delante; pupitres empujados primero a un lado y después al otro; bolígrafos que rascaban el canto de las mesas y lápices que eran mordidos en la punta.

Las clases avanzaban a paso de tortuga y, sin embargo, demasiado aprisa.

La tarde nos ponía de los nervios. A todos, excepto a mí. Yo sonreía tranquila en mi sitio e incluso gané un par de pluses para mi cartilla de notas, era la única que podía concentrarse en responder las preguntas del profesor Eskildsen sobre el tiempo, el viento y el agua en América, tanto del norte como del sur. De vez en cuando, como por azar, deslizaba el dedo por las esquinas de las cartas negras con borde dorado que yacían en la mochila para asegurarme de que seguía notando rasposas cuatro de ellas.

Cuando sonó el timbre tras acabar la última clase, ya teníamos las cosas guardadas en las mochilas, y desaparecimos de tres en tres en diferentes direcciones para encaminarnos a la serrería en desuso. Nos servimos de cuatro rutas diferentes y además salimos a intervalos en grupos pequeños. Los adultos no debían sospechar ni empezar a husmear.

Transcurrieron sólo veinte minutos desde la salida del primer grupo hasta la llegada de los tres del último grupo. Saqué las cartas negras de mi mochila y se las entregué a Jan-Johan. Él las examinó largo rato y yo tuve que desviar la mirada para no descubrirme con la vista demasiado fija en sus manos, por las que pasaban las cartas marcadas. No pude abstenerme de sonreír cuando al fin, satisfecho, se dispuso a barajarlas escrupulosamente.

Después se deshizo de ellas y las depositó en una tabla apoyada entre dos banquetas de serrar.

– Bien -dijo-. Para que no se hagan trampas cojamos, todos, la carta de encima del montón. Dos es el número más bajo, el as es el más alto. Poneos en fila…

Dijo algo más, pero yo ya no lo oí. De pronto fue como si tuviera que mear a mares, me quedé helada y creí que iba a enfermar. ¡Si hubiera escogido la otra solución, ahora tendría un dos en el bolsillo!

Pero ya era irremediable. Tuve que ponerme en la cola detrás de Rikke-Ursula y hacer como si nada.

Todos pateaban nerviosos y daba la impresión de que la cola se movía también estando parada. Sólo Ole y Elise parecían no inmutarse, de pie a nuestro lado mirando, riendo y bromeando sin importarles que nadie siguiera sus bromas.

Gerda sacó la primera carta y no pareció sentirse ni aliviada ni defraudada, simplemente la apretó contra su pecho nada más mirarla. El gran Hans soltó una carcajada y mantuvo un tres en el aire para que todos pudiéramos verlo. Sebastian se rió pero no tan fuerte; le había tocado el ocho de diamantes. Uno tras otro avanzaban hacia la cabecera de la cola, algunos daban gritos de alegría, unos pocos se quedaban silenciosos, mientras la mayoría hacían como Gerda y apretaban la carta contra su pecho mientras los demás sacaban carta.

Llegó el turno de Rikke-Ursula. Titubeó un instante, después levantó la carta de encima y dejó escapar un suspiro de alivio. Había sacado un cinco. Entonces me tocó a mí.

Supe de inmediato que la carta que estaba encima no era un dos. El primer canto áspero que podía ver no tenía demasiadas cartas encima. Por un instante especulé sobre cómo podría volcar el montón para que pareciera un accidente y después recoger las cartas y de forma casual hacer que el dos quedara encima. Pero Richard me metía prisa por detrás y no pude hacer más que levantar la carta con el borde dorado entero y brillante en cada esquina.

El as de picas.

Trece de trece son trece.

No me desmayé.

Pero el resto del sorteo transcurrió sin que yo tuviera conciencia de nada. Salí de mi ensimismamiento cuando me hallaba formando parte de un círculo junto con Ole, Elise, Jan-Johan, Richard y el piadoso Kai. A partir de ahí fue Ole el que lo decidió todo.

– Nos encontraremos a las once en el cobertizo para las bicicletas de casa de Richard. Desde allí no hay mucho camino hasta el cementerio.

– No es una buena idea -dijo el piadoso Kai con voz temblorosa-. A mí me pueden expulsar de la congregación.

– A mí tampoco me parece una buena idea. -Elise también estaba echándose para atrás-. ¿No podrías dar con otra cosa? Mi reloj, por ejemplo. -Y estiró el brazo para que todos pudiéramos ver su reloj de pulsera rojo que su padre le había comprado aquella vez que se trasladó a vivir a casa de los abuelos.

Ole meneó la cabeza.

– ¿Mi discman? -Elise se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta donde sabíamos que escondía el milagro con el cual nadie de la clase podía competir.

En realidad no creo que a Elise le entristeciera que desenterráramos a su hermanito. Creo que tenía miedo de que sus padres lo descubrieran y la mandaran lejos para siempre. Porque cuando Ole le respondió que ni hablar, ella no insistió, sólo dijo:

– Tenemos que recordar con exactitud dónde están plantadas las flores para poderlas colocar de nuevo en su lugar después.

Ole ordenó a Jan-Johan que trajera una pala consigo, la otra la podíamos tomar prestada del cobertizo de las herramientas de los padres de Richard. El piadoso Kai debía traer la carretilla de los periódicos y Elise y yo una linterna cada una. Ole se encargaría de la escoba para dejar el ataúd limpio de tierra.

Al terminar el piadoso Kai tenía un aspecto descompuesto, y creo que habría llorado si Ole no hubiera recordado en ese momento que la cita era a las once en el cobertizo para las bicicletas de casa de Richard.

Yo había puesto el despertador para que sonara a las diez y mediarpero no hizo falta. Nunca llegué a conciliar el sueño, me quedé tumbada con los ojos abiertos durante una buena hora y media antes de que llegara la hora de levantarse. Puntualmente, a la que faltaban cinco minutos para las diez y media, salté de la cama, cerré el despertador, me puse los pantalones vaqueros y un jersey. Enfundé los pies en mis katiuskas y agarré la linterna que había dejado preparada sobre la mesa. La televisión del salón se oía muy baja. Por suerte nuestra casa estaba en la planta baja. Sin esfuerzo pude descolgarme por la ventana de mi dormitorio, poner un libro entre las dos hojas de la ventana para que no se cerrara y ya iba de camino hacia allí.

Hacía más frío del que yo pensaba.

Me estaba quedando helada sólo con mi liviano jersey y tuve que sacudirme en los brazos para mantener el calor del cuerpo. Había valorado quedarme en casa.

Pero ¿de qué habría servido habiendo advertido Ole que si alguien no acudía a la cita en casa de Richard, los demás se volverían a sus casas y ese algujen tendría que apañárselas para hacer el trabajo solo la noche siguiente? La idea de hallarme a solas en el cementerio por la noche era suficiente para que arrancara a correr. Y eso me fue bien también para quitarme el frío.

Faltaban sólo diez minutos para las once cuando llegué al cobertizo de las bicicletas de Richard. Jan-Jo-han y el piadoso Kai ya estaban allí. Elise no tardó en aparecer, seguida de Richard, que surgió de la puerta trasera de la cocina. A las once en punto llegó Ole.

– Vayámonos -dijo él cuando se hubo asegurado de que todo estaba en orden: dos palas, las linternas y la carretilla de los periódicos del piadoso Kai.

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