Entretanto Riverola no cejaba en su empeño; quería hacerle entrar en razón, convencerle de que debía volver. No le había costado averiguar nuevamente en qué hotel se hospedaba y le telefoneaba casi a diario para instarle a que abandonara aquella actitud cerril e irresponsable. Estas exhortaciones surtían en él un efecto variable, según cuál fuera su estado de ánimo en el momento de ser hechas. Algunas veces las consideraciones del abogado hacían mella en su conciencia. Realmente, pensaba, Riverola está en lo cierto y yo soy un canalla y un majadero; al fin y al cabo, no hay motivo alguno que me impida ausentarme de Venecia por dos o tres días, resolver los asuntos más apremiantes y regresar de nuevo aquí; ni siquiera es preciso que deje de verla durante este viaje: podría invitarla a visitar Barcelona; estoy convencido de que aceptaría encantada. Sin embargo, cuando estas reflexiones parecían a punto de desembocar en una respuesta afirmativa a los requerimientos de Riverola, bastaba que éste pronunciara una frase cualquiera como «ha llamado Brihuesca» o «ayer vinieron los de Suministros Totus» para que se presentara a su ánimo una imagen repulsiva, que no correspondía a la realidad cotidiana de la empresa, a la que estaba sobradamente acostumbrado y en la que no se sentía mal, sino a una especie de esencia falaz y espantosa, cuya sola perspectiva no podía menos que hacerle reaccionar con violencia. Entonces reiteraba su negativa con gran vehemencia y obstinación y Riverola, que venía advirtiendo esperanzado el electo de sus persuasiones, se quedaba perplejo. Luego trataba de contemporizar para que no se perdiera irremisiblemente lo que un minuto antes creía tener ya en sus manos.
– Está bien, no vengas si no quieres -le decía-, pero deja que yo vaya a verte. Al menos hablaremos de este asunto cara a cara.
Esta propuesta parecía sacar de quicio a Fábregas.
– No quiero verte -le replicaba-; no puedes obligarme a que te vea si yo no quiero. Si vienes o simplemente si creo que vas a venir, cambiaré de hotel, adoptaré un nombre falso e iré por la calle disfrazado de turco.
Estas palabras inquietaban mucho a Riverola, no por lo que significaban, sino porque le parecían provenir de una mente desquiciada. Entonces plegaba velas y no volvía a dar señales de vida hasta unos días más tarde. Otras veces era el propio Riverola quien perdía los estribos, insultaba a Fábregas y amenazaba con dimitir de su cargo.
– Por mí puedes hacer lo que te dé la gana -le decía Fábregas en estos casos.
– Dimitiría ahora mismo si creyera que la empresa tiene salvación -replicaba el otro-; pero no la tiene y el sentido del deber me obliga a hundirme con el barco.
Entonces era Fábregas quien se desconcertaba y no sabía cómo continuar la disputa. Había conocido a Riverola en el colegio; habían hecho juntos la carrera y el servicio militar y habían entrado a trabajar en la misma empresa el mismo día, aunque por puertas distintas, porque Fábregas era el hijo del dueño y Riverola, sólo un empleado. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que todos aquellos años de compañerismo no habían dejado ningún poso de intimidad ni de conocimiento. En realidad Riverola le había irritado continuamente, porque aquél siempre había dado pruebas de entrega, lealtad y valor, tres cualidades supremas de las que él creía carecer; enfrentado a Riverola, se veía obligado a admitir su inferioridad moral y a confesarse además la indignidad de la envidia. Hacía mucho que deseaba verse libre de él, pero la subordinación del uno respecto del otro le impedía tomar medidas arbitrarias. Poco a poco se habían ido distanciando: ahora se veían sólo ocasionalmente fuera del trabajo. Riverola llevaba una vida sentimental y familiar ordenada. Se había casado después de que lo hiciera Fábregas, pero su matrimonio, a diferencia del de éste, había resultado estable y armonioso. Poco antes de la boda de Riverola, sin embargo, en el transcurso de una fiesta, Fábregas había arrastrado a la novia de aquél a un rincón resguardado de las miradas ajenas y la había besado apasionadamente sin que ella ofreciera la menor resistencia a este asalto inadvertido. Si tú quieres, le había dicho ella, desharé la boda en este mismo instante. Fábregas, que había actuado de aquel modo por pura malevolencia y no esperaba verse enfrentado a una muestra de arrojo como la que ella le estaba dando, hubo de salir del paso con evasivas. A esto ella reaccionó bien: nunca le dijo nada a Riverola y simuló que el paso del tiempo borraba el suceso de su memoria. Fábregas, a fuerza de pensar en ello, acabó llegando a la conclusión de que todas las mujeres, en vísperas de su boda, estaban dispuestas a echarse en brazos del primer sinvergüenza que se lo propusiera.
Por su parte, Riverola no podía sospechar que tenía su mejor aliado en el silencio. Lo que por teléfono era arrebato y vocerío, la quietud de la noche lo volvía reflexión. Verdaderamente las cosas no pueden seguir así, pensaba entonces Fábregas. Por último, decidió plantear la cuestión a María Clara. Le diré que debo ausentarme brevemente, se dijo. Para abordar este tema, que a él se le hacía de gran trascendencia, eligió una tarde en que habían ido al Lido aprovechando una mejoría súbita del tiempo. Aquel día, sin embargo, María Clara no estaba de buen humor: hablaba poco y pasaba largos ratos encerrada en un mutismo huraño. Esto era insólito en ella y saltaba a la vista que algo le venía preocupando. Fábregas se preguntaba si el motivo de aquella preocupación no sería precisamente la naturaleza de sus relaciones. Temía haber elegido el peor momento para anunciar el viaje; por esta causa iba postergando el asunto, las horas transcurrían lentamente y la tirantez entre ambos iba en aumento. Él comprendía que debía hacer algo para levantar el ánimo de ella y hacer que recobrase el talante habitual, pero se sentía abrumado por su propia congoja ante la perspectiva de la separación y todo lo que decía o hacía era inoportuno y de mal gusto. Se habían sentado en una terraza que daba a la playa. En las mesas de mármol había unos parasoles enormes, ahora cerrados y sujetos por correas para que la clientela del establecimiento pudiera disfrutar del sol tibio de la tarde. La brisa era fresca, pero suave.
– Es preciso que le diga algo -se aventuró a decir él finalmente con una voz baja y compungida que no llegó a oídos de ella o, cuando menos, no bastó para arrancarla de su ensimismamiento. Para no ver su rostro crispado, Fábregas desvió los ojos hacia la playa, por la que en aquel momento deambulaban varias personas que acapararon fugazmente su atención. Estas personas, que pese a formar un grupo homogéneo en apariencia no se hablaban ni se miraban entre sí, se dirigían al agua con andares vacilantes; parecían impedidos. A menudo alguno trastabillaba y se veía obligado a hincar una rodilla o ambas rodillas en la arena por no dar de bruces en la playa; entonces tomaba arena con la mano y se la llevaba a los labios, como si tuviera la intención de degustarla, pero se limitaba a rozarla con los labios y luego la dejaba escurrir entre los dedos.
– ¿Ha visto esa gente? -dijo Fábregas con volubilidad fingida-; cualquiera pensaría que son locos o borrachos si no fuera evidente que se dirigen a cumplir un rito.
Ella hizo un gesto de impaciencia y le dirigió una mirada torva. ¿Será posible que tengamos que separarnos con aspereza?, pensó. Luego desvió nuevamente la mirada hacia la playa. La cofradía había llegado al borde del agua y se había detenido allí. Ahora todos miraban cómo un hombre joven se destacaba del grupo, se revestía de una sobrepelliz, se descalzaba, se arremangaba los pantalones y se adentraba escasos metros en el agua. Es evidente que he hecho algo que la ha ofendido, pensó Fábregas, pero no sé qué puede haber sido.
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