– Vaya -dijo de inmediato-, me parece que sin querer he perturbado la paz de este inquilino.
– Me temo que ha perturbado usted algo más que su paz -dijo Fábregas poniéndose en cuclillas y señalando el lugar de donde había salido precipitadamente el ratón-. Mire lo que hay aquí.
Ella se agachó y miró hacia donde él señalaba. Allí había cinco ratoncitos recién nacidos, a los que su madre, atemorizada, acababa de abandonar.
– Ni siquiera tienen los ojos abiertos -dijo él tomando uno de los ratoncitos con dos dedos y colocándoselo en la palma de la mano. El ratoncito no era mayor que el dedo pulgar de él y tenía la piel rosada, sin pelo y surcada de pliegues. Fábregas acercó la mano a los ojos de María Clara para que ella pudiera examinarlo mejor. El cuerpo del ratoncito se agitaba como si jadease o como si los latidos del corazón le repercutieran en todo el cuerpo-. Han nacido hace unas horas, posible Tiente mientras nosotros comíamos. Vea cómo busca todavía el calor de la madre.
– ¿Usted cree que ese ratón que acaba de salir huyendo era en realidad la madre de esta carnada? -preguntó ella mirando fijamente el ratón que sostenía Fábregas, pero sin decidirse a tocarlo.
– De eso no hay duda -dijo él depositando de nuevo el ratoncito junto a sus hermanos.
– Yo creía que los animales defendían a sus crías -dijo ella.
– Sólo cuando la defensa tiene algún propósito -dijo Fábregas-. En este caso la madre sabía de sobra que no podía plantarnos cara, de modo que ha salido huyendo. A lo mejor trataba de atraer sobre sí nuestra atención y evitar de esta manera que descubriéramos el escondrijo de sus crías. Pero también es posible que sólo tratara de ponerse a salvo. A veces eso es lo único que se puede hacer por las personas que dependen de uno, ¿no le parece?
María Clara se quedó reflexionando, como si aquellas palabras fueran en realidad una alegoría de otra situación o escondieran un significado importante. Luego miró a Fábregas con la esperanza de ver en los ojos de éste una expresión que le permitiera descifrar aquella incógnita, pero él no la miraba. Con un…s ramas secas estaba ocultando los ratoncitos.
– ¿Qué hace? -le preguntó.
– Su madre volverá cuando crea que ha pasado el peligro -dijo él-. Seguramente está escondida por aquí cerca, espiándonos y esperando que nos vayamos.
– En tal caso, ¿no sería mejor dejar los ratoncitos en lugar visible, en vez de ocultarlos como está usted haciendo?
– No -dijo él-. Si los dejáramos a la vista no tardaría en caer sobre ellos algún ave rapaz. Y de todas formas la madre los localizará por el olfato o por el oído. ¿No oye como chillan?
María Clara inclinó la cabeza y pudo percibir un chillido muy agudo y muy tenue.
– ¡Pobrecitos, deben de estar muertos de hambre! -exclamó-. Vayámonos cuanto antes y dejemos que su madre regrese.
Se puso de pie y sacudió del borde de la falda las briznas adheridas a la tela. Fábregas se incorporó luego y ambos se alejaron de aquel lugar y se apostaron junto a una piedra que en su día debió de haber sido el soporte del altar. Ella confiaba en ver desde allí la rata cuando ésta acudiese nuevamente junto a sus crías, pero él le dijo que no cabía esperar tal cosa.
– No asomará el hocico hasta que no se cerciore de que nos hemos ido -le dijo-. Antes la hemos pillado desprevenida; ya no permitirá que la sorprendamos por segunda vez.
Salieron al campo por otro boquete del muro. Este boquete era tan ancho que entre las dos partes del muro que aún permanecían en pie había echado raíces una higuera.
– ¿Usted cree que estarán a salvo? -dijo María Clara mirando por última vez en dirección al punto donde habían dejado ocultos los ratoncitos.
– Nadie está a salvo -dijo él-, pero en este caso particular creo que podemos contar con la intercesión de ese santo pajarero al que usted tanto admira.
– Ya veo que se ha enfadado conmigo porque antes le he reprochado su ignorancia y su incredulidad -respondió ella mirándole primero a los ojos fijamente y luego al cielo-. Venga: falta poco para la puesta de sol y eso es algo que merece ser visto.
Anduvieron un trecho a campo traviesa hasta desembocar nuevamente en el camino, por el que descendieron, siempre en dirección a poniente, hasta alcanzar la orilla del agua. En aquella parte la costa se allanaba formando una playa estrecha de guijarros oscuros. En uno de los extremos de esta playa se alzaba una formación rocosa sobre la cual se veía el armazón de una antena de radio en desuso, en cuyo vértice, sin embargo, seguía encendiéndose y apagándose con regularidad una luz roja que prevenía al tráfico aéreo de la presencia de la antena. Al pie del promontorio rocoso, sobre la playa, había una caseta de madera maltrecha y sin puerta.
– Sentémonos aquí -dijo ella señalando un lugar cualquiera en la playa. Fábregas se quitó la americana, la dobló y la colocó sobre las piedras. Todo esto lo hizo con tanta rapidez, habilidad y discreción que María Clara se encontró sentada sobre la americana de él inadvertidamente. En definitiva aquel gesto acabó pareciendo un truco de prestidigitación antes que un acto de galantería. Fábregas se sentó directamente sobre los guijarros, rodeó con los brazos las piernas encogidas y apoyó el mentón en las rodillas. Esta actitud tenía algo de antiguo. Así estuvo un buen rato, callado y mirando fijamente el agua. Comprendía que había cometido con ella una incorrección grave y que le debía una disculpa, pero no sabía qué decir. La acusación de escepticismo que ella le había lanzado por despecho, al azar y sin fundamento, le había causado un impacto inesperado. Efectivamente, siempre había sido un escéptico, no sólo en materia de religión, sino en todos los sentidos, pensó. En su fuero interno estaba convencido de que todo el mundo pensaba como él, incluso quienes profesaban explícitamente una creencia o una doctrina de cualquier tipo, y la experiencia no había hecho más que ratificarle en su opinión. Ahora, sin embargo, llegado a aquellas alturas de su vida, la acusación que ella le lanzaba sin conocimiento de causa parecía encontrar eco en su propio desasosiego. Quizá lo que me ocurre es que nunca he tenido un ideal, pensó. Una ráfaga de aire frío le sacó de su abstracción. Le pareció oír a lo lejos el retumbar de un trueno y al levantar la mirada del suelo vio que el agua se había vuelto del color del plomo. Presa de un temor irracional miró a María Clara con una expresión que la sobresaltó.
– ¿Qué le ocurre? -dijo ella.
Él recobró la calma al oír su voz.
– Perdone si la he asustado -dijo-. Anoche tuve una pesadilla y en este mismo instante he creído revivirla.
El cielo se había encapotado y se aproximaba el fragor de la tormenta. Fábregas sintió un escalofrío y ella, al advertirlo, se levantó y le devolvió la americana.
– Póngasela -dijo-, no sea imprudente.
– Deberíamos regresar sin perder un minuto -dijo él-, pero no veo de qué forma.
– No lo ve porque es usted un hombre sin fe -dijo ella-. Mire.
Fábregas miró hacia donde ella señalaba y vio aparecer entre las rocas del promontorio la misma barca que unas horas antes los había llevado al islote.
– Vamos, vamos, usted había quedado con el barquero en que nos recogiera a esta hora y ha hecho coincidir la conversación con su llegada para sorprenderme -dijo.
– No, no, ¿cómo podía saber yo el instante preciso en que aparecería la barca? -replicó ella en tono jocoso.
Fábregas no supo qué responder a esto y volvió a sus cavilaciones, de las que le sacó la voz áspera del barquero, quien, después de atracar, les apremiaba.
Читать дальше