La pausa que hizo no era objetivamente indispensable. Se puede pinchar un taruguito de jamón y seguir hablando, pero él necesitó, a lo que entonces creí, comprobar si lo que venía contando me causaba algún efecto o me dejaba indiferente. Al sentirme mirado fingí atención y él se sintió invitado a continuar. Lo hizo sorbiendo traguitos de oporto y chasqueando la lengua. Le gustaba, según daba a entender, y no es improbable que fuese en realidad su único placer: lo imaginé refugiándose en la bodega y echándose al coleto un par de copas, no tantas como para embriagarse, porque no tenía la nariz de tal, ni el aliento. Reanudó la perorata repitiendo la última frase: «¿Qué va a ser de lo mío?», aunque inmediatamente incrementada en esta otra interrogación: «¿Qué va a ser de todo lo que hice en tantos años de trabajo?» Poco a poco, de las interrogaciones generales pasó a las concretas, no sólo interrogaciones, sino también afirmaciones. Aquellas mujeres, una esposa y una hija que habían vivido sin interesarse por sus negocios, sin saber siquiera cuáles eran, limitadas a beneficiarse de las ganancias. Llegó a plantearse la cuestión de si no era la culpa suya, de si no hubiera debido tratarlas de otra manera, ligarlas a su trabajo, hacer de ellas otra clase de mujeres más útiles, y así seguirían siendo, en cualquier caso y en todos. «¿Y usted sabe lo que puede durar mi fortuna en sus manos? ¿Diez años? ¡No lo creo! En estas situaciones, cuando el responsable muere, lo que se hace es vender, vender por lo que den. Lo que importa es agenciarse dinero contante para seguir gastando, hasta el día en que ya no hay qué vender, en que el dinero se acaba. ¿Y después? Claro que de ese después yo no debería preocuparme, porque estaré, además de muerto, olvidado. Pero, ya ve, me preocupo. En primer lugar porque no me gustaría que lo que hice con tanto esfuerzo se desbaratase en un santiamén. ¡Cómo se aprovecharían entonces mis enemigos! ¡Y cómo se reirían!»
Volvió a hacer otra pausa, con el pretexto de otro taruguito de jamón. Yo aproveché y le dije lo que probablemente esperaba, con aquellas o con otras palabras. «¿Por qué no se busca usted un sucesor?» «¿Un sucesor? ¿Qué quiere decir? Yo no tengo hijos varones.» «Podría hallarlo en un yerno…» Se echó a reír. «¿Un yerno? ¡No me haría falta buscarlo! Hay en Brasil candidatos a montones, pronto los habrá también aquí. Un yerno, claro, es lógico. ¿Y quién encuentra al hombre adecuado, con el cual, además, quiera casarse mi hija? Usted ya la conoce. No es una chica fácil de contentar. Tienen en la cabeza muchos pájaros. Lo de todas las niñas ricas: viven en la riqueza sin preocuparse de dónde viene, ni de cómo llega a ellas. Usted sabe que de ese modo se desbaratan las fortunas…» Aquí dio un suspiro profundo. «Yo no puedo escogerle marido a mi hija. Estas cosas, en estos tiempos, ya no se hacen. Y si a ella le da por casarse con algún incapaz, ¿qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?»
Naturalmente yo no tenía una respuesta que darle. Esas interrogaciones son modos de hablar convencionales, aunque a don Amedio le sirviese de punto de partida para trazar el retrato ideal de su heredero y sucesor, de su imposible yerno: un portugués como él, aunque también pudiera ser gallego; uno de esos hombres humildes y tenaces que saben aprovechar la arrogancia de los nativos para organizar un negocio serio y, sobre todo, sólido, a pesar de las dificultades que la política -«es decir, el robo organizado», aclaró don Amedio- pone a los hombres honrados para beneficiarse de su trabajo. «Esos hombres existen. Conozco más de tres, pero mi hija no los querría.» Y repitió la interrogación inicial: «¿Qué puedo hacer para salvaguardar mi fortuna?», pero esta vez, incrementada con otra, más dramática: «¿Desheredarla?» Lo dejó en el aire, pero fue en aquel momento cuando yo comprendí las razones de aquella invitación privada, de aquellas confesiones. Lo interpreté como si me hubiera dicho: «Si por casualidad se casa usted con mi hija, no espere usted heredar mi fortuna. Usted no me sirve…» Y sentí una satisfacción profunda, me sentí como liberado de un peso que me había amenazado sin corresponderme. Si don Amedio había proyectado alguna vez llegar a propietario de mi pazo, no contaba con su hija como prenda de transacción.
Y, de las vacas, nada. Tal vez prefiriese dar un rodeo, entenderse con mi maestro y que éste, más fácil de deslumbrar, me convenciese a mí. Había pasado bastante tiempo desde mi llegada a aquella casa, desde mi descenso a la bodega. Habíamos bebido tres copas cada uno: sentía el cosquilleo del vino en el estómago, un cosquilleo de clara intención ascendente. Debía de ser muy tarde. Bajó Paulinha y nos rogó que subiésemos al comedor, que la señora y la señorita esperaban. No fue un almuerzo especialmente notable. Habló Regina de que le habían llegado revistas de París con las modas de primavera, de que tenía que bajar a Lisboa a ver lo que había por allá, de que el tiempo se portaba bastante bien, pues no llovía demasiado y no hacía frío, y de que si no fuera porque en Europa las cosas andaban revueltas y temía que la cogiese allá una guerra, no le disgustaría darse una vuelta por París: cabalmente había descubierto ciertas deficiencias en la decoración de la casa, necesitaba algunos muebles… Alguna de las miradas que me envió don Amedio quería decir claramente: «¿Lo ve usted?» María de Fátima, como arrinconada, no decía palabra, no me miró apenas. Fumaba en silencio. Paulinha iba y venía, ágil, sonriente, con ese aire de los que están por encima de todo, de los que, acaso sin haberlo aprendido, saben despreciar…
UNA TARDE DE AQUELLAS recibí el aviso de que, a la mañana siguiente, se entregaban los premios a los mejores vinos del año. Cuando yo aún estaba en París, a la Asociación de Vinateros se le había ocurrido gastar dinero en propaganda, y habían traído un equipo de cine para filmar las faenas de vendimia y lagar. Como mis bodegas eran las más viejas de la comarca, les había cabido una parte protagonista en la operación, en la que había participado mucha gente, en la que María de Fátima, según ella misma me había contado, cortaba racimos en la viña y los pisaba en el lagar. También fue ella quien entregó los premios, vestida de portuguesa convencional, muy bonita por cierto. No se cortaba ante las cámaras. También por aquellos días instalaron los teléfonos en la comarca, y pudimos hablarnos los del pazo con los de la casa de María de Fátima. Yo lo hice para saludarlos, pero mi maestro aprovechó el artefacto para mantener con don Amedio largas conversaciones que no espié, de las que él me dio cuenta muy por encima. Saqué la impresión de que me consideraba equivocado al respecto del negocio vacuno, y que creía a don Amedio mucho mejor orientado. No me metí en sus tratos porque, al final, cualquiera de ellos, fuera el que fuese, pasaría por mí, y yo ya sabía a qué atenerme. Un día decidieron volver a Oporto, y lo hicieron, ellos solos, con anuncio de permanecer allá dos o tres días, a no ser que les fuera indispensable viajar hasta Lisboa, que les alargaría la ausencia. A la miss le pareció muy bien, aunque esta vez ella quedase en casa, y supongo que ni Regina ni María de Fátima habrían sido informadas sino con un escueto «Me voy por unos días», que no les causaría, a las mujeres, la menor inquietud, sino probablemente satisfacción y descanso. Yo, por mi parte, también proyecté un viaje: ir a Viana do Castelo a ver qué libros nuevos se habían recibido en las librerías. Para eso tenía que coger un tren en Valença o en Caminha. El viaje en tren era bastante pesado. Se me ocurrió telefonear a María de Fátima e invitarla: si aceptaba, ofrecería su automóvil. Así fue. Yo insistí, hipócritamente, en que un viaje en tren podría resultar divertido, pero ella decidió que lo haríamos en su coche, cuya presencia, al llegar a Viana, nos convertía en personajes. Me vino a buscar de mañana, vestida convencionalmente, con un traje gris que no iba a su modo ondulante de caminar, y una boina: traía un paraguas muy bonito. Yo me vestí más bien vulgarmente, aunque el impermeable fuese inglés (que, por cierto, ya empezaba a perder sus brillos y a agrietarse por alguna parte, como un zapato de charol). No creo que María de Fátima se sintiese humillada por la modestia de mi atuendo; probablemente ni se fijó.
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