Javier Moro - El sari rojo

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Una gran novela de amor, traición y familia en el corazón de la India protagonizada por Sonia Gandi. Una italiana de familia humilde que, a raíz de su matrimonio con Rajiv Gandhi, vivió un cuento de hadas al pasar a formar parte de la emblemática saga de los Nehru-Gandhi.

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– Mire bien la foto -le dice el jefe de policía-. Ésta es la asesina de su marido.

A Sonia le sudan las manos cuando la coge para observarla. Es profundamente turbador ver así el rostro de la persona que tanto daño les ha hecho. De ser una abstracción en la mente, la asesina se le aparece como una mujer aparentemente normal. «¿Cómo ha podido cometer semejante barbaridad?», se dice Sonia, mirándola fijamente, como si buscase algún signo exterior de su maldad, como si pudiese penetrar en su mente, escrutar su alma, adivinar por qué decidió matarlo. El policía le indica con el dedo el rostro de un hombre de piel oscura, un sureño, en una esquina de la foto.

– El equipo de investigaciones especiales de la policía ha conseguido identificarlo. Se trata de un terrorista conocido como Shivarasam, es un líder del LTTE (Tigres de Liberación de la Patria Tamil). Señora, esto viene a confirmar lo que todos sabíamos: que su marido cayó víctima de un complot de los extremistas tamiles.

– Su asesinato fue la venganza de los tamiles contra la intervención militar en la isla, ¿no es así?

El policía asiente.

– Los extremistas se le volvieron en contra, señora, precisamente como un tigre que le da un zarpazo al que viene a darle su comida.

Al pensarlo, Sonia descubre que existe una horrible pauta en las muertes de la familia, como si sus miembros fuesen los arquitectos de su propia destrucción. Indira ha muerto por un problema que Sanjay desencadenó al crear el monstruo de Brindanwale para controlar políticamente a los sijs; Rajiv ha muerto por un problema creado originalmente por Indira, que durante años facilitó apoyo a los Tigres para granjearse los votos de los tamiles de la India y no perder base electoral. ¿No había oído decir a Indira muchas veces que lo peor en política era, por miedo a perder apoyo, no hacer lo que uno en el fondo pensaba que debía hacer? Ambos han acabada pagando el error cometido en algún momento de debilidad, de falta de fe, el error de anteponer consideraciones políticas a corto plazo al interés general del país a largo plazo. Y los errores cuestan caro en política. A Sonia, a Priyanka y a Rahul se les hiela el corazón al pensarlo. Es la lección más cara de sus vidas.

Contrariamente al Congress, los fundamentalistas hindúes están muy satisfechos de sus resultados electorales. Se dan cuenta de que la campaña para destruir la mezquita de Ayodhya y reemplazarla por un templo hindú dedicado al dios Rama, ha dado importantes réditos políticos. Los disturbios se han convertido en votos. Entonces, ¿por qué no seguir? En octubre de 1991, las organizaciones hinduistas extremistas afiliadas al BJP se las arreglan para comprar los terrenos alrededor de la mezquita. Inmediatamente después empiezan obras de nivelación del terreno. Para colmo de la provocación, anuncian que el 6 de diciembre iniciarán la construcción del templo. Cuando los musulmanes ponen el grito en el cielo, el gobierno envía a Ayodhya un equipo para evaluar la situación, y éste se encuentra con una gran plataforma de hormigón levantada por los extremistas junto a la mezquita. Es una violación flagrante de la ley que después de los últimos disturbios había prohibido alterar las cosas. El equipo del gobierno está consternado de que el gobierno local haya hecho la vista gorda, pero la explicación es muy sencilla, su jefe es miembro del BJP.

Preocupado por una eventual escalada de la violencia, el ministro del Interior en Nueva Delhi envía a veinte mil hombres, que se instalan en distintos cuarteles situados a menos de una hora de la mezquita. Pero, por otro lado, van llegando cien mil militantes hinduistas, disfrazados como los héroes de la mitología, con tridentes, arcos y flechas, y acampan en la zona. Algunos líderes del BJP invocan el carácter pacifista y simbólico de la concentración.

– ¡Tenemos nuestro propio servicio de orden! -argumentan ante las autoridades.

Éstas deciden no mandar a los soldados al recinto en la mañana del 6 de diciembre, la fecha anunciada para poner la primera piedra del templo. «No hemos querido provocar», dirán más tarde, cuando la gravedad de ese error salga a relucir.

En los alrededores de la mezquita sólo está presente la policía del estado, una fuerza escasa, mal motivada y peor pertrechada para contener los ánimos de una gigantesca multitud. A las once y media de la mañana, mientras santones medio desnudos cubiertos de ceniza empiezan a entonar cánticos y oraciones en la plataforma de hormigón, algunos militantes se acercan a la mezquita en actitud amenazante. Cuando intentan pararles los pies, lo único que consiguen el servicio de orden y algunos agentes de policía es ser apedreados por la multitud encolerizada.

– ¡Levantaremos nuestro templo aquí mismo! -gritan con fervor los militantes.

Un joven intrépido consigue saltar por encima de la policía y escalar los muros de la mezquita hasta llegar a una de sus tres cúpulas. La multitud percibe el gesto como una señal de ataque. Armados de hachas, picos y palas, una avalancha de militantes se lanza sobre la mezquita. La policía huye despavorida.

Media hora más tarde, los militantes caminan por el techo haciendo ondear banderas color azafrán y lanzando vítores. Mientras unos lanzan ganchos atados a una cuerda para clavarlos en el techo de los minaretes, otros atacan la base con mazas, martillos y picos. A las dos de la tarde, el primer minarete se derrumba, y con él una docena de hombres que estaban destrozando el techo a hachazos. Pero parece que da igual, la vida humana no importa, lo que vale es acabar con los símbolos del vecino musulmán. Una hora después, cae el segundo minarete. Luego el último, y finalmente la cúpula central. En una sola tarde, un monumento que ha sido testigo de innumerables convulsiones de la historia, que ha soportado el azote de más de cuatrocientos monzones es reducido a escombros por la furia de unos fanáticos.

La mayoría de los hindúes del país no están de acuerdo con que una minoría de extremistas consiga doblegar el Estado a su voluntad. Si las fuerzas que hubieran podido detener ese sacrilegio están a mano, ¿por qué no les ha llegado nunca la orden de intervenir? En esos días de terror son muchos los indios que echan de menos a Indira; con ella en el poder en Nueva Delhi, piensan que probablemente esto nunca hubiera ocurrido. Lo achacan a un acto de cobardía del gobierno de Narasimha Rao, que no quiere ser percibido como contrario a los hindúes en un país en el que son mayoría.

La demolición causa seis muertos entre los militantes y una cincuentena de heridos. Los líderes del BJP son arrestados por la policía y puestos bajo custodia protegida. Un influyente sacerdote local expresa el deseo de que Ayodhya se convierta en el «Vaticano de los hindúes» y hace un llamamiento a la violencia. El primer paso, agrega, es limpiar la ciudad de sus minorías. Los militantes responden con ardor a este grito de guerra y se lanzan a una orgía de violencia, incendiando las casas de los musulmanes y luego barrios enteros. Pronto, la violencia se extiende a lo largo y ancho de la India. Los musulmanes salen a las calles, atacan las comisarías de policía y prenden fuego a edificios del gobierno. Las turbas excitadas utilizan armas de todo tipo, desde ácido hasta escopetas, pasando por tirachinas y puñales. La prensa relata casos de niños quemados vivos, de mujeres acribilladas a bocajarro por policías. El espectro de la Partición vuelve a aparecer.

Hay miles de muertos por toda la India. El ejército impone el toque de queda. El país está paralizado por el miedo. Los aviones no despegan, los trenes no circulan. La pesadilla de Nehru y de Gandhi, la del odio entre comunidades, se está haciendo realidad ante los ojos atónitos del pueblo, que ve cómo la convivencia entre vecinos es reemplazada por la hostilidad y la suspicacia. Ya no juegan juntos los niños musulmanes e hindúes como lo han venido haciendo desde hace ya más de mil años. Los padres no comercian entre ellos, dejan de relacionarse. A los musulmanes se les empieza a exigir que prueben su lealtad hacia la India. En los partidos de críquet contra Pakistán, se les exige que desplieguen la bandera nacional en la fachada de sus casas, y que animen al equipo nacional. Están obligados a mantenerse a la defensiva, pero en Cachemira, donde son mayoría, los papeles se invierten. Allí los extremistas musulmanes lanzan una jihad contra la comunidad de los pandits hindúes, de la que los Nehru son oriundos. Más de cien mil se ven obligados a exiliarse. Ambos procesos se retro alimentan, mientras la gente, que no está acostumbrada a hacer política en términos de fe y religión, se hace multitud de preguntas: ¿se puede confiar en un gobierno que no asume su compromiso de proteger un antiguo lugar de culto?, ¿se puede confiar en una comunidad que expulsa de manera tan drástica a los que profesan otra fe? «Como los minaretes que coronan esta vieja mezquita -escribe el Time Magazine- los tres pilares del Estado indio -democracia, aconfesionalidad y estado de derecho- corren el riesgo de ser derribados por la furia del nacionalismo religioso.»

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