Javier Moro - El sari rojo
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Mientras Sonia se debate en un mar de dudas, la política india sigue desintegrándose. El concepto de «nación» creado por el Partido del Congreso durante la lucha por la independencia, y que aboga por una nación plural, laica, y diversa (al revés que Pakistán, una nación creada alrededor de una religión), sigue perdiendo terreno de manera alarmante. Los mismos adversarios contra los que lucharon el Mahatma Gandhi, Nehru, Indira y Rajiv son los que ahora ganan adeptos con su idea de una India hindú, como un eco involuntario de Pakistán. ¿Qué pasará si se hacen con el poder? ¿Habrá una limpieza étnica? Luego está el lamentable espectáculo de la corrupción. Un centenar de parlamentarios en Nueva Delhi tienen ahora un «pasado criminal», lo que significa que han sido acusados de varios crímenes, pero no condenados formalmente. ¡Si Nehru levantara la cabeza! Una vez que son elegidos es prácticamente imposible condenarlos, por eso la política se está convirtiendo en un incentivo importante para delincuentes de toda calaña.
La corrupción es tan grotesca que una líder en alza del mayor partido de «intocables» de la India, una mujer de mediana edad llamada Mayawati y que se ha hecho rica de la noche a la mañana alegando que sus simpatizantes son «muy generosos», ha sido pillada in fraganti otorgando licencias a sus amigos constructores para levantar un gigantesco parque temático alrededor del Taj Mahal. El escándalo la ha obligado a abandonar el proyecto, pero no le ha restado ningún voto. La prensa publica fotos suyas recibiendo a sus interlocutores sentada en un auténtico trono de madera labrada recubierta de pan de oro en su casa palacio de Lucknow. Ha celebrado su cumpleaños a lo grande, utilizando la maquinaria oficial y fondos públicos. Y no es la única.
Parece que, en lugar de progresar, el país retrocede a los tiempos de los corruptos maharajás. Vuelve a las andadas, como cuando estaba compuesto por una miríada de reinos que se peleaban entre ellos, debilitándose mutuamente, facilitando las invasiones de mogoles y británicos. Si el Congress acaba pulverizado en las próximas elecciones, morirá el único gran partido nacional. Ahora sólo quedan reinos de taifas que luchan no por su ideología, sino por granjearse los favores de sus electores, cada vez más agrupados en castas o comunidades regionales. La política se atomiza. ¿Hasta dónde llegará esa fragmentación? ¿Hasta la desintegración de la India? Los analistas no lo descartan. Algunos dicen que la India eran los Nehru, que sin ellos la India no es ni siquiera una nación.
En una de sus noches de insomnio, Sonia siente de nuevo una presión en el pecho. A veces es el frío lo que desencadena una crisis de asma, otras veces surge sin aparente explicación, otras el estrés. Los bronquios se estrechan y dificultan el paso del aire a los pulmones. La sensación de ahogo, de que al inhalar no entra aire, es angustiosa. El asma crónica no se cura, uno aprende a convivir con la enfermedad, como lo ha hecho Sonia. Reconoce que el yoga le es de una gran ayuda. El yoga enseña a respirar. Cuando esa noche nota los primeros síntomas, ya está buscando su inhalador y sus medicinas. Pero no los encuentra en su lugar habitual, no están ni en el armarito del cuarto de baño ni en la mesilla de noche. «Debo de habérmelo dejado en el despacho», se dice. Se envuelve en su albornoz y sale de su cuarto.
En efecto, el inhalador está en la mesa del despacho. Sonia se sienta, se lo pone en la boca, aprieta justo en el momento de la inspiración y da unas profundas caladas. En seguida nota el efecto. Ya está, puede respirar. Se relaja. La casa está en silencio, excepto por el ruido del viento en el follaje de los árboles del jardín y el de sus profundas exhalaciones e inspiraciones. La habitación sigue oliendo a incienso frío, como cuando vivía Rajiv. Le gustaba encender unos bastoncillos cuando trabajaba. Decía que le ayudaban a concentrarse.
De pronto Sonia levanta la vista y se encuentra con el retrato de Indira. Y el de Nehru. Y luego el de Rajiv. «¿Por qué me miráis con esa insistencia? ¿Con esa sonrisa enigmática?» Esa noche, en la penumbra, le parece que están vivos. Sonia guarda su inhalador en el bolsillo y, antes de apagar la luz, vuelve a mirar los retratos. No consigue sostener esas miradas y baja la vista, como avergonzada. Apaga la luz y vuelve a su cuarto a acostarse. Pero no concilia el sueño y no quiere tomarse una pastilla para no acostumbrarse. Da vueltas en la cama, se enreda en la sábana, enciende la luz, intenta leer, se cansa y la apaga de nuevo. No puede apartar de su mente las fotos del despacho. «Les estoy fallando -se dice a sí misma-. Les estoy traicionando. Dios mío, ¿qué hago?»
Necesita hablar con sus hijos. Rahul acaba de llegar de Londres, donde ha encontrado trabajo en una entidad financiera después de haber terminado sus estudios en Estados Unidos. Priyanka tiene novio, un chico que conoce desde que era pequeña. Al día siguiente, alrededor de la mesa del desayuno, Sonia les cuenta la sensación que le han provocado las fotos del despacho.
– Cada vez que paso delante de ellos, me da la impresión de que me están mirando, como si esperasen algo de mí…
– Es que lo esperan, mamá -le espeta Priyanka-. A mí me pasa lo mismo, me da vergüenza quedarme sin hacer nada mientras todo se viene abajo. ¿Qué diría la abuela? Estoy segura de que no le gustaría… Tenemos que evitar el descalabro del partido.
– ¿Y cómo se hace eso? -pregunta su hermano.
– Haciendo campaña por el Congress en las próximas elecciones -contesta Priyanka.
Rahul se encoge de hombros.
– No nos metamos en ese berenjenal.
– Yo creo que hay que pensárselo bien -tercia Priyanka, que tiene los pies en la tierra-. Sabes, mamá, yo he llegado a la misma conclusión que tú, aunque por otro camino. No podemos quedarnos de espectadores. Es como… ¡como inmoral!
Poco a poco, van barajando los pros y contras de una decisión que aparentemente lo trastoca todo, pero que acaba mostrando su lógica profunda.
– Hay veces en que hay que dejar las preferencias que una tiene de lado, ¿no creéis? -pregunta Sonia, con el semblante serio.
Sus hijos no contestan. Ella prosigue:
– Estaría dispuesta a hacer campaña por el Congress para intentar salvar a la organización, pero no a asumir ningún puesto de gobierno. ¿Me ayudaréis?
– Claro que sí -le dice su hija.
– ¿Te acuerdas de lo que le decía el bisabuelo a la abuela Indira en aquella carta?… Que nunca podría desprenderse de la tradición familiar. ¡Qué razón tenía! Creo que nosotros tampoco podemos. Es como una segunda piel, nos guste o no.
A Rahul le cuesta aceptar la decisión de su madre, porque no la ve contenta. Sabe que ella va a adentrarse en una senda que en el fondo le repele. Sabe que lo hace porque ha heredado el mismo sentido del deber que tenían Indira y Rajiv. Pero al final el chico entiende lo que está en juego.
– Mamá, dejaré el trabajo y te acompañaré a todos los mítines -le dice para animarla.
A Sonia le gusta servir ella misma el té a los que vienen a verla. Esta vez no es una visita habitual, ha sido ella quien ha convocado al líder del Congress y viejo amigo de la familia Digvijay Singh, ese que hace unos meses le dijo que iban derechos al desastre. Es un hombre alto y bien parecido, con una elegancia natural realzada por un conjunto blanco de kurta y pantalones tipo pijama. Ha acudido sin dilación, a pesar de haber tenido que pasar una noche en tren. Pero si Sonia llama, se le hace caso, porque no suele llamar nunca. La italiana le entrega la taza de té, que desprende efluvios de jazmín. Antes de sentarse, echa un rápido vistazo a las fotos de las paredes, como si les pidiese la aprobación ante el atrevimiento de lo que se dispone a proponer.
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