Javier Moro - El sari rojo
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Durante tres años, Sonia ha estado encerrada en casa, volcada en la tarea de organizar el archivo de la familia. Ha escrito un conmovedor libro sobre su marido para el que ha tenido que bucear entre cien mil fotos, quinientos discursos e innumerables notas. Lectora voraz, ha vivido su periodo de luto entre libros, legajos, fotos y documentos. También ha editado el segundo volumen de cartas entre Nehru e Indira, una correspondencia intensa y conmovedora. «No puedes librarte de la tradición familiar -escribió Nehru a su hija desde la cárcel- porque te perseguirá y, lo quieras o no, te dará una cierta posición pública que no has hecho nada por merecer. Es desafortunado, pero tendrás que aguantarte. Aunque, después de todo, no es mala cosa tener una buena tradición familiar. Nos ayuda a encarar el futuro, nos recuerda que tenemos que mantener viva una llama y que no podemos rebajarnos o envilecernos.» Sonia no consigue quitarse esa carta de la cabeza. Escrita en otro tiempo y otras circunstancias, su eco retumba en su interior porque contiene una ineludible verdad.
Ahora, lo que ocurre a su alrededor le revuelve las entrañas.
Que el gobierno, encabezado por un primer ministro del Congress, no haya podido impedir la catástrofe de Ayodhya le duele en el alma. Es un insulto al ideario, a la esencia misma del partido. ¿Es posible que los sacrificios de Gandhi, Indira y Rajiv no hayan servido para nada? -se pregunta desconcertada-. ¿Todo ese dolor ha sido inútil?
En una reunión del patronato de la fundación que lleva el nombre de su marido, propone emitir una dura declaración de condena al gobierno.
– La fundación es una entidad apolítica -le dice uno de los patronos, un antiguo miembro del Congress y viejo amigo de Rajiv-. No hay necesidad de hacer un comentario sobre un tema político.
Sonia niega con la cabeza.
– A Rajiv y a los demás miembros de la familia, se nos identifica con el laicismo, con la voluntad de no mezclar política y religión. Me da la impresión de que si la fundación no expresa su condena estamos traicionando la herencia de nuestra familia.
– Pero si lo haces, te estás metiendo en política. Tienes que saber que si te metes contra lo que hace el Congress, estás dando fuelle a los adversarios, a los extremistas hindúes…
– No se trata de hacer política o no. Es una cuestión de principios. No puedo permanecer impasible ante lo que está ocurriendo.
No piensa callarse, le da igual quién esté en el gobierno. Repite que la suya es una autoridad moral, no política. ¿No ha cometido el primer ministro Rao el mismo error en la gestión de la crisis de Ayodhya que cometieron en su día Sanjay con los sijs e Indira con los tamiles? ¿Es que de nada sirven las lecciones del pasado? Está claro que Rao no ha mandado al ejército a tiempo para impedir la destrucción de la mezquita a fin de no alienarse el electorado hindú. Ha sacrificado la paz del país por un beneficio electoral a corto plazo. Ésa no es la política que Sonia está dispuesta a apoyar, caiga quien caiga, aunque sea el Congress.
De modo que sigue adelante con su idea y redacta una declaración de condena en términos severos, en la que imputa una gran parte de responsabilidad al propio gobierno de Narashima Rao. Inevitablemente, se desata una tormenta política. «¿Se está metiendo en política y lo hace contra nosotros?», se preguntan en el gobierno, atónitos. Como era de esperar, la oposición disfruta del espectáculo de esta pelea interna del Congress, que se añade a otras entre distintos líderes. En el partido se devoran los unos a los otros, es un auténtico nido de víboras. Los extremistas hindúes aplauden.
Pero Sonia lo tiene claro. Seguir fiel al compromiso de preservar la memoria de su marido y de la familia nada tiene que ver con la suerte de los hombres de Rajiv en política, sobre todo cuando no existen razones para apoyarlos. Piensa que quedarse de brazos cruzados es ser desleal y Rajiv sigue estando muy presente en su mente. Todo lo que ha hecho en la vida, lo ha hecho por él. Ahora también, en eso la muerte no ha cambiado nada. Él vive en ella. Es su razón de ser.
Y además tiene otro agravio contra el gobierno de Rao. El juicio contra los conspiradores arrestados por la policía no tiene visos de empezar nunca. Como resultado de los interrogatorios a los detenidos, la policía ha descubierto un plan meticulosamente trazado para acabar con la vida de Rajiv. Saben que fue diseñado en la profundidad de las junglas de Sri Lanka por la dirección colegiada de la organización terrorista, que utilizó la cantera de activistas que tienen en el sur de la India porque necesitaban tamiles locales que no pudiesen ser identificados por el acento de la isla. La policía ha descubierto toda una red de apoyo a la organización terrorista, con una estructura donde los que prestaban los pisos francos sólo sabían que luchaban por la causa; los que estaban más cerca de la dirección sólo sabían que la misión consistía en asesinar a un político «hostil a la lucha de los Tigres»; y únicamente los dirigentes sabían quién era el blanco. Esos dirigentes temían que si Rajiv hubiera vuelto al poder, habría enviado de nuevo al ejército indio a la isla, lo que les hubiera perjudicado.
Sonia y sus hijos están decepcionados y molestos porque todo ese buen trabajo de la policía corra el riesgo de quedar en agua de borrajas por la inacción de la judicatura.
– Espera un poco más, hay que tener paciencia… -le repiten los antiguos compañeros de Rajiv.
– La justicia, si es lenta, no es justicia… ¿No lo sabemos todos? -dice Sonia, repitiendo otra frase que ha oído mil veces en casa cuando vivía Indira.
– No es el momento de atacar al Congress. Está tan debilitado que sería fatal. Sobre todo si el golpe viene de ti.
– Ni mis hijos ni yo seguiremos esperando mucho tiempo.
Sonia, volcada en el trabajo de la fundación, recorre el país como nunca lo ha hecho antes. Es un redescubrimiento de la India profunda, esta vez sola y con otros ojos. Ya sea para inaugurar el Lifeline Express, un tren convertido en hospital ambulante para operar la ceguera, o bien aportando material de socorro a las áreas más afectadas por los disturbios, lanzando programas de alfabetización o abriendo un hospital oncológico en una zona rural y apartada, su presencia atrae un número creciente de gente que invariablemente le dispensa una acogida entusiasta. Al sentirse querida, aprende a ser más comunicativa, no con la prensa, de la que sigue recelando, pero sí con las mujeres con quienes comparte el té y la charla, y con los niños a los que abraza y ofrece regalos. Su trabajo la satisface profundamente. Asume con vigor y eficacia el antiguo compromiso familiar con los pobres de la India, y lo hace a su manera.
Pero si uno está comprometido con la gente, tiene principios y el poder que da pertenecer a la familia de Nehru, ¿puede callarse ante la ineficacia y la desidia de las autoridades, sean del signo que sean?
¿No equivale el silencio a aprobar el comportamiento del gobierno, que ha colocado el país al borde del abismo?
El 20 de agosto de 1995, fecha del cumpleaños de Rajiv en el cuarto aniversario de su muerte, Sonia, harta ya de esperar, preocupada por el auge de los enfrentamientos entre comunidades, sale a la palestra, y lo hace en Amethi. Diez mil personas en delirio corean: «¡Sonia, salva al país!», mientras ella sube despacio las escaleras del estrado, la cabeza cubierta por el faldón de su sari. Le tiemblan las manos de lo nerviosa que está y parece insegura, en contraste con su hija Priyanka, que saluda relajada a la muchedumbre.
– Mamá, ¡mira qué de gente! ¿No crees que deberías saludarlos?
Sonia hace caso a su hija y levanta el brazo. La atronadora respuesta de la gente la envalentona. Flanqueada por Priyanka, da libre curso a su cólera: «Desde hace cuatro largos años, el gobierno ha sido incapaz de arrestar y de llevar a juicio a los asesinos de mi marido -declara en un hindi casi perfecto-. Si el sumario sobre el asesinato de un ex primer ministro tarda tanto tiempo en hacer progresos, ¿qué le ocurrirá al ciudadano común con los asuntos pendientes ante la justicia? Seguro que vosotros entendéis lo que siento.» En medio de un huracán de exclamaciones, continúa: «Hoy, los ideales de Nehru, de Indira y de Rajiv están amenazados. Hay divisiones en todas partes. Ha llegado la hora de restaurar sus principios y estaré con vosotros en ese esfuerzo.» «¡Sonia, salva al país!», le responde la gente, que siente afecto por esta viuda valiente y digna. La admiran por su abnegación, su fidelidad a la familia y su sacrificio. Antes de meterse en el coche, una periodista se le acerca:
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