Fernando Savater - La Hermandad De La Buena Suerte

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Esta novela obtuvo el Premio Planeta 2008, concedido por el siguiente jurado: Alberto Blecua, Alfredo Bryce Echenique, Pere Gimferrer, Álvaro Pombo, Carmen Posadas, Carlos Pujol y Rosa Regás.
Un caballo invencible que ya ha sido vencido, un jockey que desaparece misteriosamente cuando busca el secreto de la buena suerte, dos magnates sin escrúpulos que pretenden zanjar sus rivalidades en la pista del hipódromo… Ya se acerca la fecha de la Gran Copa, la carrera internacional que desata pasiones. Cuatro aventureros deben encontrar al desaparecido a tiempo para que pueda montar en la prueba crucial: mientras, cada uno de ellos lucha contra los fantasmas de su pasado. Su búsqueda los hará enfrentarse con enigmas y peligros, hasta el desenlace en una isla del Mediterráneo donde se encontrarán con la traición… y con el acecho de los leones. Una novela de aventuras, aliñada con gotas de metafísica y ambientada en el fascinante mundo de las carreras de caballos.

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Pues no, so lista: ni la virtud ni la moralina tienen nada que ver con lo morigerado de mis hábitos. Aunque te lo tomes a broma, se trata de ciencia, pura ciencia y simple lógica aplicada, nada más. ¡Venga, ya te puedes reír todo lo que te apetezca! En estas cuestiones higiénicas tengo una teoría básica, que paso a explicarte aunque te tapes los oídos para no escucharme o la boca para no romper en carcajadas. Cuando me empeño en algo, ya me conoces. Pues bien, la cosa va así: yo creo que hasta los treinta años, más o menos, los humanos somos capaces de vivir a nuestro aire porque la naturaleza cuida de nosotros. El niño puede saltar, trepar o meterse en agua helada para experimentar qué se siente, el adolescente y el joven pueden comer basura, emborracharse, tomar todo tipo de sustancias nocivas, bailar hasta la extenuación en cuchitriles mal ventilados o pasarse las noches sin dormir: da igual, la naturaleza nos tiene a su cargo, repara los daños, minimiza los riesgos. Por supuesto, de vez en cuando ocurren accidentes, un niño se electrocuta al meter los dedos en el enchufe o un veinteañero se estrella yendo en moto a demasiada velocidad y borracho, pero son acontecimientos aislados, comparativamente raros en vista de la seriedad y frecuencia de los peligros asumidos.

A partir de los treinta el panorama comienza a cambiar, la naturaleza nos atiende con mayor desgana y racanería: como una de esas pólizas baratas de seguros que cubren pocas eventualidades y sólo mientras no desborden una cifra módica de gastos para la empresa. Pero de los cuarenta en adelante, la madrastra Natura nos abandona por completo y se muestra indiferente a nuestras cuitas. Ya no cuenta con nosotros para nada y si nosotros contamos con ella para algo vamos listos. Según refieren los que han llegado hasta viejos a pesar de todo, de los sesenta para arriba -es decir, para abajo - la naturaleza se vuelve francamente hostil y nos persigue con todo tipo de trampas o dolencias, disparando sus cañones para abatirnos como el videojugador que trata por todos los medios de liquidar a los invasores marcianos. Ni nos cuida ya ni le resultamos indiferentes, sino que para sus planes estamos de sobra. Somos una pieza a cobrar, una alimaña superflua. Y colorín, colorado…

De modo que yo estoy ahora en la fase de la autoprotección, lo que los médicos latinos llamaban la cura sui . No cometo excesos porque sé que cada uno de ellos es un pagaré contra mi propio y cada vez más escaso capital, no contra los fondos inexhaustos de la naturaleza. Como puedes ver, la virtud no interviene en esto para nada. Querida mía, lo cierto es que no abandonamos los vicios por virtud, sino porque ya no podemos costeárnoslos con la salud que nos queda. No somos nosotros quienes dejamos el vicio, sino que es el vicio quien nos deja en paz, aburrido de tantos melindres. De modo que bebo poquito y prácticamente no fumo jamás. La naturaleza ni me mira y yo sólo la miro con el mayor de los recelos. No te preocupes, que si sigo así conseguiré vivir muchos años. Lo que soy incapaz de decirte es para qué quiero seguir viviendo más años sin ti. Sólo se me ocurre una explicación, que no es desde luego natural ni del todo sobrenatural. Mientras yo viva, tú también seguirás estando en este mundo como presencia protagonista. Con mi muerte, moriremos del todo y para siempre ambos, nos perderemos en la nada como si no hubiésemos existido jamás, como si nuestro amor no hubiera sido, cuando en realidad fue tanto, tanto… Igual que antes luché para que no murieses, ahora intento evitar la muerte yo, por lo mismo: para que sigamos juntos. Otra razón no tengo para este largo penar, ni otro apego.

Que sí, que tienes razón: venga, ya dejo de quejarme y de hablar de cosas tristes. Vamos a lo que importa. El caso es que esa noche salí de Al Trote Largo sobrio como un juez. Tampoco creo que ninguno de los otros tres compañeros hubiese bebido mucho, aunque el Comandante se empeñaba en mascullar la sintonía de «Noche de copas». Recorrimos de nuevo el callejón y nos despedimos al llegar al bulevar principal. El Príncipe nos convocó a un consejo de guerra a la mañana siguiente, pero sin necesidad de madrugar, ya hacia mediodía. Y luego cada cual se fue a su guarida. Es decir, todos menos yo. Porque resulta que yo tenía mis propios planes y en cuanto se perdieron de vista volví sobre mis pasos y regresé al local que acabábamos de abandonar. No entré, sino que me aposté a favor de la oscuridad en el quicio de un portal situado enfrente. Y allí comencé mi acecho. ¿A que no te imaginas lo que me había propuesto? Nada, frío, frío, no aciertas.

Estaba esperando a que saliera Narciso Bello, ni más ni menos. El gran triunfador debía de estar gastándose parte de sus ganancias en el bar, hacia donde yo le había visto dirigirse cuando salíamos. Pero antes o después volvería a casa, no era cuestión más que de tener paciencia. Alguna vez tendría que acabar de celebrar su «buena suerte»… ¡La buena suerte! ¡Menuda gilipollez! Todo el discursito del enano me había parecido auténtica basura. La verdad, me extrañó que una persona inteligente como el Príncipe -porque listo lo es como él solo, de eso no cabe duda- le hubiera escuchado con tanta reverencia y poniendo cara de que estaba aprendiendo cosas de mucho interés. Si se tratase del Profesor, vale, porque a ése cualquier cosa que suene a fantástico y medio espiritualista le atrae como la mierda a las moscas. Pero el Príncipe ya es más raro que se tragara tantos cuentos. Claro que quizá fingía, puede que sólo fuese un truco para sonsacarle… Porque lo que es a mí, te aseguro que me parece evidente que todo eso del azar, la suerte, la casualidad, el hado y no sé qué más son sencillamente palabrería para revestir nuestra ignorancia de las causas que operan en el mundo. Lucía, ya sabes cómo pienso yo en esas cuestiones: en cuanto ocurre, sea dentro o fuera de nosotros, no manda más que la necesidad. Todo lo que pasa es necesario que pase, aunque a veces nos sorprenda porque ignoremos las múltiples e irresistibles causas que han coincidido para producirlo. Pero la necesidad no le gusta a la gente y siempre tienen que procurarse algún embeleco verbal para añadir purpurina a la monotonía gris de lo real. Unos se inventan dioses, otros creen en los astros y bastantes se esconden tras nombres aparentemente más neutros pero en el fondo tan supersticiosos como los demás: ¡el azar! Y hasta fundan con otros ilusos una Hermandad para «celebrar» la buena suerte, lo mismo que quienes forman una cofradía para cantarle a la Virgen de los Desamparados. Puaf, me revuelven el estómago. ¡Y qué contentos están de haberse conocido y de tener un mágico secreto que lo explique todo sin explicar nada de nada! Detesto por igual las intuiciones, las visiones y todas las revelaciones: me bastan la lógica, el cálculo y la humildad de admitir sencillamente que hay muchas cosas que no sé… pero que tienen que ser tan necesaria y rigurosamente causadas como las que sí sé.

Entonces… ¿qué pasa con don Narciso, el elegido de la buena suerte? Vamos, no te hagas la boba ni quieras tratarme a mí como si fuera lerdo. Sabes perfectamente que sus extraordinarias ganancias no pueden deberse a caprichos del azar sino a algo difícil de concebir pero no sobrenatural: un sistema de juego, un método bien calculado para derrotar la inercia de la ruleta. Lo sé, lo sé: son miles los que han intentado alcanzarlo, aunque siempre en vano. Es algo de lo que se habla con anhelo pero que nadie conquista y que por tanto sólo los descerebrados siguen empeñados en buscar, como el Santo Grial o la Piedra Filosofal. Sin embargo… Aunque el Profesor cree que lo he olvidado o no lo conozco bien, tengo muy presente a Sherlock Holmes. Recuerdo especialmente el axioma básico de su sistema deductivo: cuando todas las explicaciones verosímiles han sido descartadas por demostrarse imposibles, lo que queda, por extraño o chocante que parezca, debe ser la solución verdadera. Bueno, algo así, ya me entiendes. El caso es que ese imperturbable afortunado sin lugar a dudas tiene que haber encontrado un mecanismo para forzar la aparentemente caprichosa suerte, una fórmula combinatoria cuyo resultado inexorable y necesario es saltar la banca. ¿Difícil de creer? Puede que sí, pero todo lo demás es imposible de creer. O mejor dicho, no hay nada que creer en ello, es humo, mero vacío.

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